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Vivir sin el muro

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En 1963 estuve en Berlín, y ahora vuelvo en busca del “monstruo de hormigón” que dividió la ciudad durante 28 años.

Con el pulso acelerado, le mostré mi pasaporte a un guardia
fronterizo. Dos agentes hurgaron entre mis ropas ante la mirada inexpresiva de
varios soldados armados. Oí unos clics de cámara. ¿Acaso me estaban sacando
fotos? Era una lluviosa noche de noviembre de 1963, en plena Guerra Fría, y me
disponía a entrar en Berlín Oriental por el paso Checkpoint Charlie. A mis 20
años de edad, emocionado y a la vez temeroso, iba a ser mi primer encuentro con
el mundo de la bandera roja.

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Me devolvieron el pasaporte, y entonces entré en un espacio
completamente diferente. La luz de los faroles era débil, y en los oscuros
comercios había pocos productos. Entre los edificios todavía se veían huellas
de bombardeos. Casi no había tráfico: sólo algún auto ocasional que dejaba una
columna de humo al pasar, y los pocos transeúntes parecían tristes y
ensimismados.

Sobre el resplandor que producían las intensas luces de
Berlín Occidental, se recortaba la silueta de la Puerta de Brandeburgo. Me
estremecí al ver el lado “opuesto” del Muro, y la Franja de la Muerte oculta
por el muro interior. Toqué mi pasaporte para asegurarme de que aún lo llevaba.

Casi medio siglo después, me encontraba en el mismo sitio.
Al mirar desde la Puerta de Brandeburgo hacia lo que antes era Berlín Oriental,
lo primero que vi fue un Starbucks, justo enfrente de la embajada de los
Estados Unidos.

Al llegar al nuevo Berlín, todos los visitantes preguntan:
“¿Dónde estaba el Muro?” Siguiendo una doble hilera de adoquines a través de
cruces de calles y debajo de autos estacionados, encontré la Franja de la
Muerte, todavía visible.

Con el pulso
acelerado, le mostré mi pasaporte a un guardia fronterizo. Dos agentes hurgaron
entre mis ropas ante la mirada inexpresiva de varios soldados armados. Oí unos
clics de cámara. ¿Acaso me estaban sacando fotos? Era una lluviosa noche de
noviembre de 1963, en plena Guerra Fría, y me disponía a entrar en Berlín
Oriental por el paso Checkpoint Charlie. A mis 20 años de edad, emocionado y a
la vez temeroso, iba a ser mi primer encuentro con el mundo de la bandera roja.

Me
devolvieron el pasaporte, y entonces entré en un espacio completamente
diferente. La luz de los faroles era débil, y en los oscuros comercios había
pocos productos. Entre los edificios todavía se veían huellas de bombardeos.
Casi no había tráfico: sólo algún auto ocasional que dejaba una columna de humo
al pasar, y los pocos transeúntes parecían tristes y ensimismados.

Sobre el
resplandor que producían las intensas luces de Berlín Occidental, se recortaba
la silueta de la Puerta de Brandeburgo. Me estremecí al ver el lado “opuesto”
del Muro, y la Franja de la Muerte oculta por el muro interior. Toqué mi
pasaporte para asegurarme de que aún lo llevaba.

Casi medio
siglo después, me encontraba en el mismo sitio. Al mirar desde la Puerta de
Brandeburgo hacia lo que antes era Berlín Oriental, lo primero que vi fue un
Starbucks, justo enfrente de la embajada de los Estados Unidos.

Al llegar al
nuevo Berlín, todos los visitantes preguntan: “¿Dónde estaba el Muro?”
Siguiendo una doble hilera de adoquines a través de cruces de calles y debajo
de autos estacionados, encontré la Franja de la Muerte, todavía visible.

No es fácil
hallar restos del Muro. Los más notorios son los altos postes en forma de arco
que sostenían

reflectores a todo lo largo de la Franja de la
Muerte y, al pie de ellos, los restos del camino de patrullaje. 

Hay otros postes con restos de pintura roja y
blanca que marcan la zona de control antes vedada para los berlineses
orientales, así como tomas eléctricas y cables de teléfono en los costados de
las casas.

Algunas
reliquias aún son peligrosas. Mientras exploraba el exterior de la estación
Nordbahnhof del subterráneo, en lo que había sido una ampliación de la Franja
de la Muerte, me raspé la pierna con una viga oxidada que asomaba en el suelo,
quizá los restos de una barrera. Solté un grito de dolor, y mi pantalón se
manchó de sangre, pero pensé que no era tan gra-ve. Me imaginé la escena hace
apenas 20 años: las luces de bengala, perros feroces tirando de sus correas, el
ulular de las sirenas, los reflectores deslumbrantes… y luego las balas.

Hoy, no
podría ser más distinto. Al salir de la estación Wollankstrasse me topé con
personas que trotaban o paseaban con sus perros, y con un padre que enseñaba a
andar en monociclo a su linda nena rubia de unos cinco años. Luego divisé los
faroles en forma de arco, y comprendí, sobresaltado, que estaba caminando por
la Franja de la Muerte del Muro.

