La historia de vida de un padre transformado por la tragedia y la desesperación, y por el amor y el coraje.
RECUERDO ESOS DÍAS en los que era Walter Mikac, el farmacéutico que hacía producciones teatrales de aficionado, que se sentaba en el consejo escolar y jugaba al golf los miércoles, que tenía una esposa e hijas con las que formaba parte de una pequeña comunidad en un escenario idílico de Tasmania.
Ahora, estoy solo. Vendí nuestra casa y la farmacia. Me compré otra casa en Melbourne, Australia, y estoy tratando de empezar una nueva vida. Pero lo que más quiero es lo que ya no tengo: mi familia. Nanette, la increíble mujer con la que compartí 13 años de mi vida, y mis dos fabulosas hijas: Alannah, de seis, y Madeline, de tres.
Un encuentro inolvidable
Nunca olvidaré el día en que vi a Nanette por primera vez. Yo trabajaba en el Hospital Austin. El cabello ondulado castaño, los ojos azules y la sonrisa que tenía eran cautivantes. En ese momento, yo era aprendiz de farmacéutico y ella era enfermera. Empezamos a salir enseguida.
Apenas un año antes, les había dicho a mis padres que no me casaría nunca. Pero esta mujer era todo lo que quería, y más también. Nos casamos a los dos años.
Los primeros años que pasamos juntos fueron todo amor y felicidad. Nuestra primera hija, Alannah Louise Mikac, llegó al mundo el 28 de agosto de 1989. Era tanta la alegría. Como padres primerizos, íbamos equivocándonos y aprendiendo lo que era la paternidad.
Madeline Grace nació el 15 de agosto de 1992. La Navidad de ese año fue la primera que pasamos siendo una familia de cuatro, y yo nunca había conocido una felicidad mayor.
En febrero de 1994, visitamos a los padres de Netty, Keith y Grace Moulton, en White Beach, Tasmania. Mientras estábamos sentados en la galería con vista al mar, Grace pronunció las palabras que nos cambiarían la vida para siempre: “Walter, deberías pensar en abrir una farmacia aquí. Hace falta una”.
Un nuevo sueño
En ese instante, me imaginé detrás del mostrador de mi propia farmacia. Era atractivo, y las palabras de Grace me pusieron en marcha. Después de enviar una solicitud para pedir aprobación, empezamos a imaginarnos cómo sería nuestra vida en Tasmania. Las 60 horas que trabajaba por semana se reducirían, y yo tendría tiempo de llevar a mis hijas a la playa, de hacer jardinería o de estar presente para verlas crecer.
El día de abril en que recibí la carta del gobierno que decidiría nuestra suerte, yo había llegado cansado a casa. Ni bien me desplomé en una cama, las niñas se tiraron encima de mí. “¡Papi, te quiero!”, dijo Alannah. “Eres el mejor papá del mundo”. Esa demostración de amor y energía hizo que desapareciera mi cansancio.
Entonces, abrimos la carta y descubrimos que se había aprobado la solicitud para abrir nuestra propia farmacia. Se desató un alboroto. Tres meses después, nos fuimos de Melbourne. Abriríamos nuestra farmacia en Nubeena, un pueblito de la península de Tasmania que quedaba una hora y media al sudeste de Hobart.
Vi el lugar que sería mi farmacia el día que llegamos. La propiedad estaba en un estado deplorable. Muchos días de subir y bajar escaleras dieron como resultado una transformación increíble, y abrimos al público el 1º de septiembre.
Con nuestra nueva vida, yo podía ir a jugar al golf los miércoles a la tarde. Comíamos pescado con papas fritas en la playa algunas noches. Era el estilo de vida que queríamos. No había tráfico. La vida era simple.
Nunca trabábamos las puertas del auto en Nubeena. Era un lugar seguro, eso creíamos. A nuestros perros, Molly y Becky, les encantaba nuestra nueva vida, en especial las caminatas por la playa. Cuando a Molly la atropelló un auto ese noviembre, lloré durante horas. Netty y las chicas también estaban devastadas. “Si nos sentimos así con la muerte de nuestro perro”, dijo Netty, “imagínate lo que sentiríamos si perdiéramos a una hija”.
Cuando la tragedia golpea
La tragedia que sobrevendría era algo que no me imaginaba. Uno de los lugares de la zona que a Nanette más le gustaba era el sitio histórico de Port Arthur, la cárcel del siglo XIX que albergaba jardines, avenidas con robles a los lados y ruinas color miel. Netty amaba la historia, por lo que el lugar la fascinaba de verdad. Nunca se cansaba de visitarlo.
El domingo 28 de abril de 1996 desayunamos medialunas de la panadería cercana, nuestra tradición favorita de los domingos. Eran las 8:30 de la mañana cuando llevé las medialunas a la cocina junto con el periódico. La bahía resplandecía mientras el sol se elevaba detrás de las colinas.
