Creyó que hacía un documental pero en realidad estaba encaminando toda una nueva vida. Un niño autista cambió su historia para siempre.
En abril de 2008, mientras estudiaba proyectos de cine para un amigo director, me encontré con un ensayo que había escrito un chico autista a los 14 años. Se llamaba “Gente”. “La gente se sienta, muere, se quita las medias”, leí. “Hay gente alegre, seria, normal, exitosa, malvada, pelirroja, profunda”. Y: “la gente resiste y la gente no resiste… al final, la gente es limitada. La gente vuela”.
¿En serio?, pensé. ¿De verdad ha escrito esto un chico autista? Era el ciclo de la vida, perfectamente condensado. Yo no sabía prácticamente nada del autismo, pero como redactora de una revista de cine había trabajado con textos toda la vida, y éste era precioso. Pensé que tenía potencial para un documental. El director estuvo de acuerdo. “¡Encuentra al chico!”. El niño se llamaba Anton Kharitonov.
En esos tiempos tenía días buenos y otros no tanto. Mi matrimonio se había terminado, y mi hija se había ido a vivir a Moscú para hacer un doctorado. No podía imaginarme que un niño autista estuviera a punto de iniciarme en un viaje que cambiaría mi vida y me convertiría en pionera en Rusia.
En un par de meses encontré a la madre de Anton. Rinata Kharitonova vivía en un deteriorado departamento de San Petersburgo. Anton, que tenía 19 años en aquel momento estaba internado en un hospital psiquiátrico.
Era el 8 de junio de 2008. Me senté en el auto frente a las puertas del hospital, esperando a que aparecieran Anton y su madre. Cuando salió por la puerta estaba hecho un desastre. Me dio pena. Y me asustó también porque sabía que tenía tendencia a escaparse y morderse a sí mismo. Pero había algo más: tenía presencia. Se subió al auto como si fuera suyo, callado y con una mirada desenfocada que parecía atravesarme, como juzgando rápidamente a ver si merecía la pena mi compañía.
Durante los dos años siguientes aprendí que el personal médico de los hospitales psiquiátricos puede ser cruel. Consideraban a los pacientes autistas menos humanos porque eran incapaces de obedecer las normas de la vida diaria: decir “por favor”, “gracias” y “que tengas un buen día”. Y me di cuenta de que Rusia tenía pocos servicios y programas para las personas autistas y ninguna organización predominante que garantizara el buen funcionamiento interno. Por tanto las cosas no funcionaban.
Organicé que Anton fuera a Camp Onega, un campamento de verano para niños con problemas. Situado en el Lago Onega, a unos 430 kilómetros de San Petersburgo, era uno de los pocos lugares del país que ofrecía un refugio para estos niños y un descanso para sus padres. Anton estuvo de junio a agosto de 2008. La financiación de su estancia allí corría a cargo de nuestros gastos de rodaje. Me acompañó un camarógrafo, Alisher Khamidkhodzhaev.
En ese momento no íbamos a hacer una película sobre Anton en sí misma. Más bien íbamos a entrevistar a los padres de los niños del campamento sobre sus desafíos y sus miedos. Eso no me impidió intentar establecer contacto con Anton a lo largo de las semanas que permanecimos allí, a través de dos cosas que me encantan: cocinar y abrazar. Por algún motivo yo quería que Anton se quedara a mi lado, que no saliera corriendo.
Un día en el campamento, estábamos de pie en la orilla del río cuando me abrazó por primera vez. Se acercó, salió corriendo y volvió a acercarse. Por último, tras lo que pareció una eternidad, se quedó a mi lado rodeándome con sus brazos. Antes, era como si estuviera al margen, como si no fuera real.
Cuando finalizó el campamento, llevé a Anton a su casa con su madre. Rinata había cuidado de Anton como progenitor único desde que tenía 14 años, cuando su padre los abandonó. Como cualquier padre con un hijo autista, tenía miedo al futuro.
Antes de marcharme, Rinata me contó que le habían diagnosticado un cáncer agresivo en la sangre y que había estado sometida a varios tratamientos. No me cuestioné por qué me lo había contado. No se trataba de ella, sino de Anton.
