Muchas culturas lo consideraban como un regalo de los dioses.
Si no se aviva una hoguera, sus llamas se extinguirán; no obstante, la enorme hoguera del Sol ha ardido durante casi 5.000 millones de años sin que nada indique su extinción. La Tierra absorbe una mínima fracción -quizá una cienmillonésima parte- de la enorme energía solar y el resto de esta sorprendente cantidad de calor y luz se pierde en el espacio, más allá de los planetas. Muchas culturas consideraban al Sol como un milagroso y eterno obsequio de los dioses; ahora sabemos que algún día se extinguirá. Las pruebas muestran que su temperatura varía.
El Sol está compuesto por casi 75% de hidrógeno y 25% de helio, además de pequeñas cantidades de oxígeno, carbono, neón, nitrógeno, magnesio, hierro y silicio. Se le considera una gran estrella de sucesión que brilla por combustión de hidrógeno. En el núcleo del Sol este gas estuvo comprimido con tanta fuerza, que se inició una reacción nuclear. En este horno gigantesco el hidrógeno se convirtió por fusión nuclear en otro gas combustible, el helio; así, el Sol quema combustible y al mismo tiempo lo crea: conforme disminuye el abasto de hidrógeno, aumenta el de helio. La luz y el calor que ahora recibimos del Sol en realidad se produjeron en su núcleo hace millones de años.
Cuando quemamos combustible en una fogata convertimos la materia -madera o carbón- en una parte de energía; cuanto más arde el fuego, más calor produce. El Sol es un horno sumamente eficaz pero, aun así, el helio que produce para mantenerse ardiendo constituye solo el 92,3% del hidrógeno que quema; el 7,7% restante se pierde en diversas formas de energía, principalmente calor, luz y rayos X. Esta pérdida de hidrógeno es mínima, comparada con la enorme masa del Sol que, no obstante estar compuesto por gas ligero, pesa casi 300.000 veces más que la Tierra y pierde cerca de cuatro millones de toneladas de materia por segundo.
Los científicos calculan que el Sol tiene hidrógeno suficiente para mantener vivo el fuego durante otros 5.000 millones de años, casi tanto tiempo como el que ha estado ardiendo. Si para entonces todavía hay vida humana en nuestro planeta, esta y otras formas de vida perecerán en un holocausto espantoso.
Antes de que sus llamas se extingan, el Sol se convertirá en una estrella gigante roja y crecerá hasta casi centuplicar su tamaño. Comenzará por engullir Mercurio y luego Venus, los planetas más cercanos. La atmósfera de la Tierra, que normalmente la protege del intenso calor del Sol, desaparecerá, los océanos hervirán y se evaporarán; sin los efectos refrigerantes de su atmósfera y de sus océanos, la Tierra se transformará en una enorme bola de fuego.
El Sol se convertirá en lo que los astrónomos denominan «enana blanca», una estrella con un diminuto corazón de calor blanco. En ese estado inestable, no producirá energía, y poco a poco irá cambiando de color: primero blanca, después amarilla y luego roja, hasta que, convertida en una enana negra, desaparezca de la vista.
Pero no hay razón para preocuparse: si el Sol perdiera su poder mañana, pasarían 10 millones de años antes de que su superficie se enfriara lo suficiente como para que en la Tierra sintamos escalofrío.