Lanie y Maddie estaban en el suelo mirando la película El rey león. Nanette tenía planeado llevarlas a Port Arthur para hacer un picnic y dar un paseo en bote.
El campo de golf de Tasmania es un lugar hermoso, con vista a la bahía de Maingon. Mi amigo Eddie Halton y yo acabábamos de jugar el hoyo 13 cuando oímos una sucesión de fuertes ruidos de explosión. Los sonidos resonaron en el silencio de la bahía y aún me resuenan en los oídos.
Después de terminar los últimos cinco hoyos, fuimos al Clubhouse, donde nos enteramos de que había habido un tiroteo en Port Arthur. “No puede ser cierto”, pensé. Decidí llamar a Nanette. Ya tenía que estar de vuelta en casa. Al no recibir respuesta, empecé a sentir un malestar creciente en la boca del estómago mientras manejábamos de regreso a casa.
En la casa, estaba todo en orden. Los platos, limpios; las camas, tendidas. Como no había nadie, fui en auto a Port Arthur. El sitio histórico estaba lleno de gente, pero el silencio era sepulcral.
Había ambulancias detenidas frente al café Broad Arrow. Recuerdo que le pregunté a alguien “¿Viste a Netty y a las niñas?”. Fue una pregunta que repetí toda la tarde. Yo ya no asimilaba nada. Hablé con personas que conocía, pero no recuerdo qué les dije ni qué me respondieron. Todas las caras que veía parecían vacías, incomprensivas. Cada vez me desesperaba más. ¿Dónde estaban?
En un momento, regresé al café. Debía haber sabido que estaba repleto de cadáveres, pero quería buscar en cada centímetro del lugar. Mientras me acercaba a la entrada, mi amiga la doctora Pam Ireland me sujetó del brazo. “No puedes entrar”, me dijo y me retuvo. “Netty y las niñas no están ahí”. “¿Estás segura?” “Sí, te lo aseguro”, me respondió.
Gracias a Dios, no entré en el café. Algunas personas que habían perdido a sus seres queridos habían entrado. Lo que vieron, me enteré después, desafiaba toda descripción. Gaye y John Fidler escribieron una crónica de lo que pasó ese día. Dos veces, el tirador caminó hacia John y le disparó. No lo mató de milagro.
“Todo el tiempo, observé al tirador”, escribió John. “Tenía una mirada vacía. No decía nada. Me miraba directo a la cara y caminaba, no corría, como si supiera que no podíamos hacerle nada. Solo seguía disparando y caminando”.
Le llevó apenas un minuto y medio disparar 29 veces con el rifle y matar a 20 comensales y empleados del café, y herir de gravedad a otros 12. Después cambió de dirección y salió del café para seguir disparando.
El choque con la realidad
En un momento de mi búsqueda, me detuve en un hotel, donde vi las noticias en televisión: “Hubo un tiroteo masivo en el sitio histórico de Port Arthur, en Tasmania, y todavía no se conoce la cantidad de víctimas”. “¿Será posible que mi Netty y las chicas estén entre las víctimas?”, me preguntaba. “¿Habrá pasado lo peor?”.
Aparté ese horrible pensamiento de la mente y decidí buscar el auto de Netty. Lo encontré estacionado junto al muelle. Para ese momento, yo estaba temblando sin control. Había estado buscándolas casi dos horas.
No recuerdo cuánto tiempo pasó, pero recuerdo que Pam Ireland de repente se me acercó caminando. Debían ser cerca de las siete de la tarde. Me miró directo a los ojos y me sujetó con las dos manos. “Walter”, me dijo. “Nanette y las niñas están muertas. Acabo de identificar los cuerpos. Lo siento muchísimo”. “¡No!”, grité. “Estás equivocada… mis bebés, no. Mi Netty, ¡no!”.
Un momento después, alguien anunció por una radio que el asesino se había atrincherado en una hostería y todavía seguía disparando. La policía escoltó a todos fuera del sitio, y volvimos a nuestras casas a esperar. Justo antes de las nueve de la mañana del día siguiente, en la televisión informaron que el tirador, que se había resistido a la policía en la bahía durante casi 18 horas, había sido atrapado después de un sitio que duró toda la noche.
El funeral de mi familia fue el 9 de mayo, la semana antes del Día de la Madre. En un pedestal, cerca de los ataúdes, había una foto enmarcada de cada una de mis mujeres.
Nanette, con los labios rojos que contrastaban con su vestido negro de terciopelo y una expresión melancólica en los ojos; Alannah, sonriendo con dos dientes de menos mientras le sacábamos una foto de vacaciones en Sea World de Queensland; y Maddie, con un vestido a lunares amarillo en el jardín de casa y una muñeca bajo el brazo.
