Ella murió, pero su valentía y alegría marcó mi vida.
Sophie Van Der Stap, tomado del libro The Girl with Nine Wigs (La chica de las nueve pelucas)
A SOPHIE VAN DER STAP le diagnosticaron cáncer en enero de 2005. “El cáncer abarca desde los pulmones al hígado”, le dijo el médico. Así que, en lugar de comenzar el nuevo semestre en la universidad, esta holandesa de 21 años se internó en el área de oncología de un hospital de Amsterdam.
Así empezó un año de escáneres óseos, terapias intravenosas, transfusiones de sangre y sesiones de quimioterapia. A fin de año, Sophie recibió un diagnóstico esperanzador. Sus pulmones estaban limpios. Estaba recuperándose del cáncer.
Fue entonces cuando conoció a Chantal.
Es la primera vez que nos sentamos juntas, estamos en su bar favorito. Chantal se ríe y bebe un poco de vino. Tengo enfrente de mí a una optimista: a una mujer que miró a su miedo a los ojos y se atrevió a encararlo. Me hace reír, respirar y tragarme las lágrimas. Se me pone la piel de gallina al pensar que la silla que está delante de mí podría estar vacía pronto.
Lo primero que hizo Chantal cuando le diagnosticaron cáncer, según me cuenta, fue comprarse unos zapatos nuevos, sin importarle lo largo que fuera el camino que tuviera que recorrer con ellos: tenía la esperanza de que la llevaran a una nueva vida. Siento escalofríos. Quiero envolverla entre mis brazos. No por lástima, sino para sentir su fuerza.
Estar aquí con ella me entristece. Me entristece el cáncer. Me entristece usar una pulsera amarilla.
“Siento ser yo la que te lo diga, pero esto no funciona”, dice Chantal, guiñándome un ojo mientras me enseña su pulsera. Me explica que le aterra el tiempo pasado. Que sus amigos hablarán de ella en tiempo pasado. Que envejecerán sin ella. Sé a lo que se refiere. Aunque ahora me sonríen las circunstancias, aún no me atrevo a creer que el tiempo está de mi lado.
—¿Yo también estoy desahuciada? —me pregunta una amiga de Chantal que se une a nuestra fiesta.
Niego con la cabeza, sintiéndome aliviada y con algo de culpa. Chantal, mi nueva heroína, bromea diciendo que no planea irse aún; a fin de cuentas, se acababa de mudar a su nueva casa. “Pero no llegaré a los cuarenta”, dice. Aunque compartimos el sentido del humor, mi sonrisa se nota forzada.
Explica que el domingo es el peor porque se supone que es el día que debes pasar con tus seres queridos. Ella está sola, su familia en Francia. De repente me siento afortunada por vivir con mis padres todavía. Pienso en cómo podría animarla. Quizá podríamos pasar los domingos comprando zapatos sin pensar en las veces que llegaremos a ponérnoslos.
Hemos tenido que renunciar a muchas cosas, pero nos quedan otras tantas. Tenemos cada segundo, minuto y hora del día. Vivimos para nosotras y para aquellos a los que queremos.
Somos perras cancerosas
Chantal se sienta a mi lado mientras recibo una de mis últimas sesiones de quimio. Había entrado diez minutos antes y aquí sigue, una hora y media más tarde. Creo que de verdad nos entendemos, ya sea que compartamos una botella de vino o una bolsa de quimioterapia. La próxima semana se hará un estudio, me cuenta. Le pregunto si alguien va a acompañarla.
—¿Tú? —pregunta.
—Desde luego.
Sí, tenemos cáncer y es un asco, pero la vida sigue. Incluso para Chantal, a la que hace seis meses le dijeron que su tratamiento ya no la curaría, solo prolongaría su vida. Le pregunto si ya ha pensado en su funeral.
“Cremación”. Pudrirse bajo tierra no le atrae demasiado. “¿Y tú?”.
“Entierro”, respondo. Pienso en los que dejamos. Podría querer que me cremen y me arrojen al viento, pero mi familia no sabría dónde estoy.
Chantal y yo discutimos sobre ataúdes con la misma naturalidad con
la que hablamos de los últimos zapatos que ella se compró. Y nos contamos todo sobre los hombres. Ambas sabemos lo que es estar en una cita después de pasar tres días vomitando o recién salidas de terapia intravenosa.
“Perras cancerosas”, es el apodo que se le ha ocurrido a Chantal. Una perra cancerosa puede ir a fiestas e incluso levantarse con resaca. Pero la verdad es que he dejado casi todo eso atrás. Ahora medito, voy a terapia e intento cualquier cosa que pueda ayudar a mantener el cáncer lejos. Porque no voy a fingir que el peligro no sigue ahí.
—Descansa en paz —se despide Chantal antes de ir a comprar víveres.
—¡Que tengas un buen funeral!
Chantal me consuela. Hay escasas probabilidades, casi nulas, de que yo muera antes que ella por muy enérgica y sana que se vea. Es un pensamiento egoísta, pero reconforta saber que tendré a una amiga ahí arriba en la oscuridad cuando me vaya.
Maldita sea. Qué sola va a estar.
Discutimos sobre ataúdes con la misma naturalidad con la que hablamos de los últimos zapatos que ella se compró.
¿Miedo a morir?
El médico levanta las fotos de mi escáner y sonríe. Las imágenes están limpias. Escucha mis pulmones. Expiro y toso y me confirma que suena bien. Mis tumores se han ido.
Nunca se puede estar completamente seguro, me recuerda; pero me conformo con eso. Tengo que desintoxicar mi cuerpo de la medicación. Programo una cita con un fisioterapeuta para recuperar la fuerza. Solo me quedan dos sesiones de quimio, un escáner más y soy libre.
La idea me asusta un poco. Es curioso que puedes acostumbrarte a cualquier cosa. Incluso al cáncer.
Ahora siempre acompaño a Chantal a su quimio. La morgue está en la misma planta que el estacionamiento del hospital. No hay forma de evitarla.
—¿Da miedo, eh?” —dice—. Y pensar que algún día estaré aquí”.
Claro que da miedo. Con eso en mente, caminamos por el pasillo para llegar a radiología. Si yo no estoy de humor, ella menos.
—Chan, ¿tienes miedo a morir?
—Intento no pensar en ello —hace una pausa—. Es más bien un sentimiento de pánico constante.
Aun así, está increíblemente relajada. Como si hubiera aceptado su veredicto. Es por todas las seguridades que he perdido por lo que tengo la seguridad más grande de todas: una segunda oportunidad en la vida.
Cuando tache la semana número 54 en la agenda, habré terminado oficialmente. La enfermera me pone la sonda. Hoy me deja sostener la aguja y desenroscar el tapón. Hago un desastre, me tiro todo el contenido encima antes de que le dé tiempo a verterlo en mi catéter. Ser enfermera no es tan fácil como parece.
Más tarde me doy un paseo por la planta baja con mi sonda intravenosa. No me gusta estar ahí. Ya sea por el soporte, el catéter o la peluca que llevo para esconder mi calvicie, llamo la atención y no es algo que quiera hacer. Charlo con mi vecino sobre la pérdida de pelo y nos despedimos con un “espero no volver a verte jamás”. Es la frase más amable que se puede escuchar en la clínica ambulatoria.
Hablo con el médico sobre mis valores sanguíneos, que están mejorando, y le cuento que siento cómo recupero la energía ahora que sé que el cáncer se ha ido.
—Entonces, ¿ya pueden quitarme el catéter? ¿No deberían dejarlo un poco más, solo por si acaso?
El médico niega con la cabeza.
—Ya estás mejor. Estás curada.
Tras haber sido desconectada de la intravenosa me siento muy bien. De camino a casa, paso por un café. Contenta, observo el ajetreo a mi alrededor. Todo se ve y se oye diferente ahora que he terminado mi última sesión de quimio.
