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La madrastra y su nuevo hijo

1947
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En la víspera de convertirse en madrastra, una mujer se pregunta qué le dirá al niño a quien quiere como a un hijo.

Una tarde, unos meses antes de que Tom y yo nos casáramos, Max entró en el comedor mientras yo estaba revisando una caja de fotos antiguas. Él lanzaba una pelota continuamente y no me miraba; concentrado solo en su pelota. Muy pronto empezó a girar sobre sí mismo cada vez que la lanzaba y la tomaba detrás de su espalda. Rebotó la pelota contra la pared y luego contra el techo.

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—Buena jugada —le dije.

No hubo respuesta. Pared. Techo. Giro. Pared.

—¿Qué haces? —preguntó por fin.

—Estoy tratando de organizar algunas de mis fotos —respondí.

Durante los meses que llevaba viviendo con ellos, había aprendido que Max, de siete años, se acercaba a mí cuando quería. Si lo agobiaba o me movía demasiado rápido, lograba que se escondiera. Sin embargo, si era paciente, por lo general, terminábamos jugando, riéndonos y hasta acurrucándonos en el sofá con un libro o viendo la televisión.

—¿Quién es? —preguntó asomándose a hurtadillas sobre mi hombro.

—Mi madre, cuando era joven.

—¿Sobre qué está sentada?

—Una luna de papel. Solían tenerlas en las ferias para hacerse fotos.

—Qué tontería. Ni siquiera parece una luna de verdad.

—Después de la boda me imagino que se convertirá en tu abuela Silvia.

—Genial.

Pared. Techo. Pared. Pared. Giro. Tomó la pelota y después se puso junto a mí, inclinando su cuerpo cálido sobre mi brazo y presionó su dedo lleno de mugre sobre otra foto.

—¿Y ese quién va a ser para mí?

—Ese era mi abuelo, el que se murió hace unos meses.

Max se encogió de hombros y siguió lanzando la pelota, ahora alternando manos. Derecha. Izquierda.

—Yo ya tengo un abuelo —comentó, sin dejar de ser amable.

—Muchos niños tienen dos abuelos. Supongo que mi abuelo hubiera sido tu bisabuelo.

—Mmm… qué pena que se muriera. Me hubiera gustado tener uno.

La muerte siempre es un tema de doble filo, sobre todo para un niño que había perdido a su madre hacía solo dos años. Pasé las fotos de mis familiares muertos con rapidez.

Max puso los codos sobre la mesa, y colocó el mentón sobre las palmas giradas hacia arriba.

—¿Y estos? —preguntó, señalando una foto de mi hermana y su familia. Los conocía de toda su vida, como me conocía a mí, había jugado con mi sobrina y mi sobrino con frecuencia y había ido a fiestas de cumpleaños y comidas. Pero pude percibir que empezaba a darse cuenta del cambio que iba a llegar. La diferencia entre cómo me conocía antes, cuando era amiga de la familia, y cómo me iba a conocer en el futuro.

Di y Jim van a ser tu tía y tu tío. Megan y Matt van a ser tus primos.

—Lindo —dijo, mirándome de frente por primera vez desde que entró al cuarto. Sus ojos eran como estanques de chocolate, su pelo grueso, oscuro, un abrigo brillante y sedoso, que me invitaba a pasar mis dedos por encima.

—No tengo primos, ¿y ese quién es?

—Este es mi hermano John. Será otro tío.

Pasamos pilas de tías y tíos, primas y amistades.

—Vaya, tienes mucha gente —dijo Max suspirando.

—Supongo que sí.

Empezó a pasar el dedo por los montones, desordenando lo que había ordenado, pero mi tarea original ya no importaba. Al irnos acercando a la parte más baja del montón, empecé a sentir una calidez espesa como la miel. Tal vez mi familia iba a ser la dote que le daría a este niño que había perdido tanto.

—¡Guau! —exclamó, mientras se reía de mi foto de tercer grado en la que mi pelo estaba encrespado por la humedad.

