Un grupo de vecinos logra mejorar la calidad de vida de su barrio.
Olvidado entre los límites de San Miguel y Hurlingham, en el conurbano de la provincia de Buenos Aires, el barrio San Blas ni siquiera figura en los mapas. ¿El lugar ideal? Por lo menos para Juan Manuel Casolati lo es. Un rincón con tantas carencias se convirtió en el epicentro de la revolución que logró una única fuerza: la del compromiso.
San Blas está situado en los fondos del barrio Obligado y su único lazo con el mundo es un puente que estuvo a punto de derrumbarse. Con la intervención de Juan Manuel, en febrero de 2008, la municipalidad de San Miguel entubó una parte del río Reconquista y recuperó el puente. Sin él, las ambulancias no llegaban al barrio San Blas, ni las autobombas, los patrulleros o los camiones de recolección de residuos. Ese fue el primer paso para poder aspirar a más.
La historia no es muy antigua pero el barrio tuvo tantas transformaciones que parece añosa. Casolati y el entonces fiscal Horacio Palazuelos eran parte de la comisión directiva de la Cruz Roja, en Don Torcuato, y abrieron, en 1997, el comedor Madre Teresa de Calcuta. En 2005, inauguraron otro comedor, Tamborcitos, a unas diez cuadras de San Blas. Una histórica caída de granizo destruyó todos los techos del barrio. En esa desgracia, Juan Manuel conoció a sus vecinos. Así se dio cuenta de que cada vez que llovía, eran los chicos de San Blas los que no podían llegar a Tamborcitos.
Juan Manuel sintió que no podía dejar que eso ocurriera. Había que involucrarse, avanzó y logró que otros muchos lo siguieran.
Una de las vecinas de San Blas, Teodolina Silva, prestó parte de su casa y así nació el merendero Retoños. Hoy, cada tarde, el lugar recibe a más 120 chicos que toman una merienda reforzada y cerca de 50 asisten, los domingos, a las clases de apoyo escolar.
Con el tiempo, la semilla de la participación empezó a crecer: los 1.500 vecinos comenzaron a participar en las discusiones de presupuesto del barrio y así lograron abrir una calle ancha. Hoy el barrio tiene una vereda. “Es lo que hace la diferencia entre ir o no ir a la escuela cuando llueve”, señala Juan Manuel.
Pero eso no es todo. En poco tiempo más, estarán más cerca de la realidad con la que las 300 familias del barrio soñaron: tener agua potable. Hoy, la mayoría paga 20 pesos por el fluctuante suministro que les lleva una manguera que serpentea las calles de tierra. Estudiantes y profesores de la Universidad Nacional de General Sarmiento verificarán si el agua es potable y la empresa Edenor proveerá electricidad para que funcione la bomba.
“Edenor está instalando dos transformadores y todo el cableado en baja tensión a un costo de medio millón de pesos, a cargo de la compañía”, cuenta Alberto Lippi, vocero de la empresa. Casolati se mostró agradecido por la participación de Edenor. “Es nuestra idea explorar con la empresa un proyecto de responsabilidad social empresaria”, adelantó. Con este fin, el funcionario judicial fue sumando empresas y personas que hicieron su aporte: Banco Piano, pi-zzería Los Inmortales, Buses Potosí, Maderas del Litoral, Mario Sábato (el hijo de Ernesto) y su mujer Elena, la periodista María Fernanda Villosio, entre muchos otros.
Hace dos años, Casolati le dio una forma legal al grupo de voluntarios. No necesitó pensar demasiado en un nombre para la fundación: “Comprometerse más”. Un año atrás ya habían comenzado a becar a cinco chicos del comedor. Hoy son 40. “Queríamos hacer una diferencia con el resto de los comedores, una estructura diferente que promueva la igualdad educativa”, asegura Casolati. Cada mamá recibe 100 pesos por mes, de los que debe rendir cuentas, y se compromete a trabajar en el merendero, a cambio. Hay más: un médico los visita cada quince días y una trabajadora social releva semana a semana las necesidades del lugar. “Queremos armar un banco de ropa a nivel nacional, con el mismo procedimiento que hoy funciona el Banco de Alimentos”, promete Casolati. Entre sus sueños también está fundar una plaza en un recodo del barrio. No lo dice pero su trabajo como voluntario es la contracara de su tarea como fiscal. Rescatar a más chicos de la miseria y la falta de oportunidades lo libera de tener que salvarlos de la cárcel. Su negativa a poner rejas y cerraduras es casi una deformación profesional. “Vivo recorriendo cárceles. Acá nadie le roba a nadie, no quiero rejas”, se espanta.
De algo está convencido: “La clave es la educación pero a ningún padre le podés decir eso cuando no puede comer y toma agua podrida”, comenta. La idea de la fundación es ambiciosa. Si bien hoy tienen mucho por hacer en San Blas, una vez que la maquinaria social pueda caminar por sí sola, quiere ir a otro barrio donde no haya organizaciones sociales y generar un espacio de pertenencia a partir de replicar el modelo que tienen.
“La replicabilidad es lo más importe —insiste Casolati—. Seguiremos apoyándolos pero queremos que al proyecto lo manejen directamente los vecinos de cada barrio. Que sientan que es un espacio colectivo: no es de nadie porque es de todos”.
Los chicos más grandes, los de 14 años, están pensando en qué trabajo solidario pueden hacer por su barrio y dos chicos que reciben beca organizaron una biblioteca en el merendero. “Nos pone orgullosos que Noelia, una de las primeras chicas en ser becada, esté estudiando psicología en la universidad y nos ayude profesionalmente”, afirma Casolati.
Está seguro de que para lograr una profunda —y duradera— transformación en el barrio no se pueden importar soluciones mágicas. “No se puede venir de afuera ni hacer que la gente salga del barrio. Hay que movilizarlos hacia adentro para que todos se sientan parte del cambio”.