Un farol
tenía franjas rojas, blancas y verdes, las cuales indicaban el límite del tramo
de patrullaje, y los guardias fronterizos debían tener mucho cuidado de no
traspasarlo para evitar que los confundieran con desertores y los acribillaran.

Poco
después, mientras paseaba cerca de Wannsee, en el sudeste de la ciudad, me topé
con un prado lleno de flores, tan ancho como una autopista de seis carriles,
que se extendía en medio de un bosque de pinos. Era otra huella apenas visible
del Muro. La seguí hasta un terreno para acampar junto al canal Teltow, en otro
tiempo la frontera real, y encontré una torre de vigilancia que ahora forma
parte de un conjunto de baños para los acampantes.

Descubrí que
el vestigio más importante del Muro no son los ladrillos y la argamasa, sino el
hueco que dejó en el mapa. En la ciudad y los suburbios, el espacio abierto es
ahora una bendición. Tan pocas personas tenían acceso a la zona de control del
lado este, y a la zona fronteriza misma, que se convirtió en un refugio para la
fauna silvestre (lo mismo ha ocurrido en el resto de la Cortina de Hierro).

Más tarde,
siguiendo otra vez los adoquines, llegué a la Zimmerstrasse. En ambos lados de
la calle había edificios nuevos con locales comerciales y oficinas. De pronto
me encontré con una columna de bronce inscrita con la historia de Peter
Fechter, un albañil de 18 años al que tirotearon mientras escalaba el Muro en
ese lugar, en agosto de 1962. Mientras agonizaba en un charco de sangre,
murmuró: “¿Por qué no me ayuda nadie?” Nadie lo hizo porque en ambos lados la
gente temió que los guardias les dispararan.
 

Todavía
recordaba la foto del albañil acribillado que salió en los diarios. Fechter
tenía la misma edad que yo. ¿Qué lo impulsó a realizar un acto tan temerario,
incluso tonto? ¿Por qué no pudo disfrutar de sus hijos y sus nietos ni tener
una vida llena de satisfacciones, como yo?
 

Lo más
terrible de la “barrera de protección antifascista”, el nombre oficial del
Muro, no eran sus ladrillos y alambres de púas, sino la sangre derramada por
personas que ansiaban la libertad que nosotros, en Occidente, dábamos por
sentada. El espíritu del Muro de Berlín
radica en sus historias reales,
como las que se narran en el museo anexo a Checkpoint Charlie. Son tres casas
unidas, y en sus atestadas habitaciones contemplé fotos borrosas de los tanques
soviéticos y estadounidenses que, en octubre de 1961, se enfrentaron en la
calle, justo afuera del actual museo, cuando el mundo estuvo a un paso de la
guerra total. Leí historias de gente que escapó, de víctimas de la policía
secreta de Alemania Oriental, de familias divididas por el aparato del terror. 

Sentí otra vez el espíritu del Muro en la calle Bernauer,
donde hay una sección completa y restaurada de la Fran-ja de la Muerte. Cerca
de allí, entre unos árboles, hallé una estatua de Conrad Schumann, un guardia
fronterizo que escapó saltando la alambrada. Al ver la efigie, puede uno
imaginar el martilleo de su corazón, la boca seca, la vista clavada en los
alambres más altos, donde pudo atascarse, o caer y encontrar la muerte mientras
hacía su desesperado intento de alcanzar la libertad. 

Cerca de ese sitio, una placa de latón en el pavimento
conmemora a Ida Siekmann, una mujer de 59 años que saltó de la ventana de su
departamento, en el tercer piso, y murió. Imaginemos el miedo, el acopio de
valor, el salto desesperado… 

Al mediodía, un tañido de campanas me llevó a la Capilla de
la Reconciliación. Allí, en medio de la Franja de la Muerte, antes había una
enorme iglesia de estilo gótico que nadie podía usar. El párroco, Manfred
Fischer, jamás volvió a oficiar en ella porque el acceso estaba vedado. En
1985, mientras visitaba Nueva York, por casualidad vio en un noticiero el
momento en que dinamitaban su templo. 

Tras la caída del Muro, parte de los escombros se mezcló con
barro para construir las paredes de la pequeña capilla ovalada que ahora ocupa
ese sitio. Me uní a las 70 personas que había dentro, la mayoría estudiantes
alemanes. El pastor jubilado Hermann Jäger leyó un relato de la vida breve y el
intento de escape de un joven sastre llamado Günter Litfin, el primer fugitivo
acribillado jun-to al Muro. La gente encendió velas y elevó una oración por él. 

Más tarde me dijeron que Fischer había salido corriendo de
la oficina parroquial para detener el bulldozer que empezaba a derribar el
Muro. ¿Por qué lo hizo? “Estas ruinas son un mensaje de esperanza”, explicó.
“El antiguo régimen no sólo envenenó el suelo de Alemania Oriental, sino
también las almas. Destruyó toda la confianza de la sociedad, y sin confianza
no hay libertad. Pero una resolución pacífica puso fin a ese sistema. Lo que el
Muro nos dice es que esas cosas suceden; ocurrieron aquí, y pueden pasar en
cualquier parte”.

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