A pesar de mi ceguera facial, he aprendido a manejarme en el
mundo.
En 2013, llevaba cuatro meses trabajando en el Washington Post, le hicimos una fiesta de despedida a Sara, que se mudaría a Filadelfia. Todos estuvieron presentes, mientras nuestro jefe rememoraba sus contribuciones al diario. Cuando llegué a trabajar al día siguiente, me sorprendí al ver a Sara junto a la fotocopiadora. “¿No deberías estar en Filadelfia?”, bromeé. Sara me miró a través de sus anteojos con armazón plástico y dijo: “Yo soy Holley”.
“¡Ah, claro!”, respondí, esperando que Holley creyera que solo había confundido sus nombres. La verdad es que creí que eran la misma persona. Unos años después estaba detrás de mi esposo, Steve, en el supermercado, cuando lo vi tomar un frasco de crema de maní de segunda marca. La saqué de nuestro carrito de compras y examiné la etiqueta. “¿Desde cuándo compras segundas marcas?”, quise saber. Steve retrocedió de un salto con los ojos muy abiertos llenos de miedo y sorpresa. Nunca había visto esa expresión en el rostro de mi marido, porque, como me di cuenta, ese hombre no era mi marido.
Hace dos años descubrí que tengo un desorden neurológico poco común llamado prosopagnosia, o ceguera facial. Con este descubrimiento inicié un viaje que parecía sencillo. Después de todo, soy una adulta feliz y exitosa, ¿qué importa si mi cerebro es algo distinto al de los demás? Pero lo que no sabía era que este diagnóstico haría que me cuestionara el sentido mismo de mi identidad. Estoy en el hospital de la Administración de Veteranos de Boston con el neurólogo Joseph DeGutis, quien está al frente de un estudio sobre ceguera facial. He pasado el último día y medio haciendo pruebas para determinar si formaré parte de un programa de entrenamienttimo día y medio haciendo pruebas para determinar si formaré parte de un programa de entrenamiento para personas con este padecimiento. Las pruebas han sido imposibles. Una empezó con una cuadrícula con seis rostros que debía memorizar para luego elegirlos de otro grupo de rostros casi idénticos. “¿Tengo ceguera facial?”, le pregunto a DeGutis. Trato de memorizar su aspecto, apuesto, aunque algo lobuno. “Creemos que tienes prosopagnosia de leve a moderada”, me responde. Las personas normales tienen una memoria casi fotográfica para los rostros, explica DeGutis.
Esto es posible gracias a un bulto del cerebro del tamaño de
una aceituna que se encuentra arriba y detrás de cada uno de los oídos, el área
fusiforme facial (FFA, por sus siglas en inglés). Según se sabe, la FFA viene
programada con la información sobre configuraciones de caras que necesitamos:
dos ojos sobre una nariz sobre una boca.
“Incluso antes de nacer ya hay una propensión por los
rostros”, dice DeGutis. Por eso vemos caras en los contactos de la corriente,
los frentes de los autos… básicamente siempre que vemos dos puntos sobre una
línea. Vamos afinando este software de reconocimiento facial al examinar a la
gente que nos rodea, añade el especialista. Al parecer, las personas con
ceguera facial —que afecta cerca del 2 por ciento de la población— nacen con una
FFA defectuosa. Según el neurólogo, quienes la padecen tienden a ser más inteligentes que el promedio, quizá porque suelen tener una niñez solitaria,
con pocos amigos y tiempo para leer y desarrollar intereses. En cuanto a los
tratamientos, que incluyen estimular la FFA con una leve corriente eléctrica,
nada ha sido muy prometedor hasta ahora. Sin embargo, una técnica sí ha
mostrado algo de esperanza: un programa computarizado de entrenamiento diseñado
por DeGutis, que enseña a aquellos con ceguera facial a juzgar con rapidez los
espacios entre los rasgos faciales. Probó este método con el amigo de un amigo
y se sorprendió cuando vio que funcionaba. “Me dije, ‘¡Dios mío!’”, recuerda
DeGutis. “Parece que por fin pudimos ayudar a alguien”. Cuando uno tiene ceguera
facial vive en un mundo de extraños. El hecho de que algunos sean conocidos, o
incluso sus amigos, es una fuente de constante ansiedad. Leí sobre un hombre
con esta condición que siempre miraba hacia abajo para evitar encontrarse a
algún conocido que no podía reconocer. Se ganó una reputación de distante, lo
que le dificultó aún más las cosas.
