La vida de una nena que nació con un raro defecto en las piernas dependía de una operación muy complicada y de la habilidad de un médico.
EN UNA CLÍNICA DE UN lejano pueblo de la provincia de Huancayo, en los Andes peruanos, Sara Arauco, de 19 años, dio a luz a su primera hija tras soportar 11 horas de dolor en un parto complicado. Pero en vez de que el personal médico expresara frases de alivio, guardó un repentino silencio.
—¡Por Dios! —exclamó una enfermera—. ¿Qué fue lo que pasó?
Nadie respondió, y rápidamente se llevaron a la recién nacida para que su madre no la viera.
Esa noche, a 400 kilómetros de distancia, en Lima, el cirujano plástico Luis Rubio, director del Hospital de la Solidaridad, un centro de salud para pacientes pobres, volvía a su casa cuando sonó su teléfono celular.
—¿Ya vio las noticias? —le preguntó Luis Castañeda Lossio, el alcalde de la ciudad capital.
Le contó a Rubio que un hombre de Huancayo, Ricardo Cerrón, de 24 años, había salido en televisión pidiendo ayuda para curar a su hija recién nacida. No tenía dinero y, sin atención médica especializada, la niña estaba condenada a morir.
—¿Hay algo que podamos hacer por ella? —le preguntó el alcalde.
De inmediato, Rubio envió a Huancayo a dos médicos en una ambulancia para que trasladaran a la pequeña y a sus padres a Lima.
Al día siguiente, cuando examinó a la bebé, el médico se quedó atónito: tenía fusionadas las piernas desde las ingles hasta los tobillos, y los pies separados en forma de V, como una cola de pez. La prensa comenzó a referirse a la niña como “la Sirenita”.
Cuando Rubio alzó en brazos a la bebé, de poco más de dos kilos de peso, ésta contrajo el cuerpito y se puso a llorar. ¿Qué voy a hacer?, se dijo el médico. Así no podrá vivir.
Empezó a palparle la parte inferior del cuerpo para determinar el estado de huesos, músculos y demás tejidos. La niña padecía sirenomelia, una rara malformación congénita causada por una anomalía circulatoria en las piernas durante la gestación.
El cirujano había leído sobre esta deformidad, pero jamás pensó que le tocaría atender un caso. El pronóstico era sombrío: la mayoría de los niños afectados también presentan defectos en los órganos urinarios y mueren en el vientre materno o poco después del parto. Rubio sabía solo de una niña aquejada de sirenomelia que había sobrevivido a una operación para separarle las piernas.
Lo primero que el médico debía ha-cer era examinar la estructura de la “cola de sirena”. ¿Hasta qué grado se habían formado huesos, tejido conjuntivo, nervios, tendones, músculos y vasos sanguíneos? Una vez que determinara esto con exactitud, podría formular un plan para mantener con vida a la niña, separarle las piernas y, si todo salía bien, dejarla en condiciones para que pudiera caminar.
Ordenó que le hicieran una serie de tomografías. Si los huesos de las piernas estaban fusionados, la operación sería mucho más complicada o imposible. Al revisar las imágenes vio con alivio que los huesos estaban bien formados y separados, aunque unidos por una maraña de ligamentos y tejido conjuntivo. Las placas revelaron también que a la niña solo le funcionaba un riñón, el cual estaba parcialmente formado, y que otros órganos presentaban deficiencias.
Rubio llamó por teléfono al doctor Mutaz B. Habal, de Tampa, Florida, el cirujano que había operado con éxito a la única sobreviviente conocida de sirenomelia, hoy día de 16 años. Aquél le aconsejó esperar a que la bebé creciera un poco y reuniera fuerzas para resistir la operación.
Cuando Rubio terminó de elaborar el plan de acción, informó a los padres de la niña que la operaría en un plazo de cuatro meses, y, para que no se hicieran demasiadas ilusiones, agregó:
—Debo decirles que su hija tiene pocas esperanzas de sobrevivir.
Cuando la bebé cumplió dos meses de edad, sus padres la bautizaron con el nombre de Milagros. “Para nosotros era un milagro que siguiera con vida”, comenta Sara.
A LOS CUATRO MESES, la niña ya tenía fuerzas suficientes para soportar la operación, pero como la deformidad la hacía propensa a las infecciones, hubo que aplazar la intervención varias veces. Sus padres pasaron meses agobiados por la incertidumbre.
Milagros cautivó el corazón de todo su país con su radiante personalidad.
Entre tanto, la alegría de Milagros cautivaba el corazón de toda la gente. Aun para Rubio, que había operado a cientos de niños, fue imposible no encariñarse con ella. Decía que cada nueva expresión que se dibujaba en su rostro era “un regalo extraordinario”. La prensa seguía fascinada con la historia de la Sirenita y todo Perú estaba pendiente de ella.