En momentos así, Max no era más que un niño pequeño, lleno de energía, de risa fácil. Jugaba al Lego y veía las Tortugas Ninja. Lanzaba pelotas. En otras ocasiones, cuando estaba quieto y pensaba que nadie lo miraba, parecía que la atracción de la Tierra era un poco más fuerte donde él estaba parado, y tiraba de las comisuras de su boca hacia abajo, y hacía que sus ojos tuvieran más de los siete años que tenía.

Cuando iba a colocar las últimas fotos en la caja, Max volvió a apuntar sobre una cara.

—Y ella, ¿qué va a ser mío?

Debajo de su dedo vi mi cara. Mi corazón se dilató. El hijo del hombre a quien amaba se iba a convertir en mi hijo. Tendríamos tarjetas de Navidad y trabajos escolares pegados con imanes en la heladera. Yo haría las bolsas con dulces para sus fiestas de cumpleaños, sacaría fotos en sus graduaciones. Me estaba convirtiendo en madre, pero sin el privilegio de un vientre que va creciendo.

Debería haber sabido la respuesta a su sencilla pregunta. Debería haber sabido cómo decir exactamente lo correcto, sabio y mágico. Pero no supe.

—Bueno, ¿tú qué piensas?

Max encogió los hombros. Después desvió la mirada y supe que era yo quien tenía que resolver esto.

—Seré tu segunda madre —dije.

—Ah.

—Siento mucho que se haya muerto tu primera mamá. Me caía bien.

—¿Cómo tengo que llamarte? —preguntó.

Mi corazón latía con fuerza y sentí un vuelco en el estómago. Yo quería gritarle: mamá. Yo seré tu madre y tú serás mi hijo. Me resistí.

—Me puedes llamar mamá. También me puedes llamar Betsy, si prefieres. Lo que te parezca bien.

Se quedó parado un minuto y yo me quedé esperando, con la idea de que pronunciaría mi nuevo título.

—¿Qué hay de comer? —preguntó, mientras agarraba su pelota.

—Hamburguesas.

—Me gustan —contestó, mientras lanzaba su pelota y salía del cuarto.

Tom y yo nos casamos unos meses después. Después de un par de días Max intentó ponerme un nuevo título.

—¿Podemos ir al bowling? —me preguntaba y después pronunciaba la palabra mamá.

—¿Podemos ir de compras?

Y después, pronunciaba la palabra mamá. Esa palabra siempre era silenciosa. Parecía que la estaba probando para ver cómo se sentía en su boca.

—¿Qué estás haciendo, mamá?

—¿Puedo ver la televisión, mamá?

Me sentía mal al disfrutar cuando veía sus pequeños labios formar esas sílabas. Después de todo, este hijo era una herencia que no hubiera recibido si él y Tom no hubieran tenido una pérdida tan enorme. Me sentía pequeña… y más cuando una vez más Betsy era mi único título.

Semanas después, cuando volvíamos del colegio en el auto, Max sacó unas galletas de queso de su caja de merienda de las Tortugas Ninja. Se las iba comiendo y se chupaba el polvo amarillo de cada uno de sus dedos.

Concentrado en el fondo de la bolsa casi vacía, de repente dijo: 

—Me he dado cuenta de que no te llamo mamá.

¡Zas! ¿Quién me ha tirado esa piedra hacia el pecho?

Una última galleta con queso.

—Cuando digo Betsy, quiero decir mamá.

—Gracias, —le contesté— es lindo saberlo.

Se asomó por la ventana.

—Sabes, las mamás se mueren, así que es más seguro si solo eres Betsy.

Pudimos haber tenido una conversación muy larga sobre la muerte, o sobre cómo nada de lo que dijera me podía causar la muerte o pudo haber causado la muerte de su madre. Pero no era el momento adecuado.

Me limpié las lágrimas, no quería incomodarlo. Él ya tenía suficiente.

—Gracias, amigo. Aprecio que me lo digas.

Esos enormes ojos color chocolate se encontraron con los míos. Esperé.

—Oye, ¿Betsy?

—Sí, —respondí, encantada con el nuevo sonido que tenía mi antiguo nombre.

—¿Qué hay de comer? —preguntó. 

FILLING HER SHOES por BETSY GRAZIANI FASBINDER,
© 2017 por BETSY FASBINDER

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