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Así salvaron a este soldado de un salto defectuoso en paracaídas

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Más de 80 años después, este rescate increíble en pleno
vuelo continúa siendo una de las hazañas más intrépidas de la historia de la aeronáutica.

Comenzó como cualquier otra mañana de mayo en California. El cielo era de un azul intenso y el sol calentaba con fuerza. Una ligera brisa agitaba las brillantes aguas de la Bahía de San Diego. En la base aeronaval de la Isla Norte, todo era calma. A las 9:45, Walter Osipoff, subteniente de infantería estadounidense de 23 años y pelo castaño claro, de Ohio, abordó un DC-2 para un salto de rutina en paracaídas. El teniente Bill Lowrey, de 34 años, piloto de pruebas de la marina de Nueva Orleans, estaba en el aire en su avión de observación. Y John McCants, de 41años, mecánico de aviación, de voz ronca y natural de Montana, verificaba la nave que debía volar luego.

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Antes de que el sol brillara alto en el cielo del mediodía, los tres hombres quedarían vinculados para siempre en uno de los rescates en pleno vuelo más espectaculares de la historia. Osipoff era un paracaidista experimentado, ex estrella universitaria de lucha y gimnasia. Se había unido al ejército estadounidense en 1938 y para el 15 de mayo de 1941 ya había realizado más de 20 saltos. Esa mañana, su DC-2 despegó con destino a Kearney Mesa, donde supervisaría saltos de práctica de 12 de hombres a su cargo. Como parte del ejercicio, también se incluirían en los saltos tres cilindros de lona separados, que contenían municiones y rifles. Nueve de los hombres ya habían saltado cuando Osipoff, a unos centímetros de la puerta del avión, comenzó a prepararse para lanzar el último contenedor. Pero, la cuerda de apertura automática de la mochila del paracaídas se enredó en el cilindro y, de pronto, su paracaídas se desgarró. Intentó sujetarse a la tela de seda que fluía a toda velocidad, pero se vio succionado hacia el vacío con tal fuerza que el impacto de su cuerpo dejó una abolladura de unos 80 centímetros en el fuselaje de aluminio del DC-2.

En lugar de fluir libremente, el paracaídas abierto se había enredado alrededor de la rueda de la cola del avión. La tira frontal del paracaídas que le rodeaba el pecho y una de las piernas se había roto; solo la segunda tira de la pierna estaba aún entera, y se había deslizado hasta su tobillo. Una a una, 24 de las 28 cuerdas que unían el paracaídas a su arnés precariamente sujeto, se rompieron. Estaba colgando a unos tres metros y medio debajo del avión y unos cuatro metros y medio detrás de la cola de la nave. Cuatro cuerdas del paracaídas enroscadas alrededor de su pierna izquierda eran lo único que evitaba que cayera al vacío. Boca abajo, Osipoff tuvo la suficiente claridad mental para no intentar activar su paracaídas de emergencia. Con el avión que tiraba de él en una dirección y el paracaídas de emergencia en otra, advirtió que sería partido por la mitad. Sin perder la consciencia, sabía que estaba colgando de una sola pierna, girando y rebotando, y que el dolor en sus costillas era intenso. Lo que no sabía entonces era que se había roto dos costillas y tres vértebras.

Dentro del avión, los miembros de la tripulación del DC-2 luchaban por recuperar a Osipoff, pero no podían llegar a él. El combustible del avión estaba comenzando a agotarse, pero un aterrizaje de emergencia arrastrando a Osipoff definitivamente terminaría con su vida. Y el piloto Harold Johnson no tenía contacto con tierra a través de la radio. Entonces, para llamar la atención de quienes estaban ahí abajo, Johnson hizo descender la nave a 100 metros y comenzó a dar vueltas alrededor de la Isla Norte. Algunas personas de la base pensaron que estaba remolcando algún tipo de objetivo. Bill Lowrey ya había aterrizado y caminaba hacia su oficina cuando levantó la vista. Él y John McCants, que estaba trabajando cerca, vieron al mismo tiempo la figura que colgaba del avión. Cuando el DC-2 volvió a dar la vuelta, Lowrey gritó a McCants: “Hay un hombre colgando de esa cuerda. ¿Crees que podríamos llegar a él?” McCants respondió algo sombrío: “Podemos intentarlo”.