Antes de operar, los médicos debían asegurarse de que Milagros tuviera suficiente piel para cubrir las incisiones quirúrgicas. Cuando la niña cumplió 10 meses, el doctor Rolando Pinto, colega de Rubio, le insertó bajo el tejido que unía las piernas unas bolsas de silicona que se llenarían poco a poco con una solución salina para ensanchar la capa de piel. Sin embargo, la inserción produjo una úlcera cutánea que requirió tratamiento en una cámara hiperbárica.
TRES MESES DESPUÉS, una vez curada la úlcera, Rubio comprendió que había llegado el momento de operar. La primera tarea de los médicos fue examinar la red vascular de las piernas: si detectaban problemas, sería inútil separarlas porque no funcionarían.
Otro colega de Rubio, el cirujano cardiovascular Manuel Adrianzén, de 44 años, ordenó inyectar un medio de contraste en una arteria femoral de Milagros y observó en un monitor cómo fluía por el cuerpo.
A Adrianzén no le gustó lo que vio en la angiografía: en vez de que la sangre circulara libremente por la arteria femoral de cada pier-na, estaba fluyendo solo por la extremidad izquierda, de donde pasaba a la derecha a través de tres arteriolas anormales que conectaban las piernas justo por debajo de las rodillas. Si el suministro de sangre de la pierna derecha dependía de esas tres arteriolas, sería imposible separar las extremidades y habría que amputar la derecha.
Adrianzén aún tenía una esperanza: el catéter usado para inyectar el medio de contraste se había insertado en el muslo derecho y era posible que hubiera obstruido la circulación hacia la arteria femoral de esa pierna.
El equipo médico decidió operar. El 31 de mayo de 2005, Rubio levantó de la cuna a la niña, ya de 13 meses, y la llevó en brazos al quirófano.
Ricardo y Sara presenciaron la operación a través de un televisor de circuito cerrado en una sala de espera frente al quirófano. Dios mío, no permitas que mi hija sufra y haz que todo salga bien, suplicó Sara en silencio. Ricardo se cubrió el rostro y lloró.
Rodeado por 11 médicos y varias enfermeras, Adrianzén hizo una incisión de 15 centímetros de largo debajo de las rodillas de la niña para localizar las tres arteriolas. Una vez retraídos la piel y el tejido subyacente, aquéllas quedaron a la vista.
Milagros tenía sujeto al dedo gordo del pie derecho un sensor para medir la oxigenación sanguínea. Si el flujo de sangre hacia la pierna derecha dependía de las tres arteriolas, el nivel de oxigenación en esa extremidad disminuiría abruptamente al pinzarlas.
Una enfermera le pasó a Adrianzén las seis pinzas con que sujetaría las arteriolas, y él las fue colocando una por una. Cinco minutos después el cirujano miró el monitor que indicaba la oxigenación sanguínea, y sonrió detrás de la mascarilla quirúrgica.
—Todo se ve normal —dijo—. Podemos continuar.
Debían hacer dos incisiones coincidentes por delante y por detrás de la entrepierna para poder operar por ambos lados. Mientras Pinto alzaba la parte inferior del cuerpo de la niña tomándola por los pies, Rubio cortó la piel que mantenía unidos los talones. Una enfermera absorbió con una gasa la sangre que empezó a manar. Cuando retrajeron los bordes de la piel quedó a la vista el tejido carnoso y rojo que unía las piernas.
La operación iba a poner a prueba las habilidades de los cirujanos. Con extremo cuidado empezaron a separar nervios, tendones, ligamentos y vasos sanguíneos; cauterizaban cada capa de tejido tan pronto como la cortaban para que no sangrara. Extendieron entonces la piel que se había hecho crecer con las bolsas de silicona, recubrieron con ella la parte interior de las piernas y suturaron los bordes.
Por fin, a cuatro horas y media de iniciada la operación, Rubio salió a la sala de espera, abrazó a los padres de Milagros y les dijo:
—Todo salió bien.
Al día siguiente la niña ya había vuelto en sí y de nuevo empezaba a comer. Cuando Rubio fue a verla, la pequeña le lanzó una sonrisa y con su voz aguda exclamó:
—¡Doctor!
TRES MESES DESPUÉS de la operación, debido a complicaciones en el proceso de cicatrización, fue necesario volver a unir parte de los muslos de la niña, pero en septiembre de 2006 Rubio la operó una vez más para separárselos definitivamente.
Menos de un mes después, en una sala del Hospital de la Solidaridad llena de fotógrafos, periodistas y personal médico, Sara se encontraba acuclillada ayudando a su hija a sostenerse de pie en el suelo. A varios metros de ellas, Rubio se acuclilló también y llamó a la niña:
—Mili, ven acá.
La pequeña, asida al dedo de una enfermera, dio sus primeros pasos hacia él, riendo. Luego lanzó besos a los presentes y contoneó las caderas como si estuviera bailando.
El médico hizo rodar una pelota verde hacia Milagros y ella la pateó sin titubear.
—¡Otro gol! —exclamó Rubio, y entonces la levantó en brