Un relato en primera persona tan estremecedor como lleno de esperanza. Un joven escritor y director de cine recibe un diagnóstico devastador y nos cuenta, de esta manera, el avance de la enfermedad y su deseo de vivir.
Voy manejando inmerso en el paisaje inglés, por una ruta estrecha que conduce hasta un gran roble. Recibo un mensaje justo antes de llegar al roble. Es mi productora y está emocionada. Acaba de recibir un llamado del Festival de Cine de Sundance, en Utah, Estados Unidos, diciendo que les gustaría proyectar nuestra película “The Sound of People”.
Siento algo en mi interior. Habla a toda velocidad, intercambiamos palabras de alegría y nos saludamos. Estoy manejando por un camino rural y me siento transformado.
He estado en otros festivales de cine. Fui a la facultad de cine en la Universidad de Dublín y me invitaron de la Escuela de Cine NYU de Nueva York. Pero Sundance es un gran salto. Significa mucho para mí. Está auspiciado por el actor y director Robert Redford.
No lo sé. Pero me he preguntado muchas veces si ése fue el momento en el que se despertó en mí la enfermedad de la neurona motora (ENM), conocida también como esclerosis lateral amiotrófica (ELA), ya que había estado conteniendo la respiración durante años, de repente la dejé ir, y algo habrá cedido en ese instante.
Voy caminando por Dublín desde Rialto a Stephen’s Green. Me había quedado en la casa de un amigo la noche anterior. Dormí en el suelo. Ahora oigo un sonido similar a un golpe. Parece mi pie sobre el pavimento. Es algo raro, como si el pie se hubiera ido a dormir y estuviera rengo. Pasa. Inmediatamente lo relaciono con los zapatos que llevo, sin ningún soporte. Me pregunto si me dañé el pie el año pasado cuando escalé una montaña.
Me dirijo a una tienda de Grafton Street, subo a la sección de calzado y empiezo a probarme un par de zapatillas para correr, decidido a dar apoyo a mi pie. Le pido ayuda al empleado de una tienda especializada en montañismo. Convencido de que entenderá lo que me ocurre, empiezo a explicarle cómo subí al Himalaya un año atrás con los horribles zapatos sin soporte que llevaba y lo que me está pasando en los pies para que me diga si ha visto algo así antes. Me mira. Su preocupación choca con mi inocencia. “No, nunca he visto nada así”, dice. Me mira con preocupación, lo que me genera un nudo en el estómago. El primer diagnóstico me lo da un empleado de zapatería.
Mi mujer y yo nos compramos una casita de campo de doscientos años y me paso los días pintándola. Vivimos con los padres de Ruth mientras la acondicionamos. No hay mejor modo de conocer una casa. A gatas en cada esquina de cada habitación, la casa revela su esencia.
Nuestra casita está en el límite entre Louth y Monaghan. Tenemos casi media hectárea y la pradera se extiende en todas direcciones hasta el horizonte. Tenemos ocho manzanos y un huerto descuidado.
Estoy de pie en el fresco interior del garaje. Fue lo que me trajo aquí. Tiene las paredes de hormigón desnudas, una ventana que da al jardín; es el lugar perfecto para un estudio. Estoy pintando el techo del baño. Siento los brazos flojos, me cuesta mantenerlos en alto. Pasa. Estoy de pie en el dormitorio. He terminado de pintar la casa. No se oye ningún ruido, solo el viento. El campo se extiende hasta el cielo abierto. Ya nos mudamos y le ponemos de nombre North Cottage.
Viajamos ocho horas para cruzar el Atlántico y luego cinco más hasta Salt Lake City. Estoy nervioso. Noche en Sundance. Nieva y la altitud acorta nuestra helada respiración. Sundance es un festival para personas que aman el cine. Veo películas que me dejan sin habla y me conquistan. Los dramas y documentales me han conmovido y me han hecho reflexionar, y como estoy aquí con mi película, la pregunta obligada es si mi cortometraje conmoverá a alguien de ese modo.
Estoy invitado a la casa de montaña de Robert Redford. Viajamos en ómnibus, todos los directores del festival. Robert Redford sale a recibirnos y nos habla del festival, de lo que significa para él, de la importancia que tienen el cine y la dirección en su vida. Después, me reúno con él y hablamos de Dublín, más tarde hago lo mismo con Quentin Tarantino al que le doy una copia de mi película.
