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El hombre de los modales perfectos

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En esta nota, Paul Ford revela cómo ha llevado toda una vida siguiendo reglas de etiqueta en todos los ámbitos. Se muestra a sí mismo como el ejemplo vivo de que sus trucos de persona educada siempre dan buenos resultados.

La mayoría de la gente no nota que soy educado, y de eso se trata. No tengo pinta de serlo. Soy alto, desgarbado y necesito un corte de pelo. Nadie me asociaría con los buenos modales. Aun así, cada dos o tres años alguien se acerca y me dice: “Eres extraño, ¿sabes?, pero de verdad muy amable”. Me emociona que al final todos lo noten.

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Los cumplidos no siempre son sutiles. Hace dos años, al final de un arduo trabajo en la oficina, una colega me dijo: “Cuando empezamos a trabajar juntos pensé que eras un adulón terrible”. Frunció el ceño, y añadió: “Pero tu actitud realmente ayudó para hacer las cosas. Era pura estrategia”.

Mi compañera se sorprendió al comprobar el gran poder de la cortesía con el paso del tiempo. Sí, con el paso del tiempo; ésa es la clave. Solemos hacer gala momentánea de educación: Por favor; gracias; usted primero; me gusta su sombrero, señor, señora, etc. Todo bien, pero fugaz.

En mis años de secundario leí manuales de etiqueta; el de Emily Post y otros. Decían cosas sensatas sobre cómo escribir una nota de pésame y cosas ridículas sobre cómo comportarse en un barco. Nadie notó mi cortesía excepto un amigo. “¿Por qué eres tan educado siempre?”, me increpó. “Eres muy raro”. Lo tomé como un cumplido y decidí disimular aun más mi cortesía. La educación auténtica es invisible, pensé. Se adapta a las circunstancias.

Decí esto en una fiesta

Hay un truco de persona educada que nunca me ha fallado. Cuando estés en una fiesta y empieces a conversar con alguien, esperá a que te diga cómo se gana la vida. Una vez que te lo explique, exclamá: “¡Vaya, eso suena duro!” Casi todo el mundo cree que su trabajo es difícil. Una vez conocí en una fiesta a una bella mujer cuyo trabajo consistía en ayudar a las celebridades a usar joyas. Me di cuenta de que estaba decepcionada de que le presentaran a un grandulón —yo— de camisa arrugada sin marca, pero cuando le dije que su trabajo parecía difícil, se alegró y hablamos media hora sobre zafiros y Jessica Simpson. Sonriendo, al final me tomó de la mano y dijo: “¡Me caés bien!” Parecía muy aliviada de haberse desahogado.

No toques

Otra manera de ser cortés es no tocar a las personas, a menos que ellas te inviten a hacerlo. Como soy un hombre educado, la sola idea de tocar el cabello de alguien, por ejemplo, me produce escalofríos. ¿Cuándo sería apropiado? Solo si esa persona tuviera una enorme araña venenosa en el pelo, si yo estuviera haciendo un truco de magia, o después de seis o más años de matrimonio. Yo veo una barrera invisible de un metro alrededor de cada persona. Si una tiene un cabello suelto en su chaqueta, le pregunto si puedo quitárselo. Si contesta que no, es porque se lo quitará ella misma. Todo lo que ocurra dentro de esa barrera es de su exclusiva incumbencia.

Dales otra oportunidad

La educación deja puertas abiertas. He conocido personas a las que, de haberme dejado llevar por la primera impresión, no habría querido volver a ver nunca; sin embargo, muchas de ellas ahora son mis amigas íntimas. Una de ellas es mi esposa. En nuestra primera cita me contó con detalle cómo le habían extirpado un quiste que tenía en un ovario. Se trata de un tipo de quiste al que le salen vellos y dientes (no es una metáfora). Arruinó el romanticismo. La llevé a su casa, le dije que había pasado una velada estupenda y me fui a casa a ver quistes en internet.

Aunque hablamos poco después de eso, mantuve la cortesía. Al cabo de un año me topé con ella en el subte y la invité a tomar una cerveza. Me contó que había tenido un día muy malo en un año pésimo. La gente lucha en silencio contra todo tipo de cosas terribles. Sufre por ambición, por depresión, por abuso de sustancias adictivas, por desgracias familiares, por la formación académica que tuvo y por mil motivos más. Lo bueno de la cortesía es que uno puede tratar a todas las personas exactamente igual y ver qué pasa. No hay que expresar una opinión ni hacer juicios sobre ellas.

Hay otro aspecto de mi educación que no quisiera mencionar, pero lo haré: a menudo me embarga una sensación abrumadora de empatía. En verdad deseo saber qué se siente ayudar a las famosas a ponerse joyas. ¿Qué se siente tocar a esas mujeres? ¿Cuál tiene la piel más suave?

Éste no es un mundo donde uno pueda expresar espontáneamente amor por los demás, o halagarlos. He descubierto que la gente desconfía de la calidez ajena y espera escuchar el precio. Esto se comprende. Todos hemos sucumbido alguna vez al amor de alguien solo para descubrir que no podíamos pagarlo.

La semana pasada, al volver de un paseo por el parque, mi esposa me contó que Abraham, nuestro hijo de dos años, se había acercado a una mujer que usaba velo y le había preguntado su nombre. Ella se lo dijo. Entonces el niño extendió la mano y dijo: “¡Encantado de conocerte!” Todo el mundo rió, y él sonrió. Había compartido su más firme apretón de manos, tal como le enseñé.

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