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Historia de vida: Emma Carey, milagro en paracaídas

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Milagro a 4300 metros de altura.

Cuando falló el paracaídas, Emma creyó que se avecinaba una muerte segura.

Por Ryan Hockensmith, tomado de espn

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Emma Carey está volando y se siente muy feliz. Se encuentra a 4.300 metros del suelo, sujetando las correas de su mochila paracaídas como una niña entusiasmada camino a su primer día de escuela. Oh, Dios mío, me convertiré en paracaidista, piensa, sin saber que tal vez lo más aterrador que un ser humano puede experimentar está a punto de sucederle.

Más temprano aquella mañana, en Lauterbrunnen, Suiza, Emma y Jemma se subieron a un helicóptero para ascender más de cuatro kilómetros en dirección a las nubes. Cada una estaba sujeta a un paracaidista experimentado y realizarían un salto en tándem. El helicóptero rugía tan fuerte que no podían hablarse y estaba tan nublado que apenas veían a su alrededor.

En un momento, al percibir el nerviosismo de Jemma, Emma le dedicó lo que llamaban La mirada. Se trata del tipo de gesto que comparten dos amigas de muchos años y que tiene absoluto sentido para ellas y, tal vez, solo para ellas. La mirada implica plegar el labio superior debajo de sí mismo de manera de mostrar al máximo posible los dientes superiores. Emma le regaló La mirada a Jemma y Jemma la devolvió, y entonces ambas sonrieron.

Una aventura en paracaídas

Este era un buen reflejo de su amistad: Jemma, la meticulosa organizadora, y Emma, un espíritu libre amante de la adrenalina. Si había una fiesta, Jemma ayudaba a organizarla y Emma era el alma del encuentro. Al cabo de unos 20 minutos de vuelo, llega la hora. Emma mira a Jemma, le dice “Te quiero” y luego salta al vacío desde su lado del helicóptero junto al instructor. Treinta segundos después, Jemma salta desde el otro lado.

Jemma cierra los ojos durante todo el transcurso del salto, odia cada segundo de lo que está sucediendo. A Emma, por otro lado, le encanta. Vuela durante el primer medio minuto, mientras asimila que se trata de su primer salto en paracaídas. Unos 30 segundos después, siente un golpecito en el hombro, la señal de su instructor para cruzar los brazos y esperar la sacudida del despliegue del paracaídas. Ella cruza los brazos y luego… nada.

No está desacelerando. Siente un tirón de cabello e intenta ver qué está haciendo el instructor detrás de ella. Pero él está inconsciente. Las sogas de los paracaídas se habían enroscado alrededor de su cuello y se había desmayado. Emma puede ver los paracaídas, tramos inmensos de tela roja, agitándose contra el viento como bultos amontonados. No se supone que los paracaídas sean bultos amontonados.

El paracaídas que no se abrió

El pánico se apodera de ella. Advierte que ahora se encuentra en medio de una situación que es una pesadilla tan aterradora que ha sido la pesadilla por excelencia de la humanidad desde el inicio de los tiempos: la sensación de caer, y caer, y caer. Es en ese momento cuando la mayoría despierta.

Pero esto es vida real para Emma. Piensa en la muerte, en lo que podría haber hecho y dicho. Finalmente se enfrenta al hecho de que no está desacelerando y que no sobrevivirá cuando aterrice en el campo de cría de vacas que se ve más abajo. Justo antes de impactar contra el suelo, dos pensamientos abrumadores la invaden.

El primero de ellos es que no quiere morir. No quiere rendirse a la inevitabilidad de su situación. No sabe qué quiere hacer con su vida, pero sí quiere tener una. Luchará contra esto, aunque nadie derrote a la gravedad. El segundo pensamiento, aquel que más le rompe el corazón: será Jemma quien encuentre su cuerpo.

¿Hay vida después de la caída?