Tras la proyección de mi film voy calle arriba por la nieve. Me siento como un verdadero director por primera vez desde que el cine se convirtió en mi sueño más codiciado. Quiero comprar un regalo para mi casa y me dirijo a las tiendas que hay al final del pueblo. Me paro en la vereda y llamo a lo de mis padres. Contesta mi madre y oigo su voz mientras veo pasar los autos lentamente por la calle cubierta de nieve. Le digo que me duele un pie, que le pasa algo a mi pie. Pero hablamos de ello con tranquilidad, no estamos preocupados ninguno de los dos.
Ruth y yo tenemos dos hijos, Jack y Raife. Cuando vuelvo de Sundance, Ruth tiene un aborto. Nos quedamos devastados. El día después del aborto voy desde North Cottage a Dublín para hacerme una prueba llamada EMG (electromiograma). El problema del pie sigue dando vueltas en mi cabeza, así que visito al neurólogo para que me haga más pruebas. Sentimos mucha presión, preocupación, estrés.
Estoy enfadado por el dolor que le ha provocado a Ruth el aborto. Creo que nunca he estado tan enojado pero sin embargo me siento indiferente. Y entonces digo algo. Digo, espero que duela. Espero que esta prueba que estoy a punto de hacerme me duela. Porque quiero que me duela. Por Ruth, por mí, por la pérdida que hemos sufrido.
Fue un error.
La prueba resultó ser lo más doloroso que he experimentado en mi vida. El doctor me clava unas agujas largas directamente en los nervios. Como cuando un dentista accidentalmente toca un nervio. Pero en esta ocasión es deliberado y no solo lo toca, sino que introduce la aguja hasta dentro del nervio. No hay forma de evitar el dolor de la prueba porque en sí es la esencia del dolor. Las agujas en las piernas y en los brazos. Y una vez dentro del nervio, me pide que mueva el miembro vinculado a ese nervio. Y entonces el dolor es tan grande que deseo desmayarme.
Me levanto de la mesa. La ropa se me ha pegado al cuerpo por el sudor.
Mi hermana pequeña se casa en marzo. Es un casamiento precioso. Llevo una tobillera bajo las medias para conseguir mantener el pie recto. Durante la celebración leo un texto que relata que mi película ha ganado un premio en el Festival de Cine de Belfast. Bailo por última vez.
Nos vamos de vacaciones con mis padres y la familia de mi hermana mayor. Nadie dice nada sobre mi pie pero todos saben que pasa algo. Es como un viaje deliberado a la inocencia. Es no querer saber; es un peso, un silencio entre Ruth y yo. No queremos saber.
Llueve. Tomo en brazos a Jack. Se aferra a mi cuerpo mientras la lluvia repiquetea en los árboles. La frágil frontera entre la fuerza y la debilidad, entre sujetar a Jack y dejarlo caer es amenazante. La noto. Por última vez. Y el tiempo se ralentiza. Corro en sandalias por el campo suave y lleno de hojas, centrando toda mi energía en no dejar que Jack se deslice de mis brazos. No hay nadie más alrededor. Confía en mí completamente. Corremos bajo los árboles. Nos vamos a casa.
Estoy en el consultorio. El doctor me habla. La habitación se queda sin luz. Y sin aire. Me siento, pero estoy muy lejos, en lo más profundo de mi interior, mirando a través de un túnel mientras pronuncia esas palabras. “De tres a cuatro años de vida.” ¿Habla de mi vida?
Salgo de la consulta y me encuentro con mi mujer en la sala de espera. El color abandona sus mejillas. Su padre está junto a ella. Entran en el consultorio y el médico les dice lo mismo que acababa de decirme a mí. No lo oigo. Ruth empieza a llorar. Pronto estamos en la calle, sin saber qué hacer. Nos vamos a almorzar.
Caminamos como supervivientes de un tremendo impacto. Como espíritus pálidos, demacrados. Llegamos al restaurante. Me detengo en la puerta y llamo a mis padres. Es el peor llamado de mi vida. Les cuento todo rápido. Mi voz delata el pánico que me invade.
