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El duelo por India

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Lesley Buxton sobrevivió lo inimaginable: la muerte de su hija.

Años después, reflexiona sobre lo que
significa atravesar una pérdida en una cultura que le teme al duelo.

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Durante los primeros diez años de su vida,
India Buxton Taylor fue una chica saludable, a quien le encantaban los
caballos, el canto, la moda y el dibujo. Luego empezó a caerse al suelo y a
tener convulsiones, los primeros síntomas de una infrecuente enfermedad
genética cuyo diagnóstico fue atrofia muscular espinal con epilepsia mioclónica
progresiva. En 2013, tras un mes marcado por perturbadoras alucinaciones, India
murió a causa de la enfermedad. Tenía 16 años. En el libro de memorias One
Strong Girl (Una chica fuerte), la madre de India comparte con los lectores lo
que es vivir la tragedia de perder un hijo.
 

LOS ANTIPSICÓTICOS no sirven para frenar las alucinaciones de India, que son cada vez
más frecuentes. Cualquier cosa que mira se convierte en algo malvado y cruel.

A veces, cuando estoy acostada conversando
con ella, de pronto dice: “Mami, ahí… mira ahí. Viene a buscarme”. La abrazo
contra mi cuerpo y le grito a la pesadilla.

Como no puedo convencerla de que esas
pesadillas no son reales, empiezo a pelear contra ellas. “¡Fuera!” o “¡Váyanse
al demonio!”, les grito. Le digo a India que les grite también.

“¡Fuera! ­­—grita ella—. Déjenme
tranquila”. Nunca insulta, pese a que, cuando cumplió 16, le dije que tenía
permiso para hacerlo.

Si las acompañantes de India, Yolly o
Shauna, están con nosotras, ellas también gritan. Adoro a Yolly por la forma en
la que defiende a mi hija. Si yo fuera una alucinación y Yolly me gritara, no
volvería nunca más.

Mi nueva táctica de aceptar que las
visiones son reales y lidiar con ellas funciona mejor que tratar de convencer a
India de que no son realidad. Así que empiezo a equiparla con una gran cantidad
de accesorios mágicos. El primero es una varita. Le digo que la protegerá. No
estoy segura de por qué lo acepta. Cuando era pequeña y yo le decía que su
muñeca era un bebé, ella me corregía al instante: “Mami, es una muñeca”, decía.
Tal vez, las alucinaciones transformaron la realidad a tal punto que ahora cree
que todo es posible. 

Le explico que, cuando vienen las
cucarachas, ella debe agitar la varita y decir: “Abracadabra, pata de cabra,
que las cucarachas se vayan”.

Repetimos las palabras juntas.

La varita no impide que las alucinaciones
la ataquen, pero le da a India algo de poder psicológico. Ella es una fiera al
enfrentar en voz alta a las criaturas que la atacan y al sacudir la varita. El
problema es que, cada vez que tiene una convulsión, no puede controlar la
varita. Muchas veces, estuvo cerca de metérsela en el ojo. Entonces, pruebo con
una capa mágica. Tampoco funciona.

Encuentro dos pulseras de plata con dijes
que mi madre nos compró a India y a mí, en España. Son grandes y hermosas. Le
pongo una a India y me pongo otra yo.

Ahora, cuando aparecen las cucarachas, las
dos movemos las muñecas y hacemos tintinear las pulseras mientras les gritamos
que se vayan. A India le gusta.

A veces, cuando duermo con ella a la
noche, oigo ese sonido.

UNAS SEMANAS MÁS TARDE, mientras está recostada en la cama luego de que la hayamos
internado en Roger’s House, un hospital de cuidados paliativos para niños
ubicado en Ottawa, Canadá, India parece completamente sana. Es difícil conectar
esta imagen de ella con la de la niña que, hace muy poco tiempo, les gritaba a
las alucinaciones. Más difícil de imaginar todavía es la realidad de la
enfermedad, que va desconectándole poco a poco el cerebro del sistema nervioso.
La realidad de lo que está pasando en el cuerpo de India es imposible de
procesar para mí. Sobrevivo cada momento tratando de entender qué necesita que
le dé.

