Para celebrar los 75 años de Selecciones, compartimos con vos este divertido artículo que se publicó por primera vez en el año 1983. Una civilización que puede producir un acelerador de partículas y otros maravillosos inventos no debería tener problemas con una rosca rellena con dulce. ¿No es cierto? Tal vez sí.
Publicada en 1983
Mi abuelo Willets había fallecido hacía ya un tiempo cuando Estados Unidos logró que el hombre llegara a la Luna. Recuerdo pensar que era una pena que se lo hubiera perdido. No es que le importara llegar a la Luna, pero sí era algo que ilustraba a la perfección la pregunta central de su vida: si la Humanidad es tan capaz de hacer cosas difíciles, ¿cómo es posible que le cuesten tanto las cosas más sencillas?
Él tenía un auto viejo que era muy bueno. Luego su familia lo convenció de alguna forma de que lo cambie por uno nuevo, automático. De algún modo, el nuevo vehículo fue una bendición para él, porque le dio una prueba diaria de su teoría favorita: todos los cambios son para peor. Las ventanillas automáticas comenzaron a trabarse cerca del segundo mes. Las del coche viejo funcionaban perfectamente después de 20 años.
Uno se subía al automóvil viejo con dignidad y orgullo. No había que agacharse, golpearse el codo y perder el sombrero en el proceso. El auto viejo tenía ruedas altas, por lo que había mucho espacio entre el vehículo y el suelo: esto era útil para acortar camino a través de un campo. Con el nuevo, incluso la roca más pequeña, que el coche anterior hubiera superado como una gacela, casi habría arrancado el sistema de escape completo.
Pasé bastante tiempo con el abuelo Willets durante mi infancia, y algunos dicen que mi naturaleza un tanto escéptica y desconfiada proviene de esa relación. Tonterías. Es solo que él tenía razón. De él aprendí que:
1. El modelo nuevo casi nunca es tan bueno como la cosa mejorada.
2. Por cada persona que hace algo bien, hay otra persona lista para disuadirla.
3. Nada es tan simple que no se pueda hacer mal.
Por ejemplo, un posavasos. Un niño de cinco años podría hacer un excelente posavasos con una caja de cereales. La versión mejorada a la que yo me refiero era una especie de platito plástico con frases graciosas. Alguien nos regaló un juego de esos una vez. En una tarde sofocante, yo estaba disfrutando de un gran trago con hielo en el patio. A medida que la condensación bajaba por el vaso, gradualmente llenó el posavasos. Esto hizo que se pegara al vaso (sin que yo lo notara), por lo que cuando lo incliné para dar el último trago, el agua helada del posavasos se volcó sobre mi regazo. Qué avance…
Supongo que no mucha gente recordará la tostadora antigua con una puertita a cada lado para introducir el pan. En cualquier momento que quisieras, podías abrirla para ver cómo venía la tostada. Ahora mi familia tiene una tostadora moderna, para cuatro rebanadas que expulsa hacia arriba, esas que a los caricaturistas les encanta mostrar lanzando tostadas por toda la cocina. La nuestra es todo lo contrario. Apenas entrega la tostada a regañadientes.
La leche solía venir en botellas. Arriba estaba la crema, por lo que podía usarla para el café o las frutillas. La leche quedaba para los chicos. La crema tenía muchas calorías y colesterol, pero no nos importaba; pensábamos que esas cosas eran buenas para uno.
Luego comenzaron a homogeneizar la leche, y las calorías y el colesterol se mezclaron para todos por igual, no solo para los que comían frutillas.
En la actualidad, envasan la leche en cartones: esos en los que hay que sacar la punta para afuera para formar un pico. En teoría. En realidad el cartón está tan pegado que el pico suele abrirse demasiado a los costados. Cuando intentas servirle un vaso de leche a tu hijo, la mayoría de las veces termina deslizándose por tu brazo. Un gran paso… al costado.
Hace poco Roy y Sammy se pelearon por la última dona rellena de dulce. Decidí darle a cada uno la mitad y ambos estarían satisfechos. ¡Qué iluso! Sammy recibió la mitad con todo el dulce, por lo que tuve que agujerear la otra mitad y llenarla con dulce de un frasco.
Y en ese momento, sentí que escuchaba a mi abuelo Willets. “¿Qué diablos es esto?” Demandaba con su voz ronca y quejumbrosa. “¡Pueden enviar al hombre a la Luna pero no pueden poner dulce en el medio de la dona!”.