Entramos en el restaurante, nos sentamos, sin saber qué hacer ni qué decir. Viene el mozo. Ruth empieza a llorar. Todo parece turbio. No puedo oír lo que dice el mozo. Ruth espera nuestro tercer hijo.
Más tarde, mis padres llegan a casa. Me miran como si estuviera loco y me doy cuenta, por primera vez, que ya nada es igual.
La muerte, sobre mis hombros. En mi cabeza. En la puerta de mi oficina. En cada mirada que intercambio con mi mujer. Mi nuevo compañero: el final de mi vida.
Vivimos en North Cottage, con nuestros dos hijos pequeños. Nos mudamos aquí para poder permitirnos la vida que queríamos llevar. Yo estaba trabajando en mis películas. Teníamos un plan. Éramos felices.
Pero eso era antes. Ahora es después. Siento la brecha, la falla que se ha abierto entre nuestro pasado y nuestro presente, y no hay vuelta atrás. La muerte está asentada en nuestro comedor. Estamos perdidos. Ruth y yo lloramos mucho, por la noche, en la cama.
Con mi familia estamos decididos a demostrar que se han confundido con el diagnóstico, o a encontrar un tratamiento. Tiramos de todos los hilos. Cualquier enfermedad que pueda parecerse, cualquier análisis de sangre alternativo, cualquier prueba experimental sirve para nuestro objetivo.
Ruth y yo vamos en auto hasta Letterkenny a ver a un curandero que ha encontrado mi madre. Hago reiki tres veces a la semana con un especialista en las afueras de Drogheda. Leo libros que hablan de cómo la enfermedad es una emoción reprimida y empiezo a ir al psiquiatra. Sondeo en cada rincón privado y embarazoso de mi mente con la esperanza de que me haga bien. Voy una vez por semana, pero el avance es lento. Demasiado lento. El resultado final es que, emocional y espiritualmente soy la persona más sana con ELA que uno se pueda encontrar. Pero eso no significa mejora alguna con respecto al avance de la enfermedad. Avanza, lo hace por sí misma y con su propio calendario.
Recibo la llamada. Manejo por la ciudad sin motivo aparente, en mitad de la noche. Estaciono en el Hospital Coombe. La distancia para cruzar hasta la entrada es mayor de lo que pensaba. Tengo que conseguirlo. Puedo hacerlo. Tengo que hacerlo. No puedo caerme. Si me caigo no seré capaz de recuperarme. Ruth está allí arriba.
Lo consigo. Avanzo por el pasillo hasta la habitación de Ruth. Respiro hondo e intento borrar el gesto trastornado de mi cara. Entro. Ruth sonríe a pesar de la falta de aliento provocada por las contracciones. Me acomodo en una silla junto a su cama, le tomo la mano, sonrío. Me siento como si hubiera escalado una montaña.
Nace Arden. Un niño perfecto y bonito. El niño de la guerra le llamamos Ruth y yo. Lo apoyo en el sofá y le doy la mamadera.
Voy con la silla de ruedas hasta el estudio, me deslizo en la silla de la oficina y me siento en la mesa de despacho bajo la ventana. Los niños están jugando en el jardín. Empiezo a escribir mi próxima película.
Pero la ELA no me deja descansar. Sigo perdiendo vida día a día. Cada vez que Ruth y yo tenemos un momento para respirar, la muerte implacable nos atiza de nuevo. Y la fatalidad. La sensación de que todos nuestros sueños ya han muerto. Lamento la pérdida de las piernas y todo lo que ello supone de pérdida en mi vida.
Cada vez estoy más débil. Ahora tengo una silla de ruedas eléctrica porque ya no tengo fuerza para empujar la silla manual. Corro por el jardín con los niños. Por la tarde veo películas en el estudio. Les transmito a mis hijos el amor por el cine, tal como hizo mi padre conmigo.
Por mucho que adoremos North Cottage, conforme avanza la ELA, se hace más difícil vivir aislado, así que hemos decidido mudarnos.
En septiembre me enfermo de neumonía, el primer síntoma de que la ELA está afectando a mis pulmones. La mayoría de los pacientes de ELA mueren a causa de un fallo respiratorio. Paso una semana en el hospital.
