Cuando mi madre cumplió 75 años y le pregunté qué quería de regalo, su respuesta no pudo ser más sorprendente.
Mamá cumplió 75 años el otoño pasado. Una noche, pocos meses antes, le pregunté si quería algún obsequio en especial:
—Puede ser algo grande, un regalo que desees que te demos nosotros tres —le dije, sabiendo que mis hermanos y yo pagaríamos lo que fuera, si bien sospechábamos que sería un álbum de fotos de sus cumpleaños anteriores, unas sales de baño o una crema antiarrugas comprada con un cupón de descuento, o quizás algo exótico pero barato como el baño con cera que pidió en 2001 (para tener, dijo, “manos tersas, de colegiala”).
—Sé exactamente lo que quiero que me regalen, hijos —contestó, como si hubiera tenido todo pensado desde hacía un mes.
—¿En serio? —repuse, y en un instante pasé de estar completamente dispuesta a complacerla a sentirme un poco preocupada. ¿Y si lo que quería era un viaje a Hawai? ¿Remodelar el baño? ¿Un auto nuevo? ¿Y si preguntarle con tanta insistencia por su mayor anhelo nos ponía en un aprieto?
—Sí, muy en serio —respondió en el tono que usa cuando está definitivamente segura de algo (un estado bastante frecuente en ella).
Parecía como si estuviera esperando a que yo volviera a preguntar, así que eso hice. Entonces me dijo:
—Si vos o tus hermanos tienen algún problema que yo pueda ayudar a resolver, quisiera saberlo.
“Increíble. ¡Qué mujer!”, me dije. “Vive para servir. Ojalá tuviera yo un ápice de su generosidad a toda prueba.”
—Ay, mamá, me vas a hacer llorar —le dije, conmovida.
Levantó un dedo para indicar que todavía no había terminado.
—Y si vos o tus hermanos tienen algún problema y yo no puedo hacer absolutamente nada para arreglarlo, no quisiera ni enterarme.
“Asombroso. ¡Qué señora!”, pensé. “Ojalá tuviera yo tanta claridad y certeza sobre mis propias necesidades.”
—Sos increíble —le dije.
—Escuchá, Kelly —me atajó, como si los 13 años que yo misma llevo siendo madre no bastaran para comprender sus sentimientos y emociones—. He sido mamá desde 1964 y… bueno, quisiera dejar de preocuparme y dormir un poco.
“Ah, mamá, te entiendo”, pensé.
Mi promesa hoy es evitar hacer menciones delante tuyo o desahogarme sobre mis dolores de espalda, aparición de quistes, problemas de trabajo, dinero perdido en malas inversiones, cañerías rotas en la casa o fiestas a las que no invitaron a mis hijas. Me concentraré en contarte sobre los progresos de las niñas (a las que, ahora que lo pienso, les está yendo muy bien), acerca de tu yerno Edward y su nuevo proyecto (que es muy probable que funcione como él espera) y sobre mi salud, que en este momento (toco madera) está perfecta.
Nos llevaste en tus brazos mucho tiempo ya. En tu cumpleaños número 75 pasás a la categoría de Madre Emérita, una madre que se jubila con los más grandes honores. Quitate los anteojos, los zapatos apretados y el maldito sostén. Servite una copa de vino, apagá el teléfono y empezá a leer un libro. Y cuando te dé sueño, dejate llevar por él. Hiciste un gran trabajo, mamá. Nadie podría haber hecho más que vos.
Feliz cumpleaños.