Hay una sola manera a prueba de errores para que quienes
sufren esta condición eviten bochornos sociales, y esa es quedarse en casa. Ese
era el camino que yo seguía, hasta que mi padre me dio un consejo invaluable.
Tenía 19 años, estaba en casa después de mi primer semestre en la universidad,
terminábamos de hacer las compras en el supermercado. —Fuiste bastante grosera
—dijo cuando subimos a su auto. —¿Qué? —le pregunté. —Con tu amiga Susan
Zartman — respondió—. Pasaste frente a ella y no la saludaste.
Una chica de cabello corto y café me había
saludado con la mano en la tienda. “Ah, ¿era Susan?”, cuestioné. Habíamos sido
amigas en la secundaria, pero cuando dejé de verla, terminó por desaparecer de
mi memoria. Hay evidencia de que, en el cerebro, los rostros actúan como
carpetas que contienen la información que uno reúne de cada persona, cuándo y
cómo la conociste, su banda musical favorita, el nombre de su último novio.
Como mi cerebro no puede crear una carpeta de archivos eficaz, esos detalles
suelen perderse. Pero claro, a los 19 años no sabía nada de esto.
Ante este
dilema, le pregunté a mi papá: ¿Cómo tienes una conversación con alguien que no
reconoces? “A la gente le gusta hablar de sí misma”, me aconsejó. “Hazles
muchas preguntas”. Este consejo me cambió la vida en la universidad. Solo debía
fingir que conocía a las personas que parecían conocerme. Si creía que alguien
estaba mirando en mi dirección al entrar a alguna clase, yo le sonreía. Si
sonreían de vuelta, me detenía a charlar con ellos. Con este sistema, no pasó
mucho tiempo antes de que tuviera amigos por todo el campus. Podía distinguir a
algunos entre la multitud. Mi mejor amiga, Melissa, tenía el cabello largo y
azul, Thalia y Anette eran inusualmente altas. Confundía a los demás, pero eso no evitó que mi vida social floreciera. Cuando me eligieron presidenta de mi
dormitorio, tomé fotos de los rostros de las 80 mujeres con las que vivía y las
puse en un mural de anuncios junto con sus nombres, con la excusa de que era un
beneficio para todas. Hoy, como en aquel tiempo, tengo muchos conocidos, pero
solo un puñado de amigos cercanos, todos con rasgos muy característicos. Mi
amiga Miriam es un hada con cabello largo y púrpura, Sieren es alta y delgada,
Steve es un hombre gigantesco que pesa 160 kilos. Muchos de mis amigos no me
creen cuando se enteran que tengo ceguera facial. “Pero me reconoces a mí,
¿no?”, preguntan. La respuesta es: a veces. Si está en el contexto correcto,
bien iluminado y con sus anteojos de siempre, es posible que mi cerebro
recuerde un nombre. Si se aparece en un lugar inesperado o se cortó el cabello,
es muy posible que no tenga idea quién es. En su lugar, veré a una persona que
parece conocerme, lo saludaré con afecto y esperaré a que diga algo que me
sugiera una pista de su identidad.
Unas semanas de mi regreso a Washington, la asistente de DeGutis, Alice Lee, me invita a participar en un programa de entrenamiento de 30 sesiones en computadora para ayudar a personas con ceguera facial a mejorar su habilidad para reconocer los rostros. Cada sesión empieza con una cuadrícula con 10 variaciones del mismo rostro, con algunos rasgos alterados por pequeños incrementos. Los separa una línea en zigzag: en el grupo uno, los ojos y la boca de cada rostro están más separados; en el grupo dos, sus rasgos son más compactos. Los estudio por unos minutos y luego presiono el botón de inicio. La cuadrícula desaparece y es reemplazada por una serie de caras individuales de las cuales debo recordar si pertenecen al grupo uno o dos, presionando estos números en el teclado. Sé, tras leer el trabajo previo de DeGutis, que en teoría esto me debe enseñar a enfocarme en las áreas del rostro más ricas en información y así poder hacer distinciones detalladas al momento.