Vamos a vivir a casa de mis padres mientras buscamos dónde mudarnos. Vendemos North Cottage. Encontramos una casa en Greystones.
Mi respiración sigue empeorando. Mi voz se ha convertido en un susurro. Vuelvo a contraer neumonía e ingreso de nuevo en el hospital. Ruth duerme en el sofá de la habitación. Estoy aterrado. Apenas puedo respirar.
Empeoro. Me trasladan a la Unidad de Cuidados Intensivos. Siento mucho terror. Me estoy ahogando. Giro hacia Ruth, que empieza a bombearme el pecho para ayudarme a respirar. “No pares”, digo, con pánico en la voz. Nuestras miradas se encuentran.
Compartimos un momento de profundo miedo. “Ruth, ayudame”, digo mientras noto su impotencia total en la mirada. Sigue bombeándome el pecho. “Ayudame”, repito y las palabras languidecen.
Tengo un tubo en la nariz y otro que me recorre la garganta. Por el de la nariz me alimentan y por el de la garganta respiro. Los dos me impiden hablar. La ELA no me deja mover los brazos y las piernas. Me comunico por mensajes de texto.
Entra un hombre por la puerta, es el anestesista de la UCI. Me dice que no son partidarios de la ventilación invasiva para los pacientes de ELA. Que soy yo el que tengo que tomar la difícil decisión. Ruth y mi madre comienzan a llorar en una esquina de la habitación. Miro al anestesista pero no puedo responderle. La fuerza de mi vida es innegable. Quiero vivir.
No tengo miedo de enfrentarme a este hombre. Descubrimos que el seguro nos cubre la ventilación mecánica a domicilio.
Al día siguiente entra por la puerta un neurólogo. Me da el historial de la enfermedad de la neurona motora y después me pregunta por qué quiero que me ayuden con ventilación mecánica. “Lo único que vas a conseguir es empeorar”, afirma. Por el momento podrás usar las manos, pero la parálisis empeorará. ¿Por qué quieres ventilación asistida?
Para estas personas las preguntas son retóricas. Ellos han tomado una decisión sobre mi calidad de vida. Para ellos es inconcebible que yo quiera vivir. Pero para mí no. Tengo muchos motivos para hacerlo. Quiero vivir por mi mujer, por mis hijos. Por el amor de mis amigos y de mi familia y por la vida en general. La enfermedad de la neurona motora es asesina. Pero la vida también lo es. Todo el mundo muere. Pero solo porque vayas a morir en el futuro ¿quiere eso decir que deberías dejarte matar ahora?
En Irlanda, generalmente no se aplica ventilación asistida a los pacientes de ELA. Se los mantiene con las menores molestias posibles, atendidos y con cuidados paliativos hasta su muerte. Yo no hablo por los demás pacientes de ELA, solo hablo por mí. Quiero poder elegir. Vivir, sentir, ver y oír y amar a mi familia.
Después de cuatro meses en el hospital estoy listo para abandonarlo con ventilación asistida a domicilio. Soy uno de los primeros pacientes en Irlanda en marcharse a casa con ventilación asistida a domicilio con la financiación de la Seguridad Social. Un anestesista al que he llegado a conocer de cerca durante mi larga estancia aquí viene a la habitación a despedirse de mí. Se queda de pie, conteniendo la emoción, intentando claramente decirme algo que cobre algún sentido para mí. Es un momento emotivo, que rara vez se produce entre dos hombres. Cuando por fin logra hablar, me dice: “vete a casa y enséñale a tus hijos muchas cosas”.
Enseguida, el especialista que me había dicho que debería retirar la ventilación asistida, entra y me señala que he recorrido un largo camino, y que él ha aprendido muchas cosas conmigo.
No soy una tragedia. Ni quiero dar pena. Estoy lleno de esperanza. La esperanza que tengo no es encontrar una cura para la enfermedad, sino que es hallar una forma distinta de vida. A menudo pensamos que tenemos derecho a una larga y fructífera existencia, como en un anuncio de Coca-Cola. Pero la vida es un privilegio, no un derecho. Me siento privilegiado por estar vivo. Eso es esperanza.