Lowrey ordenó a los mecánicos que prepararan su avión para despegar. Era un SOC-1, un avión de observación de dos asientos y cabina de mando abierta, que medía apenas 8 metros de largo. Más tarde, Lowrey recordó: “Ni siquiera sabía cuánto combustible tenía”. Miró a McCants, y dijo: “¡Vamos a hacerlo!”. Lowrey y McCants no habían volado juntos antes, pero ambos parecían dar por hecho que intentarían lo imposible. “Solo había una decisión que tomar”, dijo con tranquilidad más tarde Lowrey, “y era ir a rescatarlo. Lo que aún no sabíamos era cómo. No había tiempo para planificar”. Tampoco había tiempo para comunicarse con el oficial a cargo del equipo y solicitar permiso para volar. Lowrey simplemente informó a la torre de control: “Solicito luz verde. Estoy despegando”. En el último segundo, un soldado corrió hasta el avión con un cuchillo de caza, destinado a cortar las cuerdas y liberar a Osipoff, y lo lanzó sobre el regazo de McCants. Mientras el SOC-1 rugía en el aire, toda la actividad alrededor de San Diego parecía haberse detenido. Había civiles reunidos en terrazas y niños que habían interrumpido sus juegos de recreo para mirar al cielo; los hombres de la Isla Norte tenían los ojos fijos hacia arriba. Mientras rezaban y sus corazones latían con fuerza, los observadores agonizaban con cada maniobra de la misión imposible. Unos minutos después, Lowrey y McCants ya estaban debajo, volando a 100 metros. Intentaron cinco acercamientos, pero las turbulencias eran demasiado fuertes para un rescate. Debido a que la comunicación por radio entre los dos aviones era imposible, Lowrey le hizo señas con sus manos a Johnson para indicarle que volara sobre el Pacífico, donde el aire sería más suave, y ascendieron entonces a unos mil metros. Johnson mantuvo el avión recto y redujo la velocidad para ir junto al avión más pequeño, a unos 160 kilómetros por hora.

Lowrey retrocedió y se alejó, pero finalmente logró quedar al mismo nivel que Osipoff. McCants, en el asiento abierto detrás de Lowrey, vio que estaba colgando de un pie y que goteaba sangre de su casco. Lowrey acercó el avión con precisión ajustándose a los movimientos ondulantes del cuerpo inerte de Osipoff de manera que no diera contra el propulsor del SOC-1. Finalmente, Lowrey colocó el ala superior izquierda debajo de las cuerdas que sujetaban a Osipoff, y McCants, en la cabina trasera, con el avión a 160 kilómetros por hora y a 1.000 metros sobre el mar, intentó alcanzarlo. Lo sujetó a la altura del pecho y este se abrazó con fuerza.

McCants logró subir a Osipoff al avión, pero como era una nave de solo dos asientos, el problema era dónde colocarlo. Mientras Lowrey aceleraba el SOC-1 para poder librarse de las cuerdas del paracaídas, McCants intentaba colocar el cuerpo de Osipoff encima del fuselaje, con la cabeza del hombre herido sobre su regazo. Como McCants tomaba con las manos a Osipoff con todas sus fuerzas, no podía cortar las cuerdas que aún lo sujetaban al DC-2. Lowrey acercó el morro del avión al transporte y, con una precisión sorprendente, utilizó el propulsor para cortar las cuerdas. Después de estar colgado 33 minutos entre la vida y la muerte, finalmente era libre. Lowrey había volado tan cerca de la otra nave que había dejado una abolladura de unos 30 centímetros en la cola de su avión. Pero ahora el paracaídas, que caía a la deriva después de ser abruptamente desprendido junto a las cuerdas de ajuste, se enrolló en el timón de Lowrey. Eso significaba que tendría que volar el SOC-1 sin poder controlarlo bien y con parte del cuerpo de Osipoff aún en el exterior. Sin embargo, cinco minutos después, de algún modo Lowrey logró tocar tierra en la Isla Norte y lentamente el pequeño avión se detuvo. Se oyeron a marineros aplaudiendo y luego Osipoff finalmente perdió la consciencia.

Después del almuerzo, Lowrey y McCants retomaron sus tareas. Tres semanas después, ambos viajaron a Washington, DC, donde fueron condecorados por el secretario de la Marina, Frank Knox, con la Cruz de Vuelo Distinguido por llevar a cabo “uno de los más brillantes y desafiantes rescates en la historia de la aeronáutica”. Osipoff pasó seis meses internado en un hospital. En enero del año siguiente, recuperado y recién ascendido a teniente de navío, retomó los saltos en paracaídas. La mañana que iba a realizar su primer salto tras el accidente, se sentía tranquilo. Sus amigos se ofrecieron a saltar primero para que pudiera seguirlos. Osipoff sonrió y sacudió la cabeza. “¡Para nada!”, gritó, mientras aseguraba su paracaídas. “Sé perfectamente que voy a poder hacerlo”. Y así fue.

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