Conocé por dentro que sintieron un científico y una enfermera al enterarse de un nuevo y desconocido virus.
El Científico
El Blackberry de Ricardo Quijano comenzó a sonar exactamente a las 4:34 de la madrugada del sábado 25 de abril. Amodorrado, buscó el aparato en su mesita de luz y entrecerró los ojos para leer el mensaje. Era de un funcionario de salud pública del estado de Texas, y decía: “Conferencia telefónica sobre influenza porcina, ahora”.
Ricardo, de 30 años, es científico de alto rango del Departamento de Salud y Servicios Humanos de la ciudad de Houston, y sabía exactamente lo que eso significaba. Desde hacía varios días él y sus colegas vigilaban el mortal virus conforme se propagaba de México a los Estados Unidos.
El funcionario que había enviado el mensaje esperaba un aumento repentino en el número de muestras de influenza que debía analizarse, y él, con tres años de antigüedad en el departamento de salud, sería uno de los principales científicos que realizaría esas pruebas.
Al día siguiente llegó al laboratorio a las 8 de la mañana y en medio de una reunión de funcionarios de salud de alto nivel en el Departamento Central de Operaciones, su Blackberry empezó a vibrar. “Ocho casos en Nueva York” rezaba el mensaje de su esposa, Damaris, quien veía las noticias por televisión en su casa. Minutos después, recibió otro: “Están liberando reservas de Tamiflu”, seguido unos minutos más tarde por “También hay casos en Canadá, Nueva Zelanda, Ohio y Kansas”.
Las muestras llegaron a las 8 de la noche, y el corazón de Ricardo palpitaba con mucha fuerza mientras se preparaba para analizarlas. Después de enfundarse en una bata, se colocó dos pares de guantes y los sujetó herméticamente a las mangas con cinta adhesiva. Luego se acomodó el casco con sistema de ventilación integrado. Tardó lo que parecieron minutos interminables en ponerse el traje, y cuando por fin entró en el laboratorio y se enfrentó a una heladera alta y angosta que contenía las muestras, su corazón latió más fuerte que antes. Se había esforzado durante todos sus años de preparación para un momento como éste. Sería una de las primeras personas que analizaría una nueva cepa de virus de influenza, la cual tal vez sería responsable del siguiente brote pandémico.
Una de las muestras resultó positiva para el virus de la influenza A, la variedad estacional común, pero el aparato no logró identificar el subtipo o la cepa. Como nunca antes se había observado la nueva cepa de la influenza porcina, el científico se sintió confiado de que era por eso que la prueba no podía detectarla. La única manera de estar seguro de ello era enviarla a los CDC, en Atlanta, para que ellos la analizaran.
Ricardo se enteró al día siguiente que los CDC habían confirmado que una de las dos muestras que estudiaron constituía el primer caso de influenza porcina AH1N1 que se detectaba en Houston. Ya para ese momento, las clínicas en los alrededores de esa ciudad inundaban el departamento de salud con llamados telefónicos y muestras de influenza en bolsas para material biológico peligroso.
Ricardo trabajaba jornadas de 14 horas en el análisis de las muestras de influenza y llegaba a casa demasiado tarde para ver a su hija Sophia antes de que la pequeña se durmiera. El impacto emocional se volvió aún más fuerte cuando se enteró de que la primera muerte por influenza porcina en los Estados Unidos había sido de un niño mexicano apenas tres meses mayor que su beba, que casualmente se encontraba en Houston. “De verdad empecé a perder la cordura”.
No fue hasta después de casi una semana de haber analizado las primeras dos muestras cuando Ricardo pudo regresar a casa a tiempo para ver su hija. En cuanto entró, la pequeña empezó a agitar los brazos alegremente. Él se arrodilló y ella corrió para darle un enorme abrazo.
