Esta es la historia de una mujer valiente que lucha por el derecho de las mujeres de vivir en libertad.
Me llamo Manal al Sharif. Soy de Arabia Saudí. Quiero hablarles de dos capítulos de mi vida. El primero es la historia de mi generación, y comienza el año en que nací: 1979.
El 20 de noviembre de ese año se sitió La Meca, la ciudad más sagrada para los musulmanes. La capturó Yuhaimán al Otaibi, un rebelde islamista, con unos 400 seguidores. La ocupación duró dos semanas. Las autoridades saudíes tuvieron que recurrir a tropas fuertemente armadas para expulsar a los invasores y poner fin al sitio. Decapitaron en público a Yuhaimán y a sus hombres. Para los rebeldes, estos cambios iban en contra de sus creencias —contra el islam— y querían detenerlos a toda costa. Así el gobierno saudí, aunque había ejecutado a Yuhaimán, empezó a seguir su doctrina.
Para evitar más insurrecciones, los extremistas que había en el poder revocaron las libertades que se habían tolerado en años anteriores. Al igual que Yuhaimán, algunos gobernantes saudíes llevaban mucho tiempo molestos con la relajación gradual de las restricciones impuestas a las mujeres. Por eso se prohibió toda actividad que alentara el contacto entre hombres y mujeres, como la música y los cines, y la separación de los sexos se volvió ley en todas partes: sitios públicos, oficinas de gobierno, bancos, escuelas y hasta en nuestros propios hogares.
Pasaron los años 80, y la década que siguió trajo la Guerra de Afganistán y el histórico fin de la Unión Soviética. Mientras, los extremistas ganaban cada vez más poder en Arabia Saudí al promover sus ideas y obligar a todos a acatar sus reglas estrictas. Se repartían a manos llenas volantes, libros y casetes que llamaban a la yihad (guerra santa) en Afganistán e insistían en expulsar de la península arábiga a los no musulmanes. Entre quienes luchaban por la yihad había un hombre de 22 años llamado Osama bin Laden. Esos eran los héroes de nuestro tiempo.
Para los extremistas saudíes yo era awra, palabra que designa lo pecaminoso. Las mujeres no podíamos hacer deporte, asistir a la escuela de ingeniería, ni, por supuesto, conducir un vehículo. No teníamos voz, ni rostro, ni nombre. Nos habían robado la vida con una mentira. “Hacemos esto para protegerte de las miradas acechantes de los hombres”, nos decían. “Mereces que te traten como a una reina”.
El 6 de noviembre de 1990, 47 valerosas mujeres desafiaron públicamente la prohibición de manejar y salieron a hacerlo por las calles de Riad. Fueron detenidas, se les prohibió salir del país y las despidieron de sus empleos. Recuerdo haber escuchado la noticia cuando era niña. Se nos dijo entonces que esas mujeres eran malvadas. La televisión anunció que el ministro del Interior había advertido que las mujeres tenían prohibido manejar en el territorio nacional. Durante 22 años ni siquiera se nos permitió hablar sobre mujeres automovilistas, ya fuera en televisión, noticieros de radio, revistas o diarios. Así se creó un nuevo tabú. El primero nos prohibía hablar de Yuhaimán; el segundo, de las mujeres conductoras.
El cambio en mi vida se inició cuatro años después, en 2000. Ese año llegó Internet a Arabia Saudí. Era la primera vez que me conectaba en línea. Ahora, permítanme presentarles un retrato de la persona que era yo entonces: como extremista, me cubría el cuerpo desde la cabeza hasta los pies. Siempre había observado estrictamente esa costumbre. Me encantaba dibujar, pero un día que nos dijeron en la escuela que era pecado hacer representaciones de personas o animales, creí que debía obedecer. Cumpliendo mi obligación, reuní todas mis pinturas y dibujos y los prendí fuego. Entonces me di cuenta de que yo misma estaba en llamas por dentro. De la computadora había aprendido que aquello no era justo. Han de saber que Internet fue la primera puerta que permitió a la juventud árabe echar un vistazo al mundo exterior. Yo era joven y tenía sed de conocer otros pueblos y otras religiones. Entré en comunicación con personas que tenían distintos puntos de vista, y esas conversaciones no tardaron en hacer que me surgieran dudas. Me di cuenta de lo pequeño que era el mundo en el que había vivido hasta entonces, y me pareció todavía más pequeño una vez que salí de él. Poco a poco fui perdiendo la fobia a contaminar la pureza de mis creencias.
