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Chamanes y hechiceros

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Antiguos modos de curar.

 

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A media noche, en la espesura de la selva sudamericana, una mujer delirante estaba tumbada sobre una estera de juncos, sudando profusamente. El hechicero se movía alrededor de ella, entonando cánticos sagrados antes de administrarle un potente brebaje elaborado con productos animales y vegetales. El efecto fue inmediato. La paciente gritó y se retorció, al tiempo que vomitaba y gemía. Durante dos horas la mujer siguió sufriendo aquel tormento, mientras el hechicero invocaba a los espíritus. Pero poco a poco llegó la calma. A medida que se acercaba el alba, la mujer se fue tranquilizando y conciliando el sueño. Al cabo de dos días estaba aún débil, pero recuperándose.

Ahuyentar los males

Desde el principio de los tiempos, toda persona capaz de aliviar o curar las enfermedades desempeñaba un papel muy importante en la sociedad a la que pertenecía. Antiguamente, al igual que en muchas tribus actuales, la enfermedad solía considerarse manifestación de fuerzas malignas: obra de dioses o espíritus que estaban disgustados con la víctima por haber pecado o haber trasgredido un tabú. O tal vez era obra de un brujo que actuaba en nombre de otra persona que le guardaba rencor. En Melanesia, por ejemplo, los hechiceros todavía apuntan con unos «lanzaespíritus» -piezas de bambú con fragmentos de los huesos de un difunto- a sus víctimas para hacerlas enfermar.

La medicina popular tenía un componente religioso de gran importancia. Médicos y pacientes no hacían distinción alguna entre cuerpo, mente y alma: cuando estos tres elementos estaban en armonía, la buena salud imperaba. El hechicero (o hechicera) era médico, consejero, psiquiatra y sacerdote, y a él se encomendaba la salud física y espiritual de la tribu en su conjunto. Las enfermedades individuales eran una mancha en la salud de la tribu, y sus miembros tenían el deber de evitar desavenencias y apaciguar a los dioses para no hacerse vulnerables a la enfermedad.

Curación por medio de drogas y de la danza

La dignidad de hechicero podía transmitirse de padres a hijos o ser alcanzada tras recuperarse pacientemente de una enfermedad. El conocimiento de cómo tratar diversas enfermedades se fue acumulando a lo largo de los siglos, y las indisposiciones habituales solían tratarse con curas de hierbas que eran administradas a modo de medicamentos, friegas o emplastos. Los aborígenes australianos, por ejemplo, comían arcilla para curar el dolor de estómago, del mismo modo que el caolín, que es una arcilla blanca muy pura, se usa en la medicina occidental para tratar la diarrea. Las medicinas contenían sustancias que poseían asociaciones simbólicas, o se basaban en supuestos homeopáticos; las zarpas de un ave cazadora de culebras, por ejemplo, se usaban para curar la mordedura de serpiente. Otros tratamientos consistían en el masaje o la manipulación, en llevar un amuleto, cambiar de dieta o simplemente en escuchar las palabras del hechicero explicando los síntomas y restándoles importancia.

Para enfermedades más graves, trastornos mentales o problemas como la esterilidad, a veces era necesario entrar en íntima comunión con el mundo de los espíritus. Si una enfermedad era atribuida a causas sobrenaturales, la curación implicaba ceremonias religiosas, prácticas de adivinación o danzas rituales. Si se achacaba a un maleficio causado por otra persona, el mal debía ser desvelado y contrarrestado con procedimientos mágicos similares.

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