La enfermera del hospital, Megan, nos
pregunta si tenemos hambre y se va a buscar algo de comer. Hay tranquilidad
aquí, como si estuviéramos en un complejo de jubilados en las vacaciones de
verano. Los pasillos son oscuros, excepto por la zona cercana a la oficina de
los enfermeros. No muy lejos de ahí, hay una cuna. No me atrevo a mirar al
bebé, que duerme.

Falta una semana para el Día de Acción de
Gracias, así que los pasillos están decorados con imágenes de cuernos de la
abundancia, pavos, hojas de otoño y peregrinos. Algunas de las habitaciones
están vacías. Hay solo unos pocos niños aquí para que les brinden cuidados
paliativos. De las puertas, cuelgan carteles con nombres, algunos con imágenes
de flores, dibujos animados o juguetes.

Megan nos trae sándwiches de queso y té.
Nos mira como si deseara poder ayudarnos. Tiene una actitud muy receptiva. Sabe
que estamos en el infierno. No recurre a los lugares comunes ni hace como si
entendiera. Se limita a escucharnos a mí y a mi marido, Mark, hablar sobre
nuestra hija.

Cuando
aparecen las cucarachas, 


India y yo hacemos tintinear las pulseras y les gritamos que se vayan.

NO ESTABA PREVISTO que yo fuera madre. Debía estudiar y convertirme en algo. Mi madre
me decía a menudo que, si volviera a vivir, no habría tenido hijos. No porque
no nos amara a mi hermana ni a mí, sino porque no disfrutaba demasiado la
maternidad. Preferiría haber sido empresaria, cocinera o detective. Pero en
secreto, desde la adolescencia, yo soñaba con tener una hijita. Le ponía un
nombre romántico, que sonaba como si fuera el de la heroína de una novela
gótica. Ella tenía una naricita respingada y cabello oscuro. Cada vez que nos
imaginaba juntas, tenía su mano en la mía.

Las opiniones de mi madre deben haber
estado muy arraigadas dentro de mí. Más tarde, cuando quedé embarazada, a los
30 años, tenía tanto miedo de contárselo que le pedí a Mark que lo hiciera.

De adolescente, yo no cuestionaba el
pronunciamiento de mi madre sobre que la maternidad era una actividad poco
adecuada para una mujer inteligente. Pero, hoy en día, me siento triste por
ella. Sé que muchas de sus decisiones estuvieron influenciadas por la época en
la que creció. Probablemente, ella anhelaba algún tipo de satisfacción
intelectual. Estoy segura de que todos los aspectos mundanos de la maternidad
la aburrían.

De todos modos, hay una partecita de mí
que se siente herida y furiosa por ese menosprecio de la maternidad. Yo haría
lo que fuera por volver a ser la madre de India.

LOS DÍAS EN EL HOSPITAL se chocan el uno con el otro, al igual que las boleadoras de
juguete que tenía cuando era pequeña; cada día empuja al que sigue.

Mark y yo conocemos a los enfermeros. Nos
tratan con amabilidad y nos responden todas las preguntas. Y, cuando terminan
su turno, se ocupan de presentarnos al que los reemplaza, para asegurarse de
que sintamos que quedamos en buenas manos.

Vienen los amigos. Se sientan con India y
rezan por ella. Le hablan, pese a que ella casi nunca se incorpora, excepto
cuando tiene que tomar más medicamentos y las alucinaciones empiezan a asomar.
Poco a poco, esto también se frena, cuando el médico de cuidados paliativos
encuentra la dosis exacta de las drogas y los enfermeros acomodan los horarios.

Aunque me alegra que India ya no sufra,
extraño su presencia. Está acostada en la cama, duerme profundamente. Me
acurruco con ella y le doy un beso en la cara o le sujeto la mano. Entierro la
cabeza en su piel para tratar de memorizar su olorcito. Funciona. Si cierro los
ojos ahora, todavía puedo sentir su olor, sentir su mano en la mía.

Tenía una piel perfecta, mezcla de oliva y
rosa pálido. Cuando era bebé, yo quería comérmela entera. Me ponía su piecito
en la boca y hacía como si lo masticara, y le soplaba unos besos ruidosos en la
pancita. Hacía lo mismo cuando ella era adolescente y estaba enferma en la
cama. Primero se hacía la enojada, pero después se reía.

Mi amiga Jenny nos visita y trae una botella
grande de un whisky muy caro. Lo escondo en el baño; no estoy segura de que nos
dejen tener algo así. Sarah ­­—que fue la niñera de India y es mi amiga desde
hace tiempo— y yo vamos bebiéndolo de a tragos. Cuando Mark por fin va a beber,
queda solo la mitad. Él se ríe y me dice que le sorprende que pueda mantenerme
en pie. El whisky no me emborracha, pero sirve para alivianar un poco la
dolorosa realidad.

Mark y yo nos tratamos bien. No nos
enojamos ni somos crueles. Somos racionales y nos damos cuenta de que no es
culpa de nadie. Tenemos un acuerdo silencioso, intrínseco: si cualquiera de los
dos pudiera ponerse en el lugar de ella, lo haría. Nos preparamos té,
compartimos cigarrillos y vasos de whisky, como dos soldados a quienes
arrojaron a una batalla que detestan y que no comprenden. Ya no despotrico
contra Dios, pero tampoco ruego. Me parece que ninguna de las dos cosas tiene
sentido. Al menos, por primera vez en años, me siento como si el sistema de
atención médica estuviera de nuestro lado. Las personas de este hospital
comprenden que estamos en guerra.

El 11 de octubre de 2013, la noche en que
murió India, estábamos acostados en la cama; Mark, de un lado; yo, del otro.
Teníamos a nuestra hija abrazada con fuerza. Me recordó a la época en la que
India era bebé.

Me acuerdo del sonido de la respiración de
India; nunca la había oído luchar así antes. Parecía que estuvieran
persiguiéndola, y me preocupó que creyera que las cucarachas estaban tras ella
de nuevo. Pero cuando la miré a la cara, vi que no parecía asustada. Yo sentía
cómo le golpeaba el corazón contra el pecho. Era como un caballo al galope. Le
puse los labios al oído y le repetí una y otra vez que la amaba, que estaba
junto a ella. No tengo idea de cuánto tiempo estuve así. Luego, su respiración
y sus latidos empezaron a bajar el ritmo. El lapso entre respiración y
respiración fue haciéndose cada vez más largo. Mientras, yo le susurraba al
oído: “Vete, Indy, ve a andar a caballo, ve a andar a caballo. Mami te ama”.
Por fin, respiró por última vez. Se oyó como un suspiro profundo.

Luego, Mark y yo nos quedamos recostados
mirándola. Estaba hermosa; parecía una princesa de cuento de hadas, que acababa
de librarse de un terrible hechizo.

MARK Y YO estábamos paseando en coche por las afueras de Chicago en mi primer Día de
la Madre sin India. Creí que podría evitar el sufrimiento si no entraba a
Facebook. Pero por todos lados había estaciones de servicio, florerías y
restaurantes que proclamaban: “Feliz Día de la Madre”. Intenté escuchar la radio,
pero eso también resultó doloroso. El DJ de voz suave hablaba sobre su madre, y
los oyen
tes llamaban por teléfono para pedir
canciones para las suyas.

Mi carga no es visible. Alguien que mirara
dentro de nuestro auto ese Día de la Madre no habría adivinado qué pasaba al
verme. Las ojeras que tenía debajo de los ojos podían deberse a trasnochar o a
trabajar bajo presión. Me molesta que no nos tomemos el tiempo para mirar de
cerca a las personas y ver que tal vez están luchando. El auto que tenemos delante
del nuestro… tal vez el conductor va despacio por algún motivo. Tal vez acaba
de morir su madre, o va en camino a un grupo de duelo, o simplemente no puede
parar de llorar.

Lo cierto es que, en nuestra sociedad,
suele negarse la muerte, lo que deja a muchos con incapacidad de hacer el
duelo. Es muy desalentador para algunos de nosotros, los que hemos perdido a
seres queridos de manera inesperada y desfasada. En el centro comercial, los
desconocidos refunfuñan cuando voy deambulando delante de ellos. Los cajeros
ponen la vista en blanco cuando revuelvo la cartera con torpeza para buscar la
tarjeta de débito. 

Estos días, tengo mucho en común con el
hombre que pide limosna frente a la tienda de bebidas alcohólicas. Algunas
personas pueden decidir percatarse de mi presencia, pero la mayoría no lo hace.
Empecé a notar que algunos desvían la mirada cuando menciono el nombre de mi
hija, tal como hace mi perro cuando sabe que está en problemas.

Si yo fuera más joven, si tuviera 30 o 35
años, tal vez sería más fácil vislumbrar un futuro. Si hubiera tenido la
oportunidad, quizás hasta hubiera pensado en ser madre de nuevo. Con 50 años ya
cumplidos, sé que la mayoría de la arena de mi reloj está en la parte de abajo.
Estoy en un momento de la vida en el que debería saber cuál es mi lugar en el
mundo. Pero en pleno duelo por mi hija, me encuentro yendo al pasado y
cuestionando viejas decisiones. Cuando India estaba viva, no me importaba no
tener una gran profesión o no ganar mucho dinero. Era la persona más feliz del mundo
criando a mi hija y viviendo una vida creativa como escritora y profesora de
teatro. Ahora no sé si no desperdicié mi vida.

“¿Por qué tuviste solo una?”, me preguntó
una noche una amiga bienintencionada. Entonces, al darse cuenta de cómo había
sonado la pregunta, enseguida se disculpó.

“Está bien —le dije—. Es una pregunta
lógica. La verdad es que siempre quise un hijo solo. Creí que así podría darle
todas las cosas fantásticas que yo tuve de niña. Sabía que nunca tendría
dinero”.

Al mirar hacia atrás, ¿quisiera haber
tenido más hijos? No. Solo quiero a mi hija de vuelta.


Una
amiga me pregunta por qué tuve solo una hija. ¿Quisiera haber tenido más hijos?
No. Solo quiero a mi hija de vuelta.

 

TODO ES DIFERENTE AHORA. Las personas que llamaban ya no llaman más. Yo era la reina de la
charla trivial. Ahora me resulta agotador y me inclino por las conversaciones
que importan, y por las personas que también atravesaron una pérdida o no
tienen miedo de afrontarla, personas que desean comprender cómo se siente el
duelo.

Un mes después de la muerte de India, mi
amiga Uma me llevó al bar de nuestro pueblo, en Wakefield, Quebec. Yo no paraba
de llorar. Seguía tratando de aceptar que India había muerto, lo que suena
raro, porque yo la había visto morir, pero era como si mi cuerpo no lograra
procesarlo.

Agradecí que Uma me hiciera salir de casa.
Nos sentamos en una esquina de la barra y pedimos cerveza. Habíamos estado
apenas unos minutos cuando una mujer del pueblo, que yo conocía al pasar, me
vio. Se quedó boquiabierta, como si acabara de presenciar un accidente de
tránsito… solo que yo era el accidente. Enseguida, me tiré hacia atrás todo lo
que pude en el asiento. No sirvió de nada. Se acercó hacia mí y me dijo: “Lo
siento mucho, no sé qué decirte. No sé qué decirte. No sé qué…”.

“Está bien”, le dije.

Noté un destello de preocupación en los
ojos de Uma.

“Dios mío, no sé qué decirte. Lo siento
tanto…”.

“Está bien —dijo Uma—. Ya sabe que lo
sientes”.

No olvido más esa noche. Nunca creí que la
vergüenza fuera un sentimiento asociado con la pérdida, pero sentí como si me
hubieran atrapado robando o haciendo el amor con el esposo de mi mejor amiga.

Sé que hay personas que cuchichean sobre
mí. Lo acepto. Yo (no solo yo, sino todos los que están en duelo) les hago
sentir miedo, vulnerabilidad, pero, lo peor de todo, vergüenza. ¿Será porque
los hago tomar conciencia de lo poco que valoran su buena suerte? ¿O de que
todos somos tan indefensos? Entiendo que soy la prueba viviente de que, a la
gente buena, le pasan cosas malas. Si le pasó a mi familia, puede pasarle a la
tuya.

A las personas les preocupa tanto decir
algo, sin querer, que pueda llegar a molestarme. Lo valoro. Pero, la mayoría de
las veces, lo que duele no es lo que dice la gente. Es manejar de noche a casa,
pasar por lo del vecino y vislumbrar una pantalla de televisión encendida e
imaginarme que están preparándose para ver una película de viernes a la noche,
como yo hacía con mi hija. Es sentirme obligada a decir que estoy bien cada vez
que me preguntan cómo estoy, aunque casi nunca lo esté. Y no lo digo porque me
niegue a compartir mis sentimientos reales; lo digo porque sé que la mayoría de
las personas no quiere saber la verdad. Hacer un duelo es como caminar sobre
brasas calientes con una sonrisa en la cara.

Cuando me convertí en madre, me sorprendió
cómo se me agrandaba la percepción. De repente, entendí que todos éramos hijos
de alguien y que, gracias a eso, yo podía conectarme y abrirme con personas
ante las cuales nunca lo hubiera hecho antes. Sentía sus preocupaciones y me
maravillaba ver que mi universo se expandía.

En septiembre de 2014, una niña de diez
años, que vivía cerca de Wakefield, murió porque le cayó un árbol encima.
Estaba jugando en el bosque, cerca del jardín de su casa. Las fotos del diario
local mostraban a una niña de sonrisa relajada y ojos brillantes, con una larga
cola de caballo que le sujetaba el cabello negro.

Antes de la muerte de mi hija, yo
probablemente no habría prestado atención a esa historia, pero durante días, no
pude dejar de pensar en la madre de la niña. La imaginaba en su casa un domingo
a la tarde, tal vez preparando la comida, sin tener ni idea de que, en cuestión
de minutos, la vida se le arruinaría en forma irreversible. Quizá se había
tomado un rato para pensar en su buena suerte. Pero lo más probable es que
estuviera feliz porque todos sus hijos estaban fuera y ella podía disfrutar de
un momento a solas.


A
la gente buena, le pasan cosas malas. Si le pasó a mi familia, puede pasarle a la tuya.

 

Ahora, cuando me imagino a la madre de esa
niña, está cubierta por la niebla. Wakefield queda sobre el río Gatineau, y
algunos días la niebla es tan espesa que cubre la autopista. Los conductores
tienen visibilidad de solo uno o dos metros. En mi imaginación, veo a esa madre
en medio de la espesura.

La imagino buscando, día a día, pistas que
indiquen que su hija sigue existiendo en este universo. Mirando los pájaros,
los rayos del sol entre los árboles, rastros de ese ser, algo a que aferrarse.
Las madres no olvidan a sus hijos.

El día del funeral de la niña, su grupo de
amigos colgó globos violetas por todo el pueblo en honor a ella. Los globos
estaban por todas partes: frente a la panadería, la veterinaria, la escuela. El
violeta debía ser su color favorito. Al verlos mecerse con la brisa de
septiembre, pensé en India. También le gustaba el violeta. ¿A cuántas niñas les
gusta el violeta? ¿Cuántas niñas no llegarán a convertirse en adultos?

Quería contactarme con la madre de la
niña, aunque no nos conociéramos. Quería consolarla, aunque sabía que nada de
lo que dijera serviría. Entonces, le compré comida: queso, hummus, manzanas,
galletas, jugo.

Le dejé una nota que decía que yo era la
mamá de India —sabía que ella sabría quién era India; todos los del pueblo la
conocían—, que estaba pensando en ella y que, si alguna vez necesitaba hablar,
se pusiera en contacto conmigo. No lo hizo nunca. Yo sabía que, probablemente,
no lo haría, pero deseaba decirle en persona que la entendía.

Fue raro descubrir que el duelo, tal como
la maternidad, agranda nuestra capacidad de compadecerse del otro. 

 

DE ONE STRONG GIRL (UNA CHICA FUERTE), POR
LESLEY BUXTON.
COPYRIGHT
© 2018 LESLEY BUXTON. PUBLCADO POR POTTERSFIELD PRESS.
REPRODUCIDO POR ACUERDO CON LA EDITORIAL. TODOS LOS DERECHOS
RESERVADOS.

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