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Nunca es tarde para aprender algo nuevo

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Una vida de inmersión: arriesgarse a querer conocer algo nuevo es lo que la embarcó en una aventura hasta Japón.

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Siempre me encantó Japón: la lengua, la cultura, la gastronomía y los paisajes. Comencé a aprender japonés cuando tenía veintipico de años, pero con el nacimiento de mis mellizos varones, tuve que interrumpir mis estudios. 

Veinte años después, se reavivó mi amor por tomar clases vespertinas. Durante cuatro años, asistí a clases dos veces por semana, pero mis progresos eran lentos.

Por eso, en enero de 2006, a los 48 años, me inscribí en un curso de inmersión de japonés, que duraba dos semanas y se desarrollaba en Tokio. Nunca había viajado sola, y menos a Japón… ¿en qué estaba pensando? Esperaba que, por medio de la inmersión en la cultura y el contacto con la lengua, se acelerara mi progreso.

Al llegar al aeropuerto de Narita, estaba nerviosa, pero ansiosa por empezar. Mientras esperaba a que me buscaran, pasé mucho tiempo en los baños del aeropuerto, tratando de descifrar palabras en japonés con mi diccionario electrónico. En ese momento, tuve mi primera experiencia cultural: el misterioso bidé, una experiencia de última tecnología, con funciones como música y secador de aire caliente.

Volver a ser estudiante era raro. En las dos semanas que siguieron, me volví un objeto curioso. Era la estudiante más grande de la historia de la escuela, mayor que los maestros y el director. Era incómodo, pero eso no me detendría: yo estaba ahí con un objetivo.

Muchos de los estudiantes y el personal quería saber por qué una persona madura, sola, que era odontóloga en Singapur, querría volver a las aulas. Revelé mis motivos y agregué que también quería superar la discriminación por la edad. Ignoré los comentarios sarcásticos.

Pronto, se corrió el rumor de que había una obasan (tía) entre nosotros. En Asia, el término tía se utiliza para dirigirse a una mujer mayor, no necesariamente a un pariente. No siempre es un término agradable. Cuando una estudiante de otra clase se me acercó y me preguntó en japonés “¿Sabe que hay una tía entre nosotros?”, yo me mantuve tranquila y le respondí, impasible: “Sono kata wa watashidesu”, lo que significa “Yo soy esa persona”. Sorprendida, se excusó y se fue enseguida. Aparentemente, yo no parecía una obasan, con su característica silueta rechoncha, movimientos lentos y edad avanzada. Lo tomé como un cumplido y una señal de respeto.

Estudiar fue como una bocanada de aire fresco. Me encantaba el sistema. Las clases eran de 9 a 13 y aprendíamos de memoria, con exámenes diarios antes de pasar a la siguiente lección. Mis compañeros de clase eran muy agradables y nos llevábamos bien. La inocencia, impulsividad y capacidad de asombro de ellos me recordaban cómo era yo a su edad.

Una vez que terminaban las clases, comenzaban las experiencias culturales. Una tarde, la dedicamos a los kimonos, y comprendimos en forma práctica la complejidad de dicha vestimenta. Nos llevó 20 minutos ponernos el kimono y atar el hermoso obi (lazo).

Otro día, aprendimos sobre el tradicional arte de preparar té verde de matcha. Este hermoso ritual refleja los principios de armonía, respeto, pureza y tranquilidad. Se explicaron la historia y los beneficios, y participar de esa experiencia fue algo casi espiritual, ya que cada paso consistía en un gesto amable y significativo.

También tuvimos la posibilidad de aprender la milenaria técnica de tintura en color índigo llamada aizome. Vimos al maestro realizar una tintura natural que, a la vez, es un repelente de insectos, y luego produjimos nuestros propios diseños al sumergir trozos de tela lisa doblados en la tintura.

El décimo día, tuve una divertida experiencia en una onsen (fuente termal). Para entrar, es obligatorio estar desnudo, y la persona de la escuela que nos acompañaba insistió en que lo probara. Entonces, fui con mi compañera, que, a diferencia de mí, estaba acostumbrada a las aguas termales y no tenía inconvenientes en desvestirse. Nunca en mi vida me llevó tanto tiempo desvestirme. Luego de casi media hora, tenía la ropa guardada en un casillero y estaba envuelta en una toalla, lista. Sin embargo, en la entrada, me detuvo la encargada, con quien comencé un juego de tira y afloja con la toalla. 

“¡Roka! ¡Roka!”, exclamó para indicar que la toalla debía quedar en el casillero. Me arrojó una toalla facial en el pecho. Para evitar una escena, tiré la toalla, por así decirlo, en el casillero.

Me cubrí lo mejor que pude con la toalla facial. Cuando entré, vi a las personas del lugar, jóvenes y mayores, caminando. Estaban erguidas, con la toalla facial en la cabeza. Las miradas reprobatorias en dirección a mí eran evidentes, por lo que renuncié a la toalla facial y me enamoré del onsen.

Otra experiencia inolvidable fue la visita a la casa del señor y la señora Naru, que recibían a estudiantes extranjeros. Para prepararnos, a mi compañera y a mí, nos enseñaron el protocolo de los saludos formales y el comportamiento. Con los saludos grabados en la memoria y un regalo en la mano, estábamos listas para conocer a nuestros anfitriones. La costumbre es llamar a la puerta y gritar “Gomen Kudasai”, que significa “perdón por entrometernos”. Cuando nos recibieron, hicimos una reverencia como nos habían enseñado y nos presentamos. Nos quitamos los zapatos y nos pusimos las pantuflas que nos ofrecieron. En este momento, les presentamos nuestro regalo.

Aprender una lengua extranjera tiene sorprendentes beneficios, y la inmersión cultural aceleró aún más el aprendizaje. Ahora, viajo a Japón dos veces por año. Es como mi segundo hogar. Visito lugares que solo las personas locales conocen y disfruto cosas que los turistas se pierden. Pido correctamente la comida de los menús y nunca me perdí, ni siquiera en los lugares más remotos. Además, me desvisto como una campeona en las aguas termales. 

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