Un valle en Suiza

AL IMPACTAR CONTRA EL SUELO, Emma no puede creer que aún está consciente. Pide a sus piernas que se muevan, pero no recibe respuesta alguna. Lo intenta una y otra vez. Nada. El equipo es muy pesado y el instructor aún está desmayado y amarrado a su espalda. Siente muchísimo dolor, el tipo de dolor que resulta tan abrumador que no es posible decir de dónde proviene. No es una señal de su cuerpo; es una sirena.

Allí, en el suelo, solo puede reunir la fuerza suficiente para gritar el nombre de su amiga. Jemma no puede oírla aún. Su trayectoria en paracaídas desde el lado opuesto del helicóptero la había llevado en otra dirección y tan lejos que había perdido de vista a Emma la mayor parte del descenso. Apenas unos minutos antes, a algo más de 1.500 metros sobre el suelo, el instructor de Jemma activa su paracaídas.

Ante cualquier inconveniente, lo que es extremadamente inusual, se despliega un paracaídas de emergencia de manera automática a unos 1.500 metros del suelo. La teoría principal sobre lo que sucedió con los paracaídas de Emma es que su instructor olvidó el altímetro para saber con exactitud a qué altura estaban y, de algún modo, activó el paracaídas principal más tarde de lo debido, en el segundo exacto en que se desplegaba el paracaídas de emergencia, lo que impidió que los dispositivos se abrieran correctamente y llevó a que las sogas se enredaran. Las probabilidades de que esto suceda, según los expertos, son astronómicas.

Cuando Jemma aterriza y logra incorporarse, apenas puede distinguir a Emma en el piso a unos 800 metros de distancia. Intenta desesperadamente desconectarse de su paracaídas para poder acercarse. Y luego sale corriendo a toda velocidad. Desde la distancia, Jemma no logra comprender con precisión qué está viendo, si Emma está agachada o acostada. El instructor de Emma no se mueve y Jemma tiene la horrenda sensación de que está muerto.

Pero, en el transcurso de su carrera de cinco minutos hasta el lugar, la imagen cobra nitidez: Emma, en el piso, gimiendo y gritando “¡Jemma!”; el instructor, tumbado sobre el pasto, inmóvil. Jemma usa el teléfono de una pareja que pasaba por allí y pide ayuda. “¡Jemma, no siento las piernas!”, dice Emma. “Ayúdame a pararme”. “Estás muy herida”, dice Jemma. “Creo que debes quedarte donde estás hasta que lleguen a ayudarnos”.

Emma escucha a su amiga y Jemma se queda a su lado durante casi una hora mientras esperan. Un equipo de emergencias médicas llega al lugar y determina que las heridas de Emma son tan graves que es preciso trasladarla en helicóptero hasta un hospital en Berna, a unos 55 kilómetros de distancia. El equipo también se prepara para trasladar por separado al instructor de Emma, quien también sobrevivió a la caída.

Bajo el estruendoso rugido del helicóptero, Emma recuesta la cabeza. Los analgésicos comienzan a recorrer su cuerpo. Tiempo después advierte el alcance de sus lesiones. Había experimentado una catastrófica serie de heridas en la parte central de su cuerpo: fractura de esternón, pelvis, sacro y vértebra L1, además de una grave lesión en la médula espinal.

No había derrotado a la gravedad… pero tampoco había perdido la batalla. Siente una combinación de gratitud y conmoción. Jemma, sentada a su lado, hace contacto visual. Emma está sujeta a la camilla e inmovilizada y apenas puede girar la cabeza para mirarla. Las dos tienen una expresión sombría. Confundidas. Devastadas. Pero, al menos, se sienten devastadas juntas.

Luego Jemma la ve hacer algo ridículo que nunca había necesitado tanto. Mientras vuelan sobre los Alpes hasta un centro médico a 14.000 kilómetros de distancia de todas las personas que conocen, Emma pliega su labio y muestra los dientes. “Hizo La mirada”, dice Jemma, “y fue en ese momento cuando supe que estaría bien”.