Unos meses después, Alisher y yo visitamos a Anton para ver cómo estaban él y su madre. Era como un niño diferente. En el hospital, donde lo conocí por primera vez, lo trataban con unos medicamentos potentes y psicotrópicos que lo habían convertido en un vegetal. Fuera del hospital, con su madre, había empezado a hablar y parecía radiante, despierto y alegre. ¡Sonreía!
Alisher y yo nos miramos y gritamos al unísono: “¡Tenemos peli!”
Y así empezó: una película sobre la transformación de Anton. Por lo menos, eso fue lo que pensé en ese momento.
Durante el rodaje hubo cientos de temas que tratar. En primer lugar, la enfermedad de Rinata, la esperanza y el desvanecimiento de la mujer debido al fracaso de los dos trasplantes de médula que le hicieron. Mientras ella seguía el tratamiento, Anton entró y salió varias veces del hospital psiquiátrico. Recuerdo una visita en la que nos sentamos en la sala esterilizada, hablamos tranquilamente y comimos algo que yo había cocinado. Entonces llegó el momento en el que Alisher y yo tuvimos que marcharnos. Sin decir una palabra, Anton se puso de pie y empezó a golpearse la cabeza contra la pared. BAM. BAM. BAM. Empezó a caerle sangre por la cara.
Al ver la desesperación en el rostro de Anton, me reconocí a mí misma. Antes pensaba que era un chico enfermo. Lo que reconocí en él fue una exuberancia emocional que yo también tenía. Como Anton, yo también traspasaba los límites. Si amaba a alguien, lo amaba hasta la médula. Si estaba disgustada, lo mostraba sin tapujos. La gente me decía que no debía dejarme llevar. “Moderate”. O, “No llores”. O “No ames. Contenete”. Y a diferencia de Anton, aprendí a contener las emociones como si se tratara de una película. Pero últimamente me despertaba por las mañanas con un pensamiento terrorífico: “¿Quién soy?”
Anton me ayudó a responder a esa pregunta. Ambos nos necesitábamos. Él era la única persona en mi vida que me dejaba amarlo sin contención y que me amaba de la misma forma. Yo tenía tres años cuando mi padre murió de un tumor cerebral, pero lo recuerdo muy bien. Había perdido a toda su familia durante las purgas de Stalin. Yo era el único lazo de sangre que le quedaba. Siempre me tenía en su regazo, segura y protegida. Y yo quería que me quisieran como me había querido mi padre.
En ningún momento dije: “Me voy a ocupar de Anton o de los niños como Anton”. Todos los días decía, “¡Haré esto y luego ya está!” Pero después, cada día me llevaba simplemente al siguiente. Seguí ayudando a Anton y Anton seguía ayudándome a mí.
En febrero de 2009 recaudamos dinero para poder mandar a Anton a Camphill Svetlana, a unos 150 kilómetros de San Petersburgo. Es el único lugar en Rusia donde las personas con necesidades especiales pueden vivir juntas, con voluntarios, y no se los trata como a pacientes. Pero poco después de que llegara allí, me llamaron para que fuera a recogerlo porque se estaba comportando mal. ¡Por supuesto que estaba portándose mal! Su amigo voluntario se había ido del campamento, su madre estaba muriéndose y se sentía desolado. Pero no fui. Yo también tenía muchos problemas. Mi madre, que tiene Alzheimer, estaba viviendo conmigo, y Rinata también se había mudado con nosotras mientras le llegaba el momento de la muerte.
Ese otoño tuve que llevarme a Anton de Camphill porque no encajaba e intentaba escaparse todo el tiempo. Después, tuve que dejarlo de nuevo en el hospital, lo que fue muy duro para él. Le dije a Alisher, “Debés grabar la traición que ha supuesto para él que lo deje en el hospital”. Quería que la gente comprendiera que no era tanto una película sobre el autismo sino una película sobre el comportamiento humano.
El hospital estaba más o menos a una hora en auto de San Petersburgo. Anton iba sollozando y mordiéndose las muñecas, que se le llenaron de sangre. Al final, paré el auto a un costado de la ruta. Salimos y lo agarré por los hombros.
“Anton, tené piedad de mí”, le imploré. “Si te portás así, van a aislarte. Tenés que comportarte de forma normal. Te prometo que haré todo lo posible por sacarte del hospital”.
