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Agosto 1961: Retrato de una noche de verano

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Una larga noche de verano, lejos del ruido y cerca de la naturaleza. Una nota que nos invita a apreciar las bellezas que no vemos, pese a tenerlas frente a nuestros ojos publicada en agosto de 1961.

 

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La magia de una noche de verano

La noche más alocada y más maravillosa del año es la que cae a mitad del verano. Al girar la Tierra, esta fecha, en el hemisferio norte, se da el 6 de agosto, justo entre el solsticio de verano (21 de junio) y el primer día de otoño. Pero para los insectos, las aves y demás criaturas, son las numerosas noches de fines de julio y agosto, cuando el sol se encuentra justo debajo del horizonte y mantiene despierto y activo al mundo natural.

La mayoría de nosotros, poco conscientes de estas noches salvajes, nos perdemos su vibrante impacto. Con la convicción de que no podemos ver en la oscuridad (cuando en realidad, después de 45 minutos de adaptación, el ojo humano puede ver casi tan bien como el de las lechuzas y mejor que el de los conejos), nos alegramos con sentarnos afuera en una calurosa tarde de verano, espantando a los mosquitos, para retirarnos precisamente cuando las cosas comienzan a ponerse interesantes. Eso hacíamos mi esposo y yo, hasta que un amigo científico nos instó a adentrarnos en la oscuridad y “ver” cómo la naturaleza equipa sus creaciones para la noche de forma exquisita.

“Una forma de ver mejor”, nos dijo, “es elegir un sonido y seguirlo hasta la fuente”.

Por lo que una noche de verano, en julio, nos concentramos en un sonido individual de ese jazz improvisado. Era un ronroneo surrealista que provenía del alféizar de nuestra ventana. Alumbramos con una linterna en esa dirección. El sonido se detuvo, aguardamos; volvió a comenzar, avanzamos… hasta que llegamos al artista del concierto, una pequeña rana verde y gris, la rana de árbol común que se encuentra en toda la zona este de los Estados Unidos. En la oscuridad, había llegado hasta nuestra ventana para atrapar con la lengua a los insectos que buscaban la luz. Podíamos oír las voces de sus parientes que provenían del manzano, e incluso de nuestro buzón.

La levantamos y develamos el misterio de cómo esta rana terrestre puede llegar a lugares extraños donde no tiene que competir con otras ranas por comida. Sus patas son pegajosas. Puede colgarse de uno de sus dedos adhesivos o trepar casi cualquier superficie, en especial cuando se mueve en medio de la humedad del rocío nocturno.

Otra noche, seguimos el sonido hasta un grillo. El método era avanzar y esperar, una y otra vez, y finalmente pudimos sentarnos junto a uno, mientras elevaba las alas a un ángulo de 45 grados y frotaba los bordes serrados hacia delante y hacia atrás para producir ese llamado ensordecedor que indica a los grillos hembra cómo encontrar a su amante en la oscuridad.

Una noche, las linternas nos llevaron, nada más ni nada menos, que a un gusano ruidoso. Craig, nuestro hijo, había escuchado un sonido para rastrear que se asemejaba a cables eléctricos dando chasquidos en el césped. Sobre un tronco encontramos a la larva de un escarabajo de la madera, que hace un sonido (nadie sabe cómo) para asustar a sus enemigos.

Rastrear sonidos es revelador, pero iniciarlos es electrizante. Dos veranos atrás, un experto en ranas nos contó que solía hacer cantar a sus ranas toro de laboratorio al cantar él con una voz profunda, “There is a tavern in the town”. A diferencia de la mayoría de las ranas, que únicamente cantan para encontrar pareja, a la rana toro (la más grande) le gusta hacerlo por placer y suele unirse a los cantos que escucha.

Una noche fuimos con toda la familia a una laguna. John empezó a cantar: “There is…”, y los niños y yo nos unimos. Repetimos la canción unos minutos y luego, en los juncos junto a nosotros, sonó un profundo “Be drowned, be drowned”, el estribillo de la rana toro. Cuatro compases más tarde, otra rana se unió al coro, luego otra y otra más, hasta que la laguna entera se transformó en un concierto. Pero no duró demasiado. Los niños estallaron en risas y los susceptibles artistas se callaron.

También se pueden hacer otros sonidos por la noche para atraer a los residentes nocturnos. Un silbido largo y entrecortado cerca de un cementerio casi invariablemente atraerá a un búho macho que volará hasta posarse a unos pocos metros de usted. Y se puede llamar al tímido ratón de campo para que salga de su madriguera al pie de matas de césped y rocas. El truco es sentarse en silencio durante unos minutos, luego besarse el dorso de la mano haciendo mucho ruido. Incluso este humilde animal siente orgullo por su propiedad, y esta imitación del sonido de un ratón lo hará salir a la noche con los ojos bien abiertos para desafiar a su enemigo.

