A los hombres maduros también les encanta escuchar una buena historia o cuento cuando se apagan las luces.
Por la noche, después de que todos se zambullen en sus literas y las luces se apagan, algo bastante inusual sucede en nuestro campamento de cazadores, algo que creo no ocurre jamás en ningún otro campamento de este tipo en ningún lugar: leo un cuento bajo la luz de mi linterna a un grupo de hombres adultos hasta que todos se quedan dormidos. Este ritual comenzó aproximadamente cinco años atrás en un viaje que organizamos en busca de alces.
Aquellas noches en el ejército
Una noche, recostados en aquellas literas del ejército dentro de la carpa que usábamos en aquel entonces conversando tranquilamente en la oscuridad, levanté ligeramente la voz y pregunté: “¿Alguien quiere escuchar un cuento antes de dormir?”. Desde entonces, ya sea que vayamos allí a cazar, a pescar, a trabajar o solo a relajarnos, todas las noches que pasamos de campamento en el Lago Mitten, unos 60 kilómetros al noroeste de Kingston, Ontario, yo leo un cuento.
El ritual es siempre el mismo: todos deben estar ya acostados y todas las luces apagadas, a excepción de la luz de mi linterna. Cuento un relato por noche en ese pequeño espacio con tres sets de literas dobles. Yo leo desde una de las literas superiores ubicada en una esquina con la espalda apoyada en una almohada dispuesta contra la pared. Ahora uso una linterna de cabeza que coloco antes de subir la escalera en la oscuridad y que me permite sostener el libro con ambas manos mientras leo.
Pero cuando todo esto comenzó, no había libro. Mi primer cuento antes de dormir fue una de las más grandes historias de supervivencia de todos los tiempos: la expedición a la Antártida de Ernest Shackleton en 1914–16. Cuando su barco, Endurance, fue destruido después de haber quedado atrapado en el hielo, el explorador británico guio a su tripulación compuesta por 27 hombres a la Isla Elefante. Ante la inminente amenaza de morir de hambre, junto a un grupo Shackleton se aventuró a navegar un diminuto ballenero a través de la inmensidad del océano en busca de ayuda.
Finalmente, todos fueron rescatados. Otra noche les pregunté si querían escuchar la historia sobre cómo Satán terminó en el Infierno. Y conté la historia de El paraíso perdido, un poema épico escrito por el poeta inglés John Milton que relata la primera desobediencia del hombre, la batalla por el Paraíso, la creación del Infierno, la tentación de Adán y Eva, la fruta del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal y, por supuesto, la pérdida del paraíso. A veces, mientras cuento una historia como esta, no puedo recordar exactamente qué sucedió, qué se dijo o quién lo dijo.
El arte de improvisar un buen cuento
Entonces, como cualquier buen narrador, voy improvisando a medida que avanzo. Otra noche comencé diciendo: “Voy a contarles la que tal vez sea la mejor historia jamás contada y que lleva más de 3.000 años recorriendo el mundo”. Y entonces relaté el antiguo mito griego de Helena de Troya, la mujer cuyo bello rostro movilizó miles de barcos. Comienza con una manzana dorada y termina con un caballo de madera e incluye magníficos guerreros como Ajax, Aquiles y Héctor, que se enfrentan en una cruel batalla luego de que Helena fuera secuestrada por un príncipe troyano.
Finalmente, se me acabaron las historias. Entonces una noche pregunté si el próximo relato podía leerlo de un libro. Pregunté sencillamente porque no se lleva un libro a un campamento de cazadores y, así como así, se empieza a leer en voz alta. Sabía que la primera historia que saliera de un libro tenía que ser una buena, entonces elegí el cuento “Encender una hoguera” de Jack London, que narra la lucha de un hombre contra la naturaleza. Les gustó tanto que luego les leí dos novelas más de London, El llamado de la selva y Colmillo Blanco. Todas las noches leo por intervalos de cinco minutos. Luego me detengo y hago siempre la misma pregunta: “¿Alguien aún despierto?”.
Para ese entonces, algunos ya están roncando, pero habitualmente al menos una persona responde: “Yo sigo escuchando”. He leído historias como La breve vida feliz de Francis Macomber de Ernest Hemingway y El oso de William Faulkner. No porque ambos hayan ganado el Premio Nobel de literatura, sino porque escribieron sobre cazadores y animales salvajes. Generalmente, a la mañana siguiente conversamos sobre la historia mientras preparamos el desayuno. Todos hablan de lo que recuerdan y lo que les gustó. Alguno tal vez recuerda en qué parte se quedó dormido. Quien se haya quedado despierto más tiempo tal vez diga algo como: “Te perdiste la mejor parte, cuando entró en pánico y murió congelado por no poder encender el fuego”.
Hoy, la práctica de contar cuentos para adultos gradualmente está desapareciendo, como los animales salvajes que inspiraron a los primeros cazadores a contar historias alrededor de los fogones.
Lamentablemente, las pantallas han reemplazado a los narradores. No debí sorprenderme al ver que a mis amigos cazadores, todos hoy hombres de 60 años, les gustaba tanto escuchar historias antes de dormir.
Tal vez los relatos les recordaban las historias que sus madres y padres solían leerles cuando eran niños. Todas las buenas historias, como las que leo en nuestros campamentos, perdurarán por siempre porque se vuelven parte de las personas que las escuchan. Permanecen en la memoria porque a medida que uno escucha usa su imaginación para darle vida a esas historias. Siente las emociones y experimenta las aventuras como los propios personajes. Cada tanto uno las vuelve a contar a otros y hasta a uno mismo. Se vuelven reales, como si uno también fuera parte (incluso protagonista) de la historia. En esas noches de cuentos, sentado en mi litera en medio de la oscuridad, sigo leyendo hasta que ya nadie contesta cuando pregunto si continúan despiertos. Entonces marco la página, dejo a un costado el libro, apago mi linterna y me duermo también.
L.W. Oakley extraído de the Globe and Mail