Cuando más harta me sentía de encontrarme en aquel país, un acto de caridad transofrmó mi visión del mundo.
Cuando más harta me sentía de encontrarme en aquel país extraño, un acto de verdadera caridad transformó mi visión del mundo
Hace poco me puse a hacer una limpieza a fondo de mi casa y mis hijos se ofrecieron a ayudarme. Mientras uno de ellos hurgaba en cajas y bolsas, se encontró un pañuelo anudado en cuyo interior había una vieja moneda oscurecida por el tiempo.
—Mamá, ¿me la das? —me pregun-tó el varón—. ¿Puedo jugar con ella en mi caja registradora?
Al mirar la moneda me sentí transportada a otra época. La toqué con suavidad y respondí:
—Podrías jugar con todas tus monedas, pero no con ésta. Es especial. Nunca volveré a ver a la mujer que me la dio. Esta moneda vale mucho más de lo que uno pueda imaginar.
Mi hijo me miró con extrañeza, así que le conté la historia.
Era 1991, y yo había abandonado las comodidades de mi tierra natal, Australia, para pasar cinco meses en un país africano azotado por tormentas de arena y un calor abrasador: Níger. Muchas cosas me resultaban incómodas en aquel lugar, pero lo que más me fastidiaba eran el clima y los mendigos. Todo el día los chicos de la calle alargaban su mano hacia mí y gritaban “¡Cadeau!”, palabra que significa regalo en francés, la lengua oficial del país desde el período colonial.
Después de concluir mi período de servicio como enfermera en Níger, una amiga mía y yo nos trasladamos a la vecina Burkina Faso. “Todo es más verde allá”, nos aseguraron. “Hasta las gaseosas tienen mejor sabor”.
Cuando llegamos en taxi a nuestro lugar de destino, empezamos a bajar nuestras pertenencias. Yo llevaba una mochila grande y un maletín. Con este aferrado a las piernas, alargué la mano para alcanzar la mochila. Dos hombres que iban en moto salieron de la oscuridad, se nos acercaron lentamente y uno de ellos me robó el maletín. En cuestión de segundos desa-parecieron, como si la noche se los hubiera tragado.
Ese maletín contenía mi pasaporte, dinero, cheques de viajero, mi cámara, un boleto de avión y otros objetos valiosos para mí. Estaba metida en problemas, y el consulado australiano más cercano se hallaba en Etiopía.
En las semanas que siguieron vigilé con celo el resto de mis pertenencias y miré con desconfianza a todos los habitantes del lugar. Soporté interrogatorios de las autoridades con una frustración que apenas podía disimular. Lo único que quería era salir de aquel infierno. Luego, un día, mientras caminaba por las calles, me topé con una pordiosera que alargó su mano hacia mí y dijo:
—¡Cadeau, cadeau!
Aquello era el colmo. Ya estaba harta de ese país: de su pobreza y de su corrupción, de sus ladrones, del calor, del polvo y sus funcionarios ineptos. En tono seco, le respondí a la mujer en francés:
—No tengo cadeau. Me robaron todo mi dinero hace dos semanas y ahora no puedo salir de este país. No puedo darle nada.
La mujer sopesó mis palabras. De pronto, en su rostro arrugado se dibujó una sonrisa y metió la mano entre los pliegues de su vestido:
—Entonces yo te voy a dar a ti un cadeau —anunció, y me puso en la mano una mone-da vieja.
Miré la moneda con incredulidad. Era una cantidad insignificante de dinero, pero para esa mujer significaba privarse de una comida. Sentí mucha vergüenza ante aquel acto de caridad. La mujer me había dado un regalo como ninguno que yo hubiera dado jamás. A pesar de su pobreza, me dio algo invaluable.
Entonces pude ver la belleza de la gente de Burkina Faso y aprecié la callada dignidad de los pobres. Recibir aquel regalo incondicional hirió mi orgullo y me dio humildad. Espero conservar la moneda siempre. Con su pequeño regalo, aquella mujer cambió por completo mi percepción de las cosas.