Las lesiones de Emma

Emma ingresa al quirófano, la cirugía dura unas ocho horas. Cuando despierta, de algún modo se la ve bastante igual a la Emma de todos los días. Siempre fue optimista y de sonrisa fácil. Pero Emma no es optimista porque la felicidad golpee a su puerta todas las mañanas. Es una de esas personas que se levanta con el deseo de encontrar la felicidad a través de la niebla de todo lo demás. La felicidad no es un sentimiento para ella; es una misión.

Intentó tener presente todo esto durante lo que se convirtió en el mes más difícil de su vida. Peko Hosoi, profesor de ingeniería del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) estima que Emma probablemente cayó a una velocidad de 50 a 100 kilómetros por hora porque la inmensa cantidad de tela de los paracaídas desaceleró su descenso de velocidades máximas de 200 kilómetros por hora o más. Sin embargo, incluso esa velocidad menor es equivalente a saltar del piso 10 u 11 de un edificio.

“Es sorprendente que alguien sobreviva a eso”, dice Chazi Rutz, miembro del equipo de paracaidistas de los Estados Unidos. La madre y la hermana de Emma pronto llegaron desde Australia para acompañarla en su recuperación. Emma y Jemma habían planeado visitar España, donde Jemma realizaría un programa de intercambio para obtener créditos para la universidad. Pero no quería abandonar a su amiga.

“Absolutamente no”, dijo Emma. “Estaré bien. Volveremos a vernos pronto”. Jemma empacó sus pertenencias y, a regañadientes, dejó el hospital unos días después. En la guardia de traumatología, los médicos informaron que Emma estaba paralizada de la cintura para abajo y que probablemente nunca podría volver a caminar.

Cómo seguir después de un accidente

La joven comenzó a pasar de momentos de tremenda gratitud por estar viva a momentos de ira desenfrenada contra el accidente, el mundo, su cuerpo y todo lo demás. A veces pasaba una buena mañana y una mala tarde. En algún momento, Emma se enteró no solo de que su instructor había sobrevivido, sino que estaba internado en el mismo hospital que ella y que lo estaban tratando por lesiones espantosamente más leves que las suyas.

Emma decidió que, sin importar cuán duro fuera lo que se aproximaba, debía perdonarlo. Por supuesto que cada tanto sentía una tremenda rabia contra él, contra los paracaídas, contra el paracaidismo en general, rabia contra todo. Pero se esforzaba por controlar esos sentimientos y la mayoría de las veces funcionaba.

No sabe con certeza cómo sucedió, pero un día levantó la mirada desde su cama y allí estaba él, en una silla de ruedas recuperándose. Conversaron un rato, y aquella conversación cambió el curso de los siguientes diez años de Emma. Él estaba tan arrepentido por lo que había sucedido, que el perdón la invadió. “Me sentí mal por él”, dice. “Pude ver cuánta culpa sentía. Quería que me viera y que viera que estaba bien”.

Una lucha contra la adversidad

Luego de unas semanas, Emma comenzó a usar muletas para apoyarse. ¿Volvería a caminar? Aún no estaba segura. Pero sí sabía que todos los días estaba un poco más cerca. Sin embargo, comenzó a desarrollar una complicada relación con la idea de caminar. Había escuchado a otro paciente decir: “No estaré feliz hasta que pueda volver a caminar”.

Aquel era un pensamiento que había tenido desde el impacto contra el piso el día del accidente, y había cobrado nueva fuerza en un hospital repleto de médicos y enfermeras bien intencionados que intentaban reparar su cuerpo. Pero se dio cuenta de que volver a caminar no podía convertirse en lo más importante de su recuperación.

¿Porque qué pasaría si no lo lograba? ¿Y si el diagnóstico probable de que nunca volvería a tener sensibilidad de la cintura para abajo era el veredicto definitivo? Obsesionarse con esa meta la haría aferrarse a una definición específica de éxito que podría estar más allá de cualquier cantidad de trabajo duro, cirugías o fisioterapia. Decidió entonces esforzarse, pero entregarse al resultado.