—Chan, ¿tienes miedo a morir?
—Intento no pensar en ello. Es más bien un sentimiento de pánico constante.
En el hospital
Chantal y yo estamos comiendo algo en la terraza de una cafetería. Me quito mi pulsera rosa. El rosa es por Chantal, que está atrapada en un cuerpo invadido por el cáncer.
Mientras como del plato que tenemos delante, Chantal me cuenta que últimamente lo ha estado pasando mal. “Ya nada me divierte. Cuando me despierto lo único que quiero es volver a dormirme”. Y sigue: “He estado teniendo unos dolores de cabeza terribles. No me dejan dormir. A veces pasan cosas raras. Anoche vino a verme mi amiga Ellen y cuando fui a abrir la puerta se me había olvidado cómo girar la llave. Y lo mismo me pasó en el baño. Se me había olvidado cómo tirar de la cadena”.
—¿Has ido a ver a tu médica?
—Tengo cita con ella el jueves, aprovecharé para preguntarle.
Pocos días después, suena el teléfono. Es Chantal.
—¿Cómo van tus dolores de cabeza? —le pregunto.
—Anoche se pusieron peor.
—¿Quieres que vaya a verte?
—No, gracias. Estoy exhausta. Me tomaré un trago de morfina y me iré a la cama.
—Está bien. Te llamo mañana. Que duermas bien.
Por la tarde, llamo a Chantal. Nadie contesta. La llamo otra vez y es Ellen la que responde.
—Hola Ellen, soy Sophie. ¿Cómo está Chan?
Silencio, titubeo.
—No muy bien. Estamos saliendo para el hospital.
—Las veo allí.
Derramo mis primeras lágrimas porque Chan está muriendo. ¿En pocas semanas? ¿Meses?
Absoluta impotencia. Nunca antes la había sentido. Llego al hospital 30 minutos después. Me siento en un banco y lloro. Lo lógico sería que ya me hubiera acostumbrado, que supiera lo que Chantal necesita oír. Pero no tengo ni idea de qué decir.
A los pies de su cama, veo cómo se desvanece. Cada vez hay menos Chan y más cáncer. ¿Por qué ella se está muriendo y no yo?
La más valiente
Hoy hay dos cosas en la agenda: escáner a las 9 a. m. y luego ir al hospital de Chan solo para estar con ella, y contar chistes tontos, que ya ni nos dan risa.
Me deslizo por debajo de la máquina. “¡Ey, mira quién es!, dice la enfermera agarrando mi expediente, que tiene unos 30 centímetros de grosor. “Me encanta cómo llevas el pelo”.
“Está genial, ¿verdad? Me lo he hecho yo misma, con un poco de ayuda de L’Oréal”. Decidí teñirme el pelo de rubio y dejar las pelucas en casa.
De camino a ver a Chantal paso por la morgue. ¿Da miedo, eh? ¿Pensar que algún día estaré aquí? Las palabras de Chantal aún me ponen la piel de gallina. ¿Pero qué arquitecto idiota diseñó este hospital?
En la sala de quimioterapia las mujeres tienen el pelo corto; algunas están calvas. Encajo perfectamente. Chantal tiene el pelo más espeso y largo que todas ellas; el cáncer tiene un gran sentido de la ironía.
Está tumbada en la cama. Ellen está sentada a su lado. Me imagino lo sola que estará sintiéndose por ser la primera en irse. Interrumpe mis pensamientos vomitando el desayuno.
—Enséñale a Sophie la revista —le dice a Ellen.
Su amiga me pasa una revista. La hojeo. Aparece una Chantal resplandeciente con el titular “Tengo que vivir esta vida al máximo”. Chan y su filosofía de vida en primera plana. El cáncer sí que vende: “Chantal Smithuis está desahuciada. Morirá víctima del cáncer de mama. Quiere dar voz a todas aquellas mujeres que no sobreviven. Y contarnos que, para su propia sorpresa, es más feliz que nunca”.