La enfermera
Lucía Romero*, enfermera del Hospital de Infectología del Centro Médico Nacional La Raza, se dirigía a su trabajo un día a fines de abril con la cabeza llena de dudas; apenas dos o tres días atrás los medios de comunicación habían anunciado que en México había un brote de “gripe porcina”, una enfermedad contagiosa de la cual se desconocía casi todo.
Lucía y el personal de enfermería del nosocomio han visto de todo. Durante más de 50 años ese hospital, ubicado en el norte de la Ciudad de México, ha albergado a pacientes con enfermedades altamente contagiosas como tifoidea, lepra, rabia, hepatitis C y VIH.
Llegó al hospital poco antes de las 8:30 de la noche, su horario habitual de entrada. Revisó su lista de responsabilidades, que cambia cada 15 días: le tocaban las primeras camas de las 18 que hay en su área, ubicadas en una sala de aislamiento, donde permanecen los pacientes con enfermedades contagiosas y los que, por tener un sistema inmunitario débil, se recuperan en un ambiente lo menos contaminado posible.
“Me tocaban las camas donde estaban tres pacientes con influenza”. Lucía sintió un escalofrío pero se sobrepuso: ahora debía vestir bata de aislamiento, guantes, gafas protectoras y una mascarilla de alta resistencia, que debía desechar tras 40 horas de uso.
Caminó decidida hasta la sala de aislamiento, abrió la puerta y vio a tres mujeres acostadas: la mayor tenía 45 años, y la más joven, 28. Entabló una conversación cordial con dos de ellas, quienes le confesaron su angustia. La más joven estaba en silencio ya que pertenecía al personal de limpieza del hospital, y estaba muy enojada porque la habían contagiado en su lugar de trabajo.
Lucía salió de la habitación y se despojó inmediatamente de la ropa de aislamiento, pues la instrucción era muy precisa: usar una bata distinta con cada paciente para evitar contagios de la ahora denominada influenza AH1N1.
La intempestiva aparición de la enfermedad ocasionó que la mayoría de los hospitales de la Ciudad de México viviera horas de caos. Infectología no fue la excepción. Los pacientes que acuden a esta área llegan allí remitidos por otras instituciones, pero por el temor a la enfermedad la gente llegaba al hospital por propia iniciativa. Tras casi 12 intensas horas Lucía terminó su turno; antes de abandonar el edificio se duchó y se cambió de ropa. “El hospital tiene duchas para lavarnos y evitar contagios, pero en esos días no encontrabas una ducha desocupada”.
Al día siguiente Lucía visitó a su familia; su madre estaba muy preocupada. “Una de mis hermanas me pidió que no asistiera a la reunión familiar que había organizado”.
La noche llegó, y con ella el momento de volver al hospital, donde las cosas seguían difíciles. “Cada vez llegaba más gente, así que empezó a fallar la organización y nos gritaban que cómo era posible que no estuviéramos preparados… ¿Pero quién podría haber previsto algo así?”, cuenta contrariada.
Lucía trabajó menos horas al día siguiente. “Tenía un compromiso ineludible, así que llegué tarde, pero luego analicé la situación y vi que en realidad había tenido miedo”, confiesa. Y eso sentía una buena parte del personal de enfermería.
Lucía asegura que la contingencia por la epidemia de influenza AH1N1 ha sido un quiebre en su vida laboral. “Hemos visto otros padecimientos graves, como el sida, pero vamos entrando en contacto con ellos poco a poco, no de repente, como ahora”.
Hasta hace unos días esta enfermera pensaba que lo peor que le había tocado vivir era la emergencia médica tras el terremoto de 1985 en la Ciudad de México, cuando hubo miles de heridos y muertos. “Ni siquiera entonces me sentí tan agobiada, pues el desafío tras el terremoto era el enorme número de pacientes por atender, mientras que ahora era el miedo a contaminarte con un virus desconocido”, finaliza.
* Se cambiaron algunos nombres, pues al inicio de la contingencia las autoridades de salud prohibieron a su personal hablar con la prensa.