“Hay todo un mundo allí afuera para conocer y nada de eso depende de si puedo caminar bien”, dice. Alrededor de ese momento, escribió en su diario una frase que la acompaña hasta el día de hoy: “Si puedes, entonces debes”. No sabe con certeza de dónde surgió, pero se convirtió en su lema, la idea de que estas vidas que nos han dado son tan frágiles que, si algo es posible, debes ir tras ello.

Para Emma, eso significaba intentar volver a caminar. Resolver el enojo y el resentimiento que sentía. Y, principalmente, volver a todas las personas y a todo lo que amaba en Australia. Necesitaba volver a casa para tratar de sentirse completa otra vez. Y luego, un mes después, Emma recibió la buena noticia: podía regresar a Australia y continuar su recuperación allí.

El traslado costaría más de 125.000 dólares, monto que pagaría el seguro de viaje que contrató a último momento antes de partir. Era preciso trasladarla en ambulancia hasta el avión y luego nuevamente al llegar a destino, quitar varias filas de asientos para acomodar su cama, y un médico y una enfermera debían acompañarla durante lo que sería un vuelo de unas 20 horas.

La vuelta a casa

Una vez en Australia, la trasladaron a un hospital en Sídney. Su hermana Tara la llevó un día a la playa. Siempre había amado la sensación del mar en los pies. Cuando se sentó en el agua aquel día, físicamente no podía sentir cómo las olas golpeaban sus piernas, pero el agua parecía estar limpiando su espíritu. Era allí donde debía estar. Apenas recibió el alta, se mudó a la Costa de Oro, un viaje de nueve horas en auto en dirección norte. Seguía con su rehabilitación, seguía esforzándose, seguía teniendo esperanza.

Cada paso que daba era un milagro. No tenía sensibilidad en las piernas, no sentía cuándo sus pies se apoyaban en el piso ni cuando estaban en el aire. Eso significaba que sus piernas no trasmitían información alguna a su cerebro, por lo que debía pensar hacia dónde moverlas, aunque nunca sentía efectivamente dónde estaban.

Un proceso con idas y venidas

Durante el proceso, experimentó algunos reveses. En un momento, se cortó el tobillo sin siquiera darse cuenta y la herida no sanó correctamente, lo que la obligó a estar en cama durante casi un año entero. En otra oportunidad, estaba sentada en un banco y advirtió una mancha de color rojo intenso en su pierna, se había quemado gravemente con algo, sin darse cuenta una vez más de lo que estaba sucediendo.

Pero está caminando, aunque con una ligera renguera. No le molesta. La vida continúa. Se gana la vida contando su historia de recuperación. Su libro, The Girl Who Fell From the Sky (La chica que cayó del cielo), fue publicado en 2022.

Diseñó y comenzó a vender un collar que dice: “Si puedes, entonces debes hacerlo”. Trabaja en sus habilidades para hablar en público y en diciembre de 2023, también dio una charla TED.

Cuando se acercaba el décimo aniversario del accidente en el verano de 2023, Emma tuvo una idea: ¿Y si Jemma y ella regresaban allí y finalmente hacían el viaje que habían planeado cuando tenían 20 años? Visitar las mismas ciudades, recorrer los mismos sitios, alojarse en los mismos lugares. Terminar lo que habían comenzado.

Solo que a los 30 años en lugar de a los 20. Le presentó su idea a Jemma, quien ahora tenía una ocupada vida. Se había casado y era propietaria de una exclusiva empresa de relaciones públicas y planificación de eventos en Canberra. Pero, por más tierno que parecía el viaje, Emma pensó que tal vez solo era eso, una linda idea. Quizás regresar a Europa era tan solo un deseo pasajero no demasiado racional. Sin embargo, cuando revisó el plan con su amiga, Jemma respondió: “Hagámoslo”.