Miro a la chica enferma que está tumbada en la cama, drogada con morfina. Qué felicidad.
Se dirige a mí con un susurro ronco y pausado:
—Es el principio del fin.
Me quedo callada, sin palabras. Ellen sale a tomar el aire. La habitación huele a caldo de pollo por una taza que está al lado de su cama. No puede controlarlo. Un ciclo en el que traga, se indigesta y vomita.
Cuando se abre la cortina aparece un rostro arrugado con gesto de preocupación. Es el neurólogo. Pone una mano en el hombro de Chantal. “Me temo que no son buenas noticias. La metástasis del tumor se ha extendido al cerebro”.
Aquí los médicos no se andan con vueltas. Miro a Chan, la más valiente de las dos. Está enojada.
—Treinta y cuatro —dice—. Tengo treinta y cuatro años.
Es la primera vez que la veo llorar.
—Tenemos que empezar con la radioterapia inmediatamente.
—¿Y luego qué? ¿Eso lo eliminará?
—Vale la pena intentarlo.
—¿Me quedaré calva otra vez?
—Sí.
—No puedo creer lo rápido que vuelve. Estaba pasándola tan bien estos últimos meses sin quimio y ahora, ¡pum!, lo tengo en la cabeza.
Le doy un beso y le digo que volveré pronto. Corro al tranvía, miro a través de la ventana y lloro, lloro, lloro.
Fue nuestro cáncer lo que nos unió y nos mantuvo juntas hasta el final. Admiraba mucho su valentía para enfrentarlo.
Legado vivo
Chantal murió en 2007. Fue nuestro cáncer lo que nos unió y nos mantuvo juntas hasta el final. Admiraba mucho su valentía a la hora de enfrentarse a la muerte.
Hasta el último día, Chantal rebosó de alegría por vivir y ese increíble sentido del humor que la caracterizaba. Me sorprendía en cada visita. Me preguntaba qué había estado haciendo, y ella bromeaba con que acababa de volver de correr por la ribera o de repente se ponía a cantar esas tontas canciones de pop holandés.
Incluso cuando estaba completamente paralizada, siempre estaba deseando que llegara la hora del baño, que las enfermeras llenaban de pétalos de rosa y aceites aromáticos. Detestaba tener que verla morir; detestaba el hecho de tener una segunda oportunidad cuando ella no la tenía.
Hoy, tengo 34 años, gozo de buena salud y ya no me da miedo que el cáncer vuelva. Todo esto me ha permitido volver a contemplar la experiencia que viví. El cáncer no es algo por lo que se deba estar agradecido. Jamás. Pero nunca me he reído tan sinceramente como cuando tenía cáncer y conocí a Chantal, ni como cuando más tarde me senté a su lado mientras moría. Era el tipo de risa que te hace llorar y sentirte vivo.
Mi enfermedad me enseñó a gozar de la alegría y la risa. Aún tengo días en los que me cuesta vivir. Y en esos días difíciles, me anima pensar en Chantal y en todos aquellos que fueron menos afortunados que yo. Aún me consuelan, tanto como me consolaban cuando estaban vivos.
Cuando pienso en lo que he vivido, lo que más me impacta es que mi experiencia no trata tanto del cáncer como de la vida. Vivir y amar siempre van de la mano. Basta cambiar una letra de la palabra “live” [vivir], para que se convierta en “love” [amor]. Si hay algún mensaje que me gustaría transmitir, es este.
Sophie vive en Nueva York. Su novela, The Possibility of You, será publicada en 2017 por la editorial Prometheus.
DE MEISJE MET NEGEN PRUIKEN (LA CHICA DE LAS NUEVE PELUCAS), COPYRIGHT © 2006 POR SOPHIE VAN DER STAP, PUBLICADO POR UITGEVERIJ PROMETHEUS, REIMPRESO CON PERMISO DE PROMETHEUS, WWW.UITGEVERIJPROMETHEUS.NL