Un regalo que tardó más de la cuenta…
Sorpresa navideña: el regalo misterioso de papá
Mi padre se parecía a una tarta de frutas. Un año, hasta me envió una. Pero nunca llegó.
Hace muchos años, mi padre decidió enviarme una tarta de frutas por correo para Navidad. Aunque yo tenía un buen trabajo y mi propio departamento en Manhattan, él siempre temía que mi heladera pudiera estar algo desprovista. Me había mudado hacía poco tiempo de California, donde mis padres aún vivían en su chalet de 50 años, la misma casa en la que me había criado.
Él quería mandarme una marca específica de tarta de frutas, un producto de Texas, popular entre los amantes de estas preparaciones.
“Me recuerda a la que hacía mi madre”, me dijo durante una llamada telefónica. “La de ella era realmente húmeda y estaba repleta de pasas”.
Tiempo después comprendí que la versión de mi abuela, que nunca probé, era una torta de la Depresión, preparada sin leche, azúcar, manteca ni huevos, insumos escasos cuando mi padre era niño.
Había nacido en 1932 y crecido durante la Gran Depresión en la Península Superior de Michigan. Casi todas las Navidades recibía dos regalos: un par de medias tejidas a mano y una pequeña bolsa de naranjas.
“Mi madre tejía las medias”, recordaba. “Y esas naranjas eran tan ricas”.
Encargar aquella tarta de frutas era su manera de cuidarme a la distancia, en una era que, en su mente, podía en cualquier momento volverse económicamente muy traicionera. Si bien yo ya era un hombre de mediana edad, aún así era su hijo.
“Debería llegar la primera semana de diciembre”, dijo. “Apenas la recibas, cuéntame qué te parece”.
Yo viajaría a California para Navidad, y esperaba su regalo para probar aquellos sabores que trasportaban a mi padre a su niñez.
La primera semana de diciembre transcurrió sin señal alguna de su tarta. Demoras del correo por la época, supuse, o desborde de pedidos.
Sabía que habría mucha comida en California. Además de las galletitas, los dulces y otras delicias de mi madre, mi padre siempre nos daba a mi hermana y a mí una bolsa grande con productos a los que llamaba, sin muchas vueltas, la “Bolsa de productos”. Sacaba estas sorpresas de algún escondite recién después de que todos los demás regalos se hubieran abierto. Un año, anoté el contenido de mi Bolsa de productos en un cuaderno. Supongo que necesitaba guardarme un registro, para cuando llegara el día en que ya no recibiera mi Bolsa para Navidad. Ese año, contenía una exclusiva lata de frutos secos, una caja de galletitas saladas, una barra de chocolate belga, un fiambre de pavo ahumado, un paquete de pistachos rojos, variedades de té negro y otros artículos, entre ellos, un dispenser de gomitas con forma de reno que al apretarlo hacía popó en forma de golosina.
Yo tenía 44 años cuando mi padre me regaló aquella Bolsa de productos y él tenía 72. Las bolsas tenían una insólita pero innegable semejanza con las tartas de frutas, ya que incluían un poco de esto y otro poco de aquello y, en conjunto, producían resultados inesperados. Estaban tan repletas que tenía que reacomodar la mayor parte de la comida en una caja y mandarla a casa por correo. Un año, seleccioné algunos de los productos más saludables, como sardinas, tostadas de centeno y damascos desecados, y yendo al aeropuerto hice una entrega especial por mi propia cuenta a una iglesia.
Tradición navideña: frutas confitadas
La tarta de frutas es un concepto que genera polarización. Genera amor y odio, y a todos les gusta embarcarse en debates sobre si es un tipo de torta o si se trata de otra categoría. En algunos aspectos, la personalidad de mi padre se asemejaba a una tarta de frutas: extravagante y un poco chiflado, con una base tierna y dulce.
Cuándo éramos niños e íbamos al centro comercial, le gustaba probar los perfumes de mujer. Eso era antes de que fueran comunes los stands promocionales de colonias para hombre. Una vez que se volvieron populares, mi padre se transformaba en un ramo pansexual de fragancias exóticas. Durante el viaje de regreso a casa, mi madre solía decirle: “¡Apestas! ¿Qué te pusiste esta vez?”.