Una gran cantidad de amigos quiso hablar en el velorio. Cuando me tocó a mí, recuerdo haber mirado a las personas reunidas y sentido la presencia de Netty, que me daba fuerzas. “No den a su esposa por sentada”, dije. “Ni den a sus hijos por sentados. No den al mañana por sentado. Recuerden que el poder del amor y la creación siempre triunfarán sobre el poder de la destrucción y la venganza”.
La fortaleza tras la tragedia
A días del entierro, casi sin darme cuenta, me vi a mí mismo involucrado en el debate sobre el control de las armas que surgió en Australia luego de la masacre. Acepté dar una entrevista en televisión, porque sentí que les debía a Netty, a Lanie y a Maddie expresarme a favor de una legislación que previniera que volviera a ocurrir una tragedia tan terrible.
No quería aliarme con ningún grupo. Nunca había tenido un arma ni la había necesitado. Hablaba desde el corazón. Me llegaron cartas de todos lados, felicitándome por la postura que había adoptado. Pero había algunas que me criticaban. En una carta, se me acusaba de ser un títere del lobby antiarmas. Fue una opinión inesperada.
Sin embargo, en las semanas y los meses siguientes, los portadores de armas de todo Australia empezaron a entregar sus armas. Algunos, decía un periódico, lo hacían llorando. En mi opinión, era un paso en la dirección correcta.
Una pena que no consuela
La primera vez que vi al asesino fue en el edificio de la Suprema Corte de Hobart. Era el martes 19 de noviembre de 1996, apenas pasadas las diez de la mañana, casi siete meses después del tiroteo.
De una puerta lateral, salió un hombre bajo de cabello rubio rapado y traje celeste que caminaba hacia la sala flanqueado por guardias. Yo me encontraba a unos dos metros del estrado a prueba de balas donde él estaba sentado. Había solo cinco personas entre él y yo.
Mi primera impresión, al mirarlo, fue la que me produjo su falta de presencia. Lo poco efectivo que parecía. Me resultaba difícil conectar los actos de esta persona con el debilucho que aparecía ante mí.
Me sentí orgulloso de no sentir rabia ni agresividad frente a él. En realidad, casi sentía pena por él. Había tenido miedo de, tal vez, a causa de la rabia, querer lanzarme sobre él y darle con eso una especie de victoria sobre mí, dejarlo quitarme algo más de lo que ya me había quitado.
El 22 de noviembre de 1996, cuando finalmente lo sentenciaron a cadena perpetua por el asesinato de 35 personas y el intento de asesinato de otras 20, sentí, y todavía siento, que él no debería seguir viviendo. Pero, si tiene que hacerlo, espero que se quede preso hasta los cien años.
Durante mucho tiempo después de perder a mi querida familia, estuve devastado, incapaz de funcionar. El círculo interminable de eventos en mi vida después de Netty, Lanie y Maddie continúa. Cumpleaños, navidades, días de la madre, días del padre. Y las tres personas más importantes de mi vida no están para compartirlos.
Una vez, visité el cementerio solo. Mientras estaba sentado ahí bajo un cielo cubierto, empezó a caer una llovizna suave. Me envolvió la sensación de que Netty y las niñas estaban cayendo sobre mí. Es algo que suelo pensar cuando llueve. Que la humedad de la lluvia atraviesa el suelo y, de algún modo, captura alguna parte de ellas de debajo del suelo; luego, se evapora y vuelve al cielo para caer de nuevo.
En algún sentido, me reconforta. Siento como si vinieran a visitarme. Desde la masacre, descubrí que tengo un núcleo de fuerza en el interior. No sé de dónde viene, pero me dice: resiste, eres capaz de seguir. Me di cuenta de que todavía tengo mucho que ofrecerle a este mundo: ideas sobre cómo convertirlo en un lugar mejor.
El arcoíris tras la tormenta
Con ese fin, el 30 de abril de 1997, iniciamos una fundación, cuyo nombre es un homenaje a mis hijas, para brindar apoyo económico y general a las víctimas infantiles de delitos violentos o a los que pierden de golpe a su familia. El primer ministro John Howard aceptó ser el padrino de la fundación.
Como dije en el lanzamiento de la Fundación Alannah y Madeline: “Los niños tienen el derecho fundamental de vivir en paz y estar seguros. Todos debemos proponernos que exista ese derecho. Debemos aspirar a un futuro de armonía y paz. Debemos avanzar para que Australia siga siendo un lugar maravilloso para vivir”.
Por Walter Mikac
Nota del editor: Walter Mikac decidió no mencionar en su relato el nombre del tirador que perpetró los terribles hechos del 28 de abril de 1996 porque declaró que el asesino no debería tener lugar en la historia junto a sus víctimas.
Actualización: La Fundación Alannah y Madeline es una obra de beneficencia que mantiene a los niños libres de violencia y de bullying. Desde que se fundó, en 1997, alcanzó a más de dos millones de niños y sus familias en todo Australia. Todos los años, brinda apoyo a 10.000 niños que están en refugios o en hogares adoptivos. Para obtener más información, visite www.amf.org.au.