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Enero de 1956: Los héroes del fuego

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Las llamas parecen asolar el mundo. Los incendios son cada vez más globales. En enero de 1956, Selecciones publicó un artículo sobre cómo se lucha contra ellos.

Desde el principio, Selecciones puso foco en ese escenario en el cual se encuentran el ser humano (con su ingenio y coraje) y las fuerzas desatadas de los fenómenos naturales: terremotos, huracanes, sequías e incendios forestales. El intento de evitarlos, moderarlos, contenerlos y salvar vidas, es un escenario adecuado para mostrar la vida de quienes se arriesgan. Por vocación o destino.

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En la edición de agosto de 2020, con la nota “Bomberos paracaidistas” mostramos cómo opera una unidad de elite antifuego en los confines del hemisferio norte (Alaska). Sorprende el parecido de algunas de las escenas descritas con las de una nota similar (de 64 años antes), publicada en enero de 1956, cuyos autores son Robert de Roos y Alva Neuns.

También las diferencias

Hoy contamos con telefonía celular y satelital, aviones más potentes, equipos protectores más livianos y sofisticados. Pero, -a la vez- el desafío resulta mucho mayor: los incendios inmensos en Australia (2019-2020), los del Delta del Paraná y el Pantanal (invierno austral 2020), los de California y Siberia (verano boreal 2020), muestran que entramos en una era en que, por la influencia humana y el Calentamiento Global, son mayores y más graves.

¡Incendio!

(…) El humo era el comienzo del incendio “Jameson”, si bien entonces no tenía nombre. Antes que se disipara la humareda, después de días y noches de terror y de tremenda destrucción, un millar de hombres, algunos venidos desde 1.500 kilómetros de distancia, habrían de empañarse en la lucha contra el siniestro.

El incendio de bosques es algo viviente, maligno y caprichoso. A veces se desatan fuerzas increíbles, contra las cuales los seres humanos impotentes: 30 hectáreas de combustible de monte seco producen tanta energía como una bomba atómica. La lucha contra el “Jameson” no fue un episodio aislado, sino un drama que solo con pequeñas variantes se repite cada otoño en los bosques de la América del Norte.

A los pocos segundos de haber descubierto el incendio, (Kenneth) Seebold, el despachador, estaba en comunicación telefónica con la estación de guardia de El Cariso, y antes de que hubiera terminado de hablar, su camión-tanque y dotación marchaban a toda velocidad por la carretera. En el término de tres minutos Seebold había llamado a la unidad de San Juan, distante 60 kilómetros, y había ordenado que salieran una explanadora y dos cuadrillas (40 hombres) de Oak Glen. A continuación comunicó la novedad a la sede central de bosques en San Diego.

En Perris, 14 kilómetros al norte, el guardabosque del estado, Truman Holland acababa de almorzar cuando vio el humo, calculó su magnitud y envió más hombres al lugar. Cuando el reloj marcaba la 1:30 p.m., Holland, otros tres guardabosques, una explanadora y seis motobombas de mil litros, y con tres hombres cada una, estaban en el incendio o se aproximaban rápidamente.

Llegado a Jameson Point, Holland, veterano de 28 años de lucha contra incendios de bosques, quedó muy preocupado. La conflagración avanzaba cuesta arriba hacia el lado occidental de la carretera, despidiendo columnas crecientes de humo negro y abriéndose paso a través de la espesa maraña. Comprendió que el viento del oeste que prevalecía podía llevar el fuego cuesta debajo de la empinada ladera oriental de las montañas, en demanda de la localidad de Elsinore.

Por radio pidió otras cuatro motobombas; en seguida mandó una explanadora a hacer frente a las llamas. Con buena suerte, la máquina podría

desmochar el fuego, que a la sazón abarcaba solo unas dos hectáreas, y liquidarlo allí mismo. Fue un momento crítico.

La explanadora se lanzó contra el fuego. Maniobrando en la maleza de cinco metros de altura y volteando la tierra con su cuchilla, empezó a hacer replegar las llamas; pero se rompió el cable de la cuchilla y el conductor se vio imposibilitado de seguir la lucha.

Trató de reemplazar el cable, pero dos veces lo doblegó el calor. Finalmente debió se retirado del lugar, que más parecía un horno, mientras las llamas dejaban atrás la inútil explanadora.

“Cuando se rompió el cable –expresó Holland– perdimos una hora, un operario… y perdimos la batalla”.

(…)

La conflagración parecía haber hecho una pausa. Pero algo extraño ocurrió. A las seis de la tarde cesó el viento. Una capa de aire se estacionó sobre el Cañón Leach y apretó con fuerza cósmica; el humo se aplastó y llenó la zona con una luz lechosa. Los hombres se convirtieron en espectros de un mundo blanco. El incendio quedó quieto. Los servidores de las líneas elevaron sus rostros sudorosos y tiznados, y prestaron atención. Los encargados de las máquinas de desmontar apagaron los motores y aguardaron. A la distancia, el capataz de la cuadrilla de indios, sintiendo el cambio en el aire, hizo descender a sus hombres de un cerro cubierto de maleza.

El viento casi imperceptible cambió perezosamente hasta que empezó a soplar del sur. Entonces, sin aviso, tomó repentinamente impulso, cual saltador en largo, y se lanzó sobre el fuego. Hubo un zumbido, un prolongado ímpetu de sonido por los desfiladeros, como el ruido de un cascajo al precipitarse por un sumidero.

Detrás de un cerro próximo se levantó una muralla de llamas de 30 metros de altura y barrió la serranía. El humo lechoso se tornó anaranjado, rosado y negro, y en segundos el hervidero de llamas se abrió paso al Cañón Leach, despidiendo verdaderas andanas de fuego. Torbellinos danzantes de llamas y ascuas hacían piruetas sobre el borde de la conflagración, avanzaban y caían súbitamente sobre la maraña inflamable, desatando nuevos incendios que tomaban cuesta arriba hacia la marca ígnea impulsada por el viento. Los fuegos chocaban y despedían ascuas a kilómetro y medio de altura. Una columna de fuego anaranjado en forma de hongo hervía a 7.500 metros de altura.

El guardabosque Ray Banks conducía su automóvil por el Cañón Leach cuando sobrevino la “explosión”. El viento cargado de llamas sacudió tan violentamente el coche que pensó que se volcaría. “Sentí un ruido como de truenos, y masas de chispas en remolino”, dijo después. “Tuve la suerte de que las ventanillas estuvieran cerradas, pues de otro modo el interior del coche se habría incendiado. Con todo, la pintura se ampolló”.

(…) Sus estertores de la agonía se señalaron en un centenar de frentes pequeños, pero al martes siguiente, ocho días después de haber percibido Mantonya el primer indicio de humo, el “Jameson” había muerto.

Wright observó las cañadas y serranías distantes sobre las cuales el incendio había hecho de las suyas. Mil hombres habían luchado contra el fuego. Apagarlo había costado 25.000 dólares, pero Wright sabía que el costo final no se evaluaría en 70 años: ahora la lluvia podría precipitar un mar de barro sobre las arboledas y las casas del valle. Recorrió una vez más con los ojos la zona quemada y luego se metió en el automóvil del Servicio Forestal. Encendió el motor y prestó atención cuando la radio comenzó a hablar. Un guardabosque se comunicaba con el despachador de Escondido.

“Aquí en el Cañón Negro esto empieza a tomar mal cariz. El terreno es pura yesca. El fuego abarca ya una 60 hectáreas y se extiende con rapidez…”.

Wright puso en marcha el automóvil y echó por el camino adelante en la dirección del Cañón Negro.

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