Educar a los niños desplazados por la guerra es fundamental para lograr cambios.
UNA
MAÑANA DE AGOSTO EN EL PUEBLO DE ZEFTA, en el sur
del Líbano, nueve niños sirios están sentados en un aula iluminada por el sol.
Los carteles pegados en los muros muestran imágenes alegres: dibujos de un
globo, un cono de helado, un médico sonriente con un estetoscopio colgando del
cuello. Los alumnos, vestidos con jeans, faldas largas y camisetas, están muy
atentos. Nadie conversa ni se distrae.
La maestra lee palabras en inglés que la
clase ha de repetir. Takwa, niña de 11 años sentada en la primera fila, se
inclina sobre su cuaderno y sigue la lección. “Door, window, table, chair”,
dice. Disfruta cada día en la escuela y cada palabra que aprende porque, antes
de esto, no había pisado un aula en casi cuatro años.
Su educación fue interrumpida en noviembre
de 2014, en Ghanem Ali, una aldea rural siria. Estaba en la escuela primaria a
la que asistía cuando un grupo de barbudos desconocidos, vestidos de negro,
irrumpió. Las criaturas se agazaparon, aterradas, mientras los fanáticos del
Estado Islámico (EI) arrancaban cuadros de las paredes y quemaban la bandera
siria. El humo recorrió los pasillos y los chicos corrieron a sus casas,
llorando.
La escena se repitió en decenas de
colegios por todo el valle fluvial. EI prohibió la enseñanza y clausuró
escuelas para luego reabrirlas e impartir un adoctrinamiento que reemplazaba la
malla curricular normal. Además, impusieron estrictos códigos de vestimenta y
prohibieron a todos fumar, beber o abandonar la aldea. “Éramos prisioneros”,
recuerda la mamá de Takwa, Rahma Jasem al Mousa.
Así fue como Takwa pasó a las filas de los
más de 2,8 millones de niños sirios privados de educación regular tras el
comienzo de la guerra, en 2011. El conflicto ha dejado a toda una generación al borde del analfabetismo, sin la oportunidad de adquirir los conocimientos que les
permita reconstruir sus vidas y su país. Más de 5 millones de sirios han huido.
La mayoría se refugió en países vecinos que ya lidiaban con la pobreza. Así
pues, muchos llegaron a una vida de adversidad y privación, en la que no se
dispone de formación o esta pasa a segundo plano ante la lucha por sobrevivir.
Tal fue el caso de Takwa y su familia. En
julio de 2017 huyeron de Siria e hicieron el peligroso viaje al Líbano.
Hallaron un departamento en Zefta, pueblo ubicado 60 kilómetros al sur de
Beirut. En ese país la situación era relativamente estable; sin embargo, los
empleos para los asilados sirios se limitaban, en su mayoría, a la
construcción, la limpieza o la agricultura, por lo que el padre de Takwa solo
encontraba plazas ocasionales y precarias.
“La mayor parte de los exiliados vive en
la miseria”, revela Bill van Esveld, jefe de investigación de los derechos de
la niñez en la ONG [organización no gubernamental] Human Rights Watch. “Se
cuenta con que los niños salgan a trabajar para ayudar a la familia; las niñas
enfrentan una mayor presión para casarse pronto”.
Pese a que las escuelas de todo el Líbano
habían diseñado un sistema para que los niños refugiados asistieran (dividieron
la jornada en dos turnos, uno en la mañana para libaneses y otro en la tarde
para sirios), en la práctica no les funcionó a todos. El director del colegio
que le correspondía a la familia de Takwa le dio la bienvenida a sus hermanos
menores, que nunca habían estudiado, pero Takwa, a la sazón de 10 años, y su
hermano Rashid, de 9, tendrían que empezar de cero. Las instituciones sirias
enseñan únicamente en lengua árabe, mientras que las libanesas imparten ciertas
materias en inglés o francés, y no había apoyo lingüístico para los chicos
mayores.
No obstante, los niños que vivían cerca de
Zefta corrieron con suerte. En junio de 2017 se inauguró una escuela para los
recibidos en la aldea. Se instaló en un modesto edificio habitacional; abre sus
puertas a las 8:30 de la mañana, hora en que los educandos llegan a bordo de
una furgoneta y se reparten en cuatro aulas. Dibujos coloridos de abejas gigantes cubren las paredes, y un letrero dice: “Bienvenidos a La Colmena”.