Estoy en casa, en mi cama. Me recupero pero todo vuelve a cambiar una vez más. Se me debilitan las manos. Utilizo mi teléfono táctil como un mouse portátil y así puedo escribir. Hablo muy bajito pero todavía puedo hablar. Tengo ventilación asistida, con una pequeña cajita que genera mi respiración y que llena mis pulmones del aire que mis debilitados músculos no pueden proporcionarme.
Tengo una enfermera día y noche. Una extraña en casa. Pero ayuda, mientras mi mujer y mi familia luchan por sobrevivir. Ya no tengo que despertar a Ruth por las noches. Ruth empieza a dormir, sale de casa sin miedo. Vive.
He empezado a escribir de nuevo, porque mi cuerpo está cada vez más fuerte desde que he salido del hospital. Estoy trabajando en el guión de una película. Mi hermana viene a verme y hablamos de las escenas. Imprimo borradores y la pobre Ruth se sabe el guión de memoria.
Ya no puedo mover las manos. Mi voz se ha hecho ininteligible. Mis ojos siguen funcionando, al igual que algunos de mis músculos faciales. Utilizo los ojos con mi nuevo ordenador y con ello produzco una voz. Todavía puedo mover un pequeño músculo de la mano izquierda. Una pequeña sacudida. A Ruth y a los niños les gusta tomarme de la mano mientras la muevo, aunque sea tan someramente. Es una conexión física, aunque sea pequeña.
Han pasado cuatro años desde que me diagnosticaron ELA. En la ventilación asistida no figura un pronóstico para más de tres años. Yo ya llevo más de cuatro y he pasado a lo desconocido, justo donde quiero estar. Pero ahora cuento hacia adelante, no hacia atrás. Cuando oigo la edad de alguien, resto la mía de la suya. Sesenta y seis. Treinta años más que yo. Observo a la gente mayor con asombro. ¡Lo has conseguido!
Estoy sentado en un café. Tengo un tubo sobre el hombro para poder respirar. El sitio está lleno de gente sentada en grupos de dos o tres personas, hablando mientras almuerzan.
Ruth vuelve a la mesa, con el café. Está embarazada de nuestro cuarto hijo. Y del quinto. El amor de mi vida está embarazada. Estamos vivos.
Funciona mi aparato reproductor. Es así de simple. El día que me di cuenta de que la ELA no me afectaba al pene fue memorable. La ELA no me ha quitado ninguna sensación de mi cuerpo. Destruye mi capacidad de enviar mensajes a los músculos para que se muevan, pero como el pene no es un músculo, por suerte no lo afecta. Ruth y yo atesoramos la conexión física de siempre. Y hemos decidido, en privado, intentar tener otro hijo. La máxima expresión de estar vivo.
Vamos al Hospital Maternal Nacional para la primera ecografía. Frotan la panza de Ruth con el gel y el ultrasonido. “¿Saben que son gemelos?”, nos preguntan. Ruth y yo nos miramos boquiabiertos, incrédulos. “No, no lo sabíamos”, responde Ruth. “¿Les gustaría saber el sexo?” “Sí”. Creo que lo digo a través de mi computadora o quizás haya sido Ruth, o puede que tan solo lo haya pensado. Bueno, la gemela número uno es una niña.
Ruth está gloriosamente inmensa. Puede poner una taza de té sobre su enorme barriga sin que se caiga. Hace frío. Es Navidad. Salimos para la Misa de Navidad. Voy cubierto de arriba a abajo. Mientras nos movemos en la oscuridad, con el frío vigorizante entre las personas que van camino de la luz amarilla de la iglesia, me doy cuenta de que estoy lo más lejos del hospital que puedo estar. Lo he conseguido. Fuera.
He escrito una serie de poemas cortos para contar la historia de la natividad, intercalados con villancicos. Allí sentado, en el frío mármol, mientras los niños dan vida a los poemas, me siento verdaderamente feliz.
Esta vez es mi madre la que maneja. Como una auténtica loca. Voy camino al hospital. La cesárea de Ruth es a las 12. Son las 12 menos veinte. Me siento nervioso. He estado en esta situación antes pero no me acostumbro.