Otro momento importante para mí fue el 11 de septiembre de 2001, un día clave para mucha gente de mi generación. Los extremistas dijeron que el 9/11 había sido el castigo de Dios a los Estados Unidos por lo que este país nos había hecho durante años. Yo no sabía qué bando tomar. Me habían educado para odiar a todo el que no fuera musulmán o no practicara el islam como lo concebíamos nosotros, pero en el noticiero de esa noche vi saltar a un hombre desde una de las torres del World Trade Center. Se arrojó al vacío para escapar del fuego. Esa noche no pude dormir. La imagen me rondaba la cabeza y hacía sonar una alarma. Me decía que algo andaba mal. Ninguna religión puede ser tan sanguinaria, cruel y despiadada. Luego Al Qaeda reivindicó los ataques. Mis héroes no eran más que unos terroristas, ávidos de sangre. Fue el punto decisivo de mi vida.
Esto me lleva al segundo capítulo: la lucha por la libertad. La inspiración de este capítulo fue la Primavera Árabe. Una noche salí a las 9 de una consulta medica en la clínica y no pude conseguir que alguien me llevara en auto a casa. Un auto me siguió mientras caminaba, y los hombres que iban en él estuvieron a punto de secuestrarme. Al otro día me quejé a un compañero de trabajo de lo frustrante de que, a pesar de tener una licencia internacional para manejar debido a mis viajes al extranjero, no se me permitiera hacerlo en mi propio país por ser mujer. Él me respondió la cosa más simple:
—Pero si no hay ninguna ley que te lo impida.
Una fatwa es un decreto religioso, no una ley civil. Esa verdad fundamental fue la que inició todo. Era junio de 2011 y un grupo de mujeres, todas saudíes, decidimos comenzar un movimiento: Conduce tu Propia Vida. Iba a ser una campaña muy directa, que haría uso de las redes sociales y exhortaría a las mujeres a salir a la calle y conducir el 17 de junio. Invitaríamos a participar solo a las mujeres que tuvieran licencia internacional, pues no queríamos que hubiera accidentes. Ese día grabé un video de mí misma conduciendo. Usé mi rostro, mi voz y mi nombre verdaderos. Estaba decidida a hacerme escuchar. En otro tiempo me había avergonzado de ser quién era, una simple mujer, pero ya no. Subí el video a YouTube, y el primer día tuvo 700.000 vistas. A todas luces no estaba sola. El 17 de junio un centenar de mujeres valerosas salimos a manejar. Las calles de Riad estaban atestadas de patrulleros, y los vehículos de la policía religiosa se habían apostado en cada esquina. Pero no se detuvo a ninguna de las mujeres que participaron. Habíamos echado por tierra el tabú de no manejar.
Al día siguiente me detuvieron y me sentenciaron a nueve días de cárcel. Hubo manifestaciones en toda Arabia Saudí, y la gente se dividió en dos bandos: uno que exigía un juicio en mi contra para que me azotaran en algún sitio público. Proliferaron páginas en Facebook para denunciarme, clamando que los hombres azotarían a toda mujer que osara romper el tabú y conducir. Las mujeres respondieron que les arrojarían zapatos, una manera sutil de aplicar a alguien el apelativo insultante de “perro”. Por lo visto, se había desencadenado una guerra abierta entre los sexos.
No me di cuenta, hasta después de salir de la cárcel, de toda la gente a la que había esperanzado un simple acto que muchas mujeres realizan a diario. El apoyo que surgió en todo el mundo llevó a mi liberación. Sin embargo, no se trataba solo de conducir un auto, sino de llevar las riendas de nuestro destino. Ahora digo que puedo medir el impacto que tuvimos por la violencia de los ataques en nuestra contra. La explicación es muy simple: habíamos iniciado un movimiento a escala nacional. Lo llamamos la Primavera de la Mujer Saudí.
Creemos en la ciudadanía integral de las mujeres, porque un niño no puede ser libre si su madre no lo es, y un hombre no es libre si su mujer no lo es. Los padres no son libres si sus hijas no lo son. Una sociedad no es nada si sus mujeres no son nada. La libertad comienza desde dentro. Soy libre, pero debo admitir que cuando voy a casa, en Arabia Saudí, esto no es así para todo el mundo. La lucha apenas ha comenzado. No sé cuánto durará ni cómo terminará, pero sé bien que una tormenta empieza con una gota. Y con el tiempo brotan las flores.
Manal al Sharif vive en Dubai con su segundo esposo, un brasileño. Tiene derecho de ver al hijo que tuvo en su primer matrimonio, hoy de siete años, pero solo durante las visitas de fin de semana que hace a Arabia Saudí.