En un salón, alumnos de tres y cuatro años
están sentados en mesitas bajas coloreando figuras rojas con crayones que
comparten. Hay música de fondo: una mujer que canta. “El objetivo es que se
tranquilicen”, puntualiza Sarah as Younes mientras guía un recorrido por la
escuela. Sarah imparte las sesiones de apoyo psicosocial, que requieren una
hora diaria. Durante los primeros días, aduce, algunos expatriados lloran o no
consiguen estarse quietos. En la terapia, Sarah los anima a expresar sus
sentimientos. Cuentan historias impactantes. Sin embargo, deja que cada infante
hable y, una vez que termina, cambia el tema con delicadeza. “El propósito es
que no estén tristes todo el tiempo. Tienen que aprender a empezar de nuevo en
un entorno distinto”, explica.
Tres meses en el colegio, con
lectoescritura y aritmética divididos en dos “ciclos” de seis semanas, prepara
a la mayoría para inscribirse a los centros de enseñanza públicos del Líbano.
Todo comenzó en Italia, en 1972, cuando un
grupo de amigos fundó la Asociación de Voluntarios para el Servicio
Internacional (AVSI). Con los años, AVSI creció y la educación se convirtió en
uno de sus principales temas de interés. A raíz de la crisis en Siria, se unió
con otras ONG a fin de fundar una red de escuelas comunitarias. AVSI se hizo
cargo de cuatro en el Líbano, entre ellas la de Zefta.
Este sistema tiene previsto atender a más de
27.000 niños refugiados en el Líbano y Jordania en los siguientes tres años. No
obstante, aunque la escuela es cálida y segura, sus maestros están
comprometidos y cuenta con transporte para los chicos, el desafío ha resultado
grande. Cuando recién abrió, muchos niños sirios que vivían cerca llevaban
tiempo sin pisar un aula. AVSI sabía que necesitaría promotores con el objeto
de animar a los infantes a asistir. Alaa Baassiri, de 30 años y habitante de
Saida, un pueblo cercano, es uno de los cuatro integrantes del equipo que fue
contratado para asumir el reto en enero de 2017. Ha sido algo asombrosamente
difícil.
La primera misión de Alaa en una aldea
llamada Kfarmelki fue ardua. Junto con sus colegas, empezó a ir de puerta en
puerta, ilusionado por conseguir alumnos. Pero en cuanto los padres se
enteraban del motivo de la visita, el ambiente se enrarecía. “¡Váyanse!”,
exclamó un hombre. “No quiero saber nada de las ONG: todas son unas
mentirosas”.
Si bien al final del primer día habían
inscrito a 10 niños, dando un importante paso en acercarlos al salón, los
padres de otros 8 se negaban. Tendrían que ganarse su confianza. Alaa y su
equipo seguían yendo a Kfarmelki. En tres meses, su índice de efectividad
aumentó y sumaron hasta a 25 chicos en un día. Al final, las familias que se
mostraron reacias al principio pidieron al equipo de Alaa inscribir a sus hijos
también, pues veían a los otros escolares volver de clases contentos y
animados. “Los vecinos son una gran influencia”, afirma Alaa, sonriendo.
El éxito inicial fue motivante. Sin
embargo, conforme avanzaba el proyecto, Alaa enfrentó otras dificultades, narra
al emprender una nueva jornada de difusión. En un apartamento, un hombre
demacrado lo invita a pasar a su modesto hogar arriba de un supermercado. Abdel
Hamidi, de 40 años, tallador de piedra oriundo de Idlib, señala orgulloso
muestras enmarcadas de su exquisito trabajo; informa que, a pesar de su
capacidad, no encuentra suficiente trabajo y a duras penas le alcanza para
comer.
Explica que su hijo menor, Mohammad, de 7
años, asiste a un colegio estatal; sus dos hermanos mayores, Hsein, de 13, y
Sami, de 12, en cambio, no van. Ambos trabajan por 5 dólares diarios: Hsein en
el negocio de abajo y Sami en un servicio de entrega de agua. La esposa de Abdel
rompe en llanto. “Todo padre quiere enviar a sus hijos a la escuela”, dice.