Cuando trabajaba como carnicero, sus compañeros lo llamaban el Loco Charlie y era famoso por las bromas que hacía. Pero también daba recomendaciones a los clientes que no sabían cómo asar cordero o preparar rellenos. Cuando llegaba a casa, dejaba barras de caramelo debajo de nuestras almohadas en caso de que nos despertáramos con ganas de comer algo.
Mi padre creía que todos siempre tenían hambre y necesitaban comer. Cuando lo visitábamos en el hospital durante una operación del corazón, nos preguntaba si habíamos comido y nunca se olvidaba de avisarnos cuando la cafetería estaba por cerrar en caso de que necesitáramos algo.
“Al menos tómense un café”, decía. “No se preocupen por mí”.
Una tarta de frutas, en su mente, era un regalo de Navidad perfecto. Aquel revoltijo culinario de frutas brillantes connotaba una extravagancia que impedía apreciar su verdadera practicidad: la tarta de frutas, además de llenar panzas, tiene una muy extensa vida útil. En 2017, encontraron en “excelentes condiciones” una tarta de frutas que se cree fue parte de la expedición a la Antártida de Robert Scott más de cien años atrás.
Celebrar como un hombre
El tío Ed era un tipo duro y de pocas palabras. Pero aquella Nochebuena, fue diferente.
Esperé demasiado para agradecerle al tío Ed por aquella Nochebuena, pero supongo que ni él ni yo fuimos nunca el tipo de hombres que escribían, ni leían, notas de agradecimiento. Aún en la época de Navidad, cuando es más sencillo tolerar cierto grado de frivolidad, es poco probable que los hombres de cierta época tengan algún tipo de contacto con una tarjeta de agradecimiento. Simplemente preferimos salir a cantar villancicos con un suéter colorido.
Aún así, algunas navidades las recordamos mejor que otras. Algunas se encienden y se apagan en nuestra memoria, como una vieja guía de luces.
Para mí, siempre será 1969 el año que vuelve a encenderse en mi mente cuando se acerca esta época. Fue allí cuando leí por primera vez «Cuento de Navidad», de Charles Dickens, y vi cómo la historia cobraba vida, de algún modo, en las montañas cubiertas de niebla del noreste de Alabama.
Toda mi vida había amado la Navidad. Cuando era niño, me encantaba ir al almacén, donde las pilas de pavos congelados y jamones ahumados esperaban amontonados como balas de cañón. Había allí una hermosa fuerza que mantenía la tradición navideña y reflejaba (aún hoy) el espíritu de su gente. Los árboles eran reales y provenían de esas montañas; generalmente cedros y pinos robustos. Los adornos se elaboraban en su mayoría a mano y casi siempre con papel de aluminio usado (dos veces). La estrella que coronaba un árbol en diciembre probablemente era lo que había quedado del envoltorio de un sándwich de tomate del verano anterior.
Esa era mi Navidad. Era simple, nada sofisticada, pero había siempre en todo aquello una maravillosa calidez. La esposa del tío Ed, mi tía Juanita, colmaba la casa entera con el aroma de sus galletas de manteca de maní. Hasta los postres eran contundentes: mi madre horneaba tartas de nuez de pecán que eran tan densas que no pedías una porción sino un bloque. Los platos descartables sucumbían por el peso. Mi tía Joe preparaba un aderezo para el pan de maíz que se podía comer con tenedor, como si fuera una torta.
Pero hasta esta recia Navidad resultaba demasiado delicada para el tío Ed, el hombre más trabajador que jamás haya conocido. Él pensaba que no correspondía tomarse tiempo libre en medio de la semana, tiempo que uno podía pasar con la motosierra o del otro extremo de una pala.
Y para él, el día de Nochebuena era un día de trabajo como cualquier otro. Yo tenía diez años esa Navidad. Estaba dando vueltas, merodeando alrededor de los regalos envueltos debajo del árbol mientras intentaba, con mis ojos de rayos X, espiar debajo del envoltorio de un regalo que se veía sospechosamente similar un G. I. Joe, cuando él me preguntó si quería acompañarlo a Gadsden a ver un volquete usado.