A veces prendemos una antorcha de querosén en el jardín. Esta atrae efímeras, frigáneas, escarabajos y mariposas nocturnas. Cada verano, nuestra “presa” más emocionante es la llamativa gran polilla cecropia hembra, el más grande de los gusanos de seda de los Estados Unidos. En la fresca humedad de las noches de verano, esta criatura sorprendente emana un olor que la polilla macho detecta y sigue con la punta de sus antenas, desde la increíble distancia de un kilómetro o más.

El verano pasado, capturamos una polilla cecropia hembra, con alas color arcilla decoradas con manchas blancas y rojas. La pusimos en una caja y la tapamos con un pañuelo que fijamos con una banda elástica. Luego, apagamos la luz y aguardamos, contando los meteoros que caían en cascada en el cielo de verano. Una hora y 63 estrellas fugaces más tarde, encendimos la linterna y vimos que la caja y el arbusto cercano estaban cubiertos con una veintena de estas hermosas creaciones.

Las plantas también tienen sus secretos. Las flores nocturnas, los nenúfares y las flores de muchos de los cactus del desierto florecen en la oscuridad para ser polinizados por las moscas y mariposas nocturnas. Una planta especialmente equipada para la oscuridad es la onagra vespertina, que se encuentra a la vera de muchos caminos rurales de los Estados Unidos. Se abre al atardecer, con tal rapidez que no solo puede verse, sino también oírse.

Muchas noches de mi infancia, al ocultarse el sol, me las pasé sentada en un matorral de estas flores para observarlas. Inmediatamente escuchaba un sonido como de burbujas de jabón al explotar, y al mirar de cerca, veía los pimpollos, cada vez más grandes, abrirse de golpe.

Además de los equipos nocturnos especiales, la naturaleza diseñó un artificio más para mantener el canturreo de la vida: casi todas las formas de vida se mueven siguiendo un cronograma estricto; de esa manera, no tienen que competir tan afanosamente por el espacio y la comida. Este cronograma no se basa en el tiempo del reloj, sino en la luz. Cuando la intensidad de la luz llega al “umbral” de un ave o un mamífero, este se despierta o se duerme.

A menudo, vemos cómo el cambio de la luz al atardecer hace dormir a los pájaros, todos en momentos distintos. En nuestra zona, el chochín es el primero en abandonar las labores del día. Luego, al comenzar la noche, cuando aún quedan los últimos rayos de sol en las copas de los árboles, los cuervos se reúnen y debaten sobre sus lugares predilectos.

Durante los próximos 20 minutos, las melodías nocturnas de los mosqueros, los gorriones y los zorzales se silencian a medida que llega la hora de estas especies de irse a dormir. Cae el sol, el petirrojo pía una hora más y las golondrinas vuelan en picada en busca de insectos hasta que ya no pueden ver.

Cuando ya casi no queda luz, los ciervos y los conejos se levantan para comer. Buscarán hasta que esté demasiado oscuro, y luego se retirarán a dormir.

En el momento en que casi no queda luz, surge de las profundidades del bosque la voz más hermosa del día: el canto afligido y pensativo del pibí del bosque. Escucho este canto y me detengo; lloro por todas las cosas que nunca hice realmente en mi vida. El canto se silencia. Levanto la cabeza, y la noche a mitad del verano me rodea.

La última nota inaugura la hora de los murciélagos. Estos maravillosos mamíferos alados entran en la noche, equipados con su radar y su sonar. Se atracan con los insectos que despiertan puntuales sobre las lagunas, arroyos y lagos. Luego, los murciélagos se retiran a las diez y duermen hasta las dos, para otra vez comer y atiborrarse hasta que la luz de la mañana los empuje de regreso a su hogar.

Los mamíferos principalmente nocturnos (mapaches, zorrinos, visones, nutrias, castores, ratones, ratas almizcleras y ardillas voladoras) se despiertan cerca de las once durante las noches de verano. Una vez, a orillas de un arroyo, observamos cómo un mapache pescaba en la oscuridad al perseguir a los peces hasta unos charcos que habían dejado las pezuñas del ganado. Y de repente, sobre nosotros cayó uno de los mayores espectáculos de una noche de verano: una vibrante tormenta eléctrica. El mapache buscó resguardo. Los peces viraron río arriba y quedaron inmóviles. Los insectos, incluso los mosquitos, se escondieron debajo de las hojas.

Al pasar la tormenta, John y yo salimos de nuestro refugio para descubrir que ya casi amanecía sobre el mundo húmedo. El olor vivificante de la tierra mojada llenó nuestros pulmones. Y luego, suavemente, emergió otra vez de la oscuridad que se retiraba, la voz del pibí del bosque. Me quedé allí escuchando, llena de admiración. Porque la canción matutina, que suena al mismo compás y con las mismas notas menores que la del atardecer, ya no resulta tan afligida. Ahora es una cadencia sutil, una alegre anticipación del amanecer.

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