Pero su situación financiera no lo permite. Por ahora, la respuesta es “no”.
Alaa, hijo de un médico, fue criado en
Sidón —ciudad no muy lejana— y admite que su trabajo puede ser devastador
emocionalmente. Teme que, si no se ayuda a los niños a ir al colegio, Siria
afrontará una “generación no instruida”. Y él sabe muy bien lo que eso
significa. “Muchos de los padres de mis amigos no cuentan con estudios debido a
la guerra civil”, ilustra, refiriéndose al conflicto sectario del Líbano entre
1975 y 1990. Esa guerra alteró el nivel educativo del país, provocando miseria,
una alta tasa de mortalidad infantil y más violencia.
Gracias en parte a la labor de Alaa, las
aulas de la escuela en Zefta han comenzado a llenarse. En los primeros 9 meses
de 2018, 460 educandos pasaron por aquí. Afuera hay un patio amurallado donde
los chicos juegan. También aquí, al final de cada período académico —de 6
semanas—, los maestros realizan una ceremonia de graduación no oficial. No
pueden expedir certificados; esa es una facultad reservada a los colegios del
Estado. Por eso, han elaborado un marco de cartón con un birrete pegado en una
esquina. Los chicos se turnan para ser fotografiados muy contentos; sus amplias
sonrisas se capturan, y así sellan un momento de esperanza.
En el salón donde se imparte una clase en
árabe, Maan, de cinco años, se levanta y entona una canción. La profesora Laura
Hijazi está orgullosa: durante el primer mes, el niño no pudo cantar con el
resto de la clase. Maan y su madre huyeron del EI en medio de un fuerte
bombardeo el pasado mes de mayo. Pero Laura, de 30 años, le prestó especial
atención al pequeño y le dio estrellas y juguetes como premios simbólicos cada
vez que acertaba. Ahora, más relajado, el alumno canta los siete versos en
árabe y concluye: “Vengo a la escuela y veo a mi maestra y a todos mis amigos
junto a mí”. Al terminar la pieza, sus compañeros lo aplauden.
SIETE
SEMANAS DESPUÉS DE HABER EMPEZADO EL CICLO ESCOLAR, Takwa está en su pupitre tomando clase de árabe. La maestra
reparte bloques plásticos marcados con palabras en esa lengua. Deben emparejar
el primero, que dice “la letra R”, con palabras que inicien con ese carácter.
Se aprende jugando, aduce la docente Riman Ezzeddine. “Debemos ayudarles a
sentirse seguros y a tener confianza en sí mismos”, asevera. Se dirige a Takwa,
quien primero le dice “granada” en árabe: raman. Luego, da el nombre de su
hermano, Rashid, quien es su compañero. Riman la premia con una estrella
dorada.
En ocasiones, también la anima a enseñarle
a su hermano cuando están en casa: una muestra de confianza por ser una alumna
aplicada. Aunque también es una forma de ayudarla a imaginarse un futuro más
próspero que su pasado, pues Takwa ha revelado que tiene un sueño: convertirse
en profesora de árabe.
A lo largo y ancho del país, la situación
de la niñez asilada sigue siendo “terrible”, lamenta Bill van Esveld, de Human
Rights Watch. Subraya que las metas de escolarización del Estado y la ONG no
son muy ambiciosas debido a que, en 2017, más de 300,000 de los 630.000 niños
sirios en el Líbano seguían sin recibir instrucción formal. Se requiere mayor
acción gubernamental, añade, “o seguiremos fallándoles a estas criaturas”.
Como todos los desplazados en este país,
la familia de Takwa aún enfrenta problemas. Su madre, Rahma, tiene ocho meses
de embarazo y sufre de anemia. Extraña Siria, su tierra natal, y le preocupa
que su hijo menor esté desnutrido. Por ahora, sin embargo, dice Rahma, la escuela
en Zefta brinda momentos de alegría y orgullo, tan valiosos para los refugiados
abatidos por la incertidumbre.
“A los niños les emociona ir a aprender”,
cuenta. Su propia formación fue rudimentaria; apenas sabe leer y escribir. Y es
precisamente por eso que ella valora el aprendizaje. “La educación es luz y la
ignorancia es oscuridad”, sentencia.