Nos están esperando y nos llevan arriba. El tiempo se ha detenido. Entro en la habitación. Ruth se encuentra en la mesa de operaciones. El equipo médico se ve más que alucinado, me acompañan dentro y me ayudan a colocarme en la mejor posición posible junto a Ruth. Empiezan. Mi mujer me toma de la mano. Sadie sale por los pies, gritando, azul. Después Hunter, con las nalgas bien altas en el aire, pero en silencio. Ruth y yo nos miramos. Lo tumban junto a Sadie y deja escapar un grito. Ruth y yo comenzamos a llorar.
Ahora tienen seis meses. Sadie y Hunter son dos bolas gorditas llenas de vida que se estiran para tocarme la cara con las manos. La ELA vuelve a la carga estos últimos meses, dejándome aterrorizado, ahogándome, sin aire. Al final no me queda otro remedio y tengo que ingresar en el hospital.
No sé cómo manejan los demás pacientes la ELA pero a veces me deja tan en las últimas que no sé cómo voy a continuar. Siento como si me estuvieran torturando, miles de pequeños pinchazos. Me vienen unas ansias tremendas de hacer cosas simples que no puedo hacer, como sentarme en el sofá con Jack, leerle un libro y rodearlo con mis brazos. Intento mantener la calma con algo que el dolor trata de romper. Y entonces uno de mis hijos se asoma por la puerta, me mira y dice: Hola Papi. Y recuerdo. Y escribo. Escribir es mi lucha.
Ruth y yo peleamos por esta vida nuestra. Nos preocupamos el uno por el otro, por nuestros hijos. Tenemos una vida muy diferente a la mayoría, y es solitaria. A menudo nos despertamos y pensamos: ¿Por qué nos ha pasado esto? ¿Por qué se han convertido nuestras vidas en esto? Y nos produce tristeza y nos acordamos de una vida diferente, más fácil, como un sueño recordado. Después esa sensación desaparece y volvemos sigilosamente al fluir del presente, donde están nuestros hijos. Me gusta estar vivo.
He perdido mucho. Y sin embargo, sigo aquí. Puedo permitir que esta vida me machaque, que me aplaste hasta la muerte. O puedo soportar el peso y vivir. Tuve que elegir. Podía llenar mis días de vacío o podía intentar seguir viviendo.
Termino el guión y empiezo a buscar un productor. Encuentro dos. Y nos ponemos a trabajar. La película, “Mi Nombre es Emily”, es una historia de redención de una chica de 16 años que se escapa de su hogar. Tengo un deseo simple y puro de hacer la película. No como una declaración, no para probar que puedo, no por ego. Sino por el amor al cine. Por el proceso en sí. Por el trabajo.
Una tarde Ruth y yo vamos al Festival de la Ópera de Wexford. Yo, vestido de esmoquin. Ruth luce un traje negro sencillo. Me llena ese orgullo familiar de llevarla a mi lado. Cuando intentamos entrar en el teatro, mi silla no gira. No puedo moverme un centímetro. Estoy atascado. Me resigno a irme a casa. Pero Ruth no se rinde.
Varios hombres salen del teatro para ofrecernos su ayuda. Ruth tira de una palanca bajo la silla y me dejo llevar hacia la rampa en la calle adoquinada. De repente, estoy en el Palacio de la Ópera que está abarrotado, en mi sitio; las puertas se han cerrado tras de mí. Vamos a encender la computadora pero alguien la dejó en su estuche, se sobrecalentó y está rota. No tengo voz. Ruth está entusiasmada con la loca carrera hasta aquí. Está emocionada, su expresión está viva. Me susurra al oído: “Simplemente tú y la música”. Me da un beso.
Se apagan las luces y la orquesta interpreta la introducción. Estoy a oscuras con todas esas personas; me siento tan vivo. Me siento parte de la humanidad, simplemente sentado entre el público, sin tecnología, sin nadie que me mire. El timbre de los instrumentos llena mis sentidos. En la oscuridad, tan solo estamos la música y yo.
Simon Fitzmaurice vive en Irlanda junto con su esposa, Ruth, y sus hijos. Su película, Mi nombre es Emily, protagonizada por Evanna Lynch, se estrenará este año.