De repente, dejó de llorar y se sacó la mano de la boca. “Anton está bien aquí” dijo. Y sonrió. Estaba diciendo que sí, que lo comprendía. Cuando llegamos al hospital, dejó que lo escoltaran a la sala y se tumbó obedientemente en su cama estrecha. Yo comencé a llorar.
“Volveré”, prometí.
El día que pude sacar a Anton del hospital tuvo para mí una sensación agridulce. Habíamos trabajado duro para asegurarnos de que apareciera en la escritura del piso de su madre, una auténtica hazaña en Rusia, porque allí no tiene derecho a poseer una propiedad privada si se padece una enfermedad mental. Lo instalé en el departamento con unos cuidadores. Durante el día, venía a la revista donde le organizaba el programa: clases de natación y terapia. Pero en todo este proceso cada vez me preocupaba más un asunto: ¿qué iba a pasar con Anton cuando muriera Rinata? No había servicios para jóvenes como él.
Decidí buscar a su padre. Unos cuatro meses antes de la muerte de Rinata, lo encontré. Era conductor de tranvía y había formado una nueva familia. Al principio se mostró reacio a implicarse, pero le enseñé un trozo de película sin editar que habíamos rodado con Anton sonriendo, hablando. Cambió de parecer y empecé a llevarle a Anton para que volvieran a conocerse el uno al otro. Quería enseñarle lo que Anton había aprendido: en cuanto lográs abrirte, aparecen puntos de conexión con la gente, en vez de diferencias. Poco después, en agosto de 2011, Rinata murió.
La película “Anton’s Right Here” se estrenó en octubre de 2012 y se exhibió en varios festivales de cine de Rusia, donde recibió premios, así como en Túnez y en varios países de Europa del Este. El premio más importante que recibió fue el de la 69ª edición del Festival de Cine de Venecia en septiembre de 2012. Después de que la película se retrasmitiera en First TV Channel, el primer canal de televisión de Rusia, llovieron las cartas. Los autistas y sus familias necesitaban ayuda. Empecé a gestar la idea de crear una fundación. Un lugar donde pudieran ir, un centro de información y de consulta.
Solo tardamos un mes en encontrar un espacio. Sin embargo, hablar con los potenciales patrocinadores para recaudar dinero para la fundación es lo más duro que he hecho en mi vida. Cuando les digo, por ejemplo, “este chico solía golpearse la cabeza contra la pared y ahora no lo hace”, no consideran que sea un logro. “Le podés dar medicamentos pero lo único que funciona con los niños autistas es el verdadero contacto humano”.
La fundación, llamada Anton’s Right Here, se inauguró en diciembre de 2013. Es el primer centro de Rusia para autistas adultos. La luminosa zona de recepción tiene bancos, carteles y una urna para donaciones. Allí hay ahora unos 75 jóvenes y adultos —les podemos llamar a todos “niños”— que padecen autismo y otros trastornos psiquiátricos. No están en silencio pero tampoco hay mucho ruido. Cuando llego, los “niños” se arremolinan a mi alrededor, y me piden abrazos y besos. Estoy en mi salsa.
Tengo dos tareas importantes: recaudar fondos para el centro y atraer a las personas adecuadas, preparadas para dedicar su vida a los niños. Los autistas necesitan un lugar donde aprender y socializar. ¡Tengo que conseguir un millón de rublos al año para que el centro siga funcionando!
Cuando empezamos la película, Anton tenía 19 años. Ahora tiene 28. Al principio no podía vivir con su padre porque él vivía en un piso comunitario con varias familias. El equipo de la Fundación compró una casa cerca de San Petersburgo, donde vive Anton en la actualidad. Eso significa que no tiene que volver al psiquiátrico.
Sigo formando parte de su vida. Durante el verano de 2014 alquilé una casa de campo cerca de San Petersburgo y vivimos allí con un tutor para que Anton pudiera renovar y trabajar sus habilidades motoras y lingüísticas.
El año pasado, la Fundación celebró su segundo festival para recaudar fondos para la organización. Asistieron más de 2.000 personas y conseguimos alrededor de medio millón de rublos (unos 9.000 dólares). Fue retransmitido por la televisión nacional. Anton no estaba presente, porque no se siente cómodo entre multitudes.
Los niños me recuerdan todos los días lo que es ser amada sin reservas y lo que significa corresponder a ese amor. Cuando la gente me dice que soy una heroína, digo “No lo soy. Simplemente soy humana”.