En cualquier otro momento, me hubiera llevado puesto todos los muebles tratando de salir de casa para subir a su camioneta. Pero era el día previo a Navidad, apenas faltaban unas horas para que toda la familia se reuniera aquí para compartir un gran festín. Ese año habría un ciervo asado e intercambio de regalos. Alguien tal vez traería una guitarra y hasta se animaría a cantar. Mientras tanto, habría galletitas y tal vez chocolate para robar, tías para irritar y repeticiones en blanco y negro para volver a ver en la televisión. Luego, a las cinco de la tarde, el hombre del clima nos mostraría con precisión en su radar la ubicación de Papá Noel en relación con el Condado de Calhoun, Alabama. Creíamos en cada partícula de todo aquello.
Me perdería todo si iba con él, tal vez toda la Navidad. Una vez que comenzaba una tarea se dedicaría de lleno a ello hasta terminarlo. Seguro que podía esperar.
“¿Quieres ir o no?”, me preguntó.
No me animé. “Creo que sí”, dije.
Era uno de esos días de invierno intenso en el sur y ya temprano a la tarde estaba todo casi negro con una niebla espesa. Las nubes bajas eran de un gris frío. Parecía que la calefacción de aquel viejo GMC nunca llegaría a calentar el ambiente, y recién a mitad de camino hacia Gadsden mis pies comenzaron a descongelarse. Partes de la ciudad, un pueblo industrial sobre el Río Coosa River, se veían muy iluminadas y repletas de personas que hacían compras en el centro. Pero nos alejamos de las luces y nos dirigimos a los cementerios de maquinarias antiguas. Encontramos, con profunda consternación de mi parte, una inmensa cantidad de camiones usados.
Luego, como por un milagro de Navidad, el tío Ed miró su reloj y dijo que teníamos cosas más importantes que hacer. La búsqueda de aquel camión era tan solo una excusa. Fuimos a celebrar la Navidad como hombres.
Primero, visitamos la panadería y llenamos el camión de tartas de frutas, rollos de canela y donas. Luego, aún con azúcar impalpable en los labios, doblamos en la calle Broad Street y paseamos por el corazón de la ciudad en su día más festivo. Todo colmado de hermosas decoraciones. Las vidrieras se veían iluminadas y repletas de compradores rezagados en busca de obsequios.
Luego doblamos en dirección sur hacia la cadena de comida rápida Big Chief Drive-In, donde vendían unas de las hamburguesas más deliciosas del noreste de Alabama. Compramos dos hamburguesas con queso cada uno y una pila de papas fritas que quemaban mis dedos. Comimos en la camioneta y disfrutamos cada bocado mientras escuchábamos la radio. No recuerdo que hayamos hablado de algo en particular, solo escuchamos la radio. Luego miró su reloj nuevamente y dijo: “Las mujeres se molestarán mucho si no volvemos a casa”. Pero también nos tomamos nuestro tiempo para volver; optamos por el camino más largo para poder disfrutar de las decoraciones navideñas. Y antes de que los festejos de Nochebuena hubieran comenzado allí en la calle Roy Webb Road, nosotros ya habíamos celebrado por todo Gadsden, Alabama. Fue una de las mejores navidades que tuve en mucho tiempo.
Debería habérselo dicho cuando aún vivía, pero las cosas se ponen raras cuando pasa el tiempo. Entonces, aunque ya es demasiado tarde ahora, quiero agradecerle por aquel día, por haberme dejado acompañarlo.
“Y siempre se dijo de él que sabía mantener el espíritu de la Navidad como nadie…”
Algunos podrán escuchar esas palabras de Dickens y pensar en la buena literatura. Pero yo veo al tío Ed en el reflejo de una radio AM, en el aroma a papas fritas y cigarrillos Winston y escucho el tictac de un viejo reloj que, de la manera más hermosa, no significaba nada aquel día.
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