Volver al lugar del dolor

El lugar de la caída en paracaídas

En junio de 2023, Emma estaba de pie en medio del mismo campo suizo en el que había caído. Y esta vez, con un vestido blanco, levantó los brazos en señal de triunfo mientras sostenía la mano de su mejor amiga con alegría, y no con aquella desesperación con la que tiempo atrás esperaban la llegada del helicóptero de emergencias.

No tenían idea de lo mucho las ayudaría que este viaje. Prácticamente volvieron sobre sus pasos, incluso se alojaron en las mismas cabañas la noche antes de visitar el campo en el que habían aterrizado. El pasto allí se veía verde y exuberante, lo que probablemente haya amortiguado al menos parte del impacto al caer.

Mientras Emma y Jemma recorrían el lugar, se rieron un buen rato de algo que les habían contado años atrás: el granjero que cultivaba esa tierra había dicho que las vacas eran tan agresivas que, si no las hubiera trasladado a otro lado justo aquella mañana, probablemente habrían corrido en estampida hacia Emma después del aterrizaje.

“Recuerdo cómo se sintió aterrizar en el suelo”, dice Emma. “Lo dramático que fue todo aquello. Y luego me visualizo allí acostada dándome cuenta de que estaba paralizada. Y luego veo una vaca que camina hacia mí y me pisotea. ¡Qué final! La muchacha que fue pisoteada por una vaca”.

Antes del viaje, Emma se había sentido triste. Estaba bien. Su vida era buena. Pero algo andaba mal. Por momentos quedaba atrapada en lo que le había sucedido. “Solía pensar que cuando lo superara, cuando volviera a caminar, cuando saliera del hospital, nunca me sentiría triste otra vez y estaría agradecida y feliz”, dice. “Por un tiempo, es sencillo vivir en ese plano de gratitud y valoración. Pero a medida que pasa el tiempo y la vida comienza a suceder nuevamente, aquello puede perderse un poco de vista. Nunca antes había necesitado recordármelo a mí misma. Pero ahora debo detenerme y activamente volver a meterme en ese estado mental otra vez”.

Emma, ¿tan solo la sobreviviente del paracaídas?

Pero ahora siente que está dejando atrás esa tristeza. Es parte de la naturaleza humana convertir una historia de alguien en la historia de esa persona, y generalmente esto parece inofensivo. Todos tienen un amigo cuyo matrimonio se desmorona y repentinamente pasa a ser Dave, el divorciado, o una prima que pidió dinero prestado a todos los miembros de la familia y entonces se convierte en Brooke, la sin fondos. Conectamos a las personas con una de sus historias y un solo capítulo de sus vidas se transforma en el libro de sus vidas.

Pero ¿quién puede desear ser reducido a una sola cosa acerca de su persona? Esto es particularmente problemático para aquellos que experimentan trastornos y discapacidades. Muchas veces se dicen cosas como “Heather es paralítica” o “Mike es autista” sin pensarlo dos veces y sin ninguna mala intención.

Pero hay una razón por la que los afectados suelen preferir el lenguaje que prioriza a la persona. Mike no es autista simplemente, es una persona con autismo. También tiene un perro, un trabajo, una guitarra y una pareja con la que mantiene una relación intermitente. Nadie dice: “Mike es una guitarra”.

En el caso de Emma, eso significa que no quiere ser “Emma, la sobreviviente del paracaídas”. Su historia es increíble. Las personas se sienten inspiradas por ella. Todos se sienten maravillados al escucharla. Pero ella es más que eso. A veces siente como si “ESO” (su historia) estuviera escrita en mayúsculas y la devorara a “ella” en minúsculas.

Hoy tiene 31 años y el accidente ocurrió once años y medio atrás. Desde entonces, ha logrado muchísimas cosas increíbles y ha aprendido muchas otras lecciones de vida. La historia del paracaidismo es tan solo eso, una historia. Cuando le preguntan qué quiere de la vida, ella se detiene a pensar en silencio por unos segundos y luego dice: “Disfrutarla”, y lo dice realmente en serio, en minúsculas.

 

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