La primera ronda es un desastre. Separo los rostros con la precisión de un ciego. En la segunda ronda intento usar mis uñas para medir las distancias entre los rasgos. No funciona, se me termina el tiempo y la pantalla se pone de color rojo. Para la tercera ronda comienzo a distinguir las caras, pero varían sus tamaños. Debo memorizar la distancia relativa entre rasgos, algo que la gente normal hace sin darse cuenta. Cuando la hora termina, estoy al borde de las lágrimas por la frustración. Mis fracasos con estos ejercicios continúan durante las semanas siguientes y por poco renuncio. Entonces, más o menos en la décima semana, descubro una estrategia ganadora. En lugar de intentar juzgar cada rostro en su totalidad, lo divido en mitades, superior e inferior. Entonces decido qué posición, de tres (alta, media o baja), describe las cejas, y qué posición, de cuatro (alta, media alta, media baja o baja), describe la boca. También logro memorizar qué pares de rasgos pertenecen a cada uno de los grupos. Mi puntaje se eleva, pero mi habilidad para reconocer caras en mi vida sigue siendo fatal. Resulta que un día me siento junto a mi amiga Dani en una cafetería y no la reconozco. “Me miraste directo a los ojos”, me confiesa más tarde.
Vuelvo a Boston para para más estudios y tomografías, y DeGutis me llama al trabajo con los resultados. “Tu habilidad para aprender rostros nuevos es de las peores entre nuestros pacientes de prosopagnosia”, me dice. La tomografía que me realizaron reveló que mi FFA es más gruesa de lo normal. En los niños, la FFA es densa, pero conforme el cerebro determina qué neuronas son útiles y cuáles solo estorban, la vuelve más delgada. Esta poda neuronal parece haberse interrumpido antes de tiempo en mi FFA. “Tienes el área fusiforme facial de una persona de 12 años”, me explica el especialista y añade que mi habilidad para reconocer caras es la de “un macaco debajo del promedio”. Me quedo sin palabras.
Pero hay buenas noticias: después de 30 horas del entrenamiento, mi habilidad para identificar rostros aumentó de manera significativa. “Si hubieras sido tan hábil cuando nos conocimos, no hubieras entrado al estudio”, me dice DeGutis. Pero las pruebas de seguimiento mostraron que mi percepción facial aún era terrible, no era capaz de agrupar dos rostros idénticos en ángulos distintos. Tras despedirme del neurólogo, huyo de la oficina incapaz de contener el llanto. “¿Qué te pasa?”, pregunta Steve esa noche y se lo cuento. No es mi cerebro de mono lo que me deprime, le digo. El mayor problema es que siempre creí tener el control de mi propia vida, que me había vuelto escritora y periodista porque era el camino que yo decidí tomar. Pero quizá mi cerebro defectuoso me empujó en esa dirección, al darme una niñez solitaria la cual solo pude soportar leyendo mucho. Luego, al ser una joven adulta, mi prosopagnosia me convirtió en una experta en iniciar conversaciones con extraños. Durante varias semanas soy un desastre. La investigación reabrió un misterio de mi pasado: ¿por qué no tenía amigos de niña? De pronto, mi supuesta explicación —porque era rara y los niños son más bien bobos— fue puesta en duda. Escribo una nota en Facebook a mis antiguos compañeros de clase, en la que les cuento que fui diagnosticada con ceguera facial y les pregunto si eso tuvo algo que ver con mi impopularidad. “¡Sí tenías amigos! ¡Yo era tu amiga!”, responde una compañera de aquellos años. Comparte el recuerdo de haber preparado caramelo en mi casa. Otras personas recuerdan que yo era distante. “Parecías satisfecha haciendo tus cosas en solitario”, me escribe una mujer. Otra cuenta que intentó establecer una amistad conmigo, pero que yo nunca fui amigable con ella. ¿Cuántas amistades me ha costado mi ceguera facial? Nunca lo sabré. Por suerte, podríamos decir que el no saber cosas es casi mi especialidad.
En julio de 2019 celebré mi cumpleaños número 40 con un grupo más o menos de 60 amigos, muchos de los cuales no podía nombrar. A mí no me importó y a ellos, creo, tampoco. Mis avances en reconocer rostros, por los que me esforcé tanto, terminaron por disiparse. Puedo realizar sesiones intensivas para mantener mis habilidades en forma, pero prefiero usar ese tiempo para hacer algo que disfruto, como observar a las aves. Me fascina sentarme en el parque junto a mi apartamento a ver la vida cotidiana de esas bellas criaturas. Sí, me emociono cuando puedo identificarlas.
Del Washington Post (21 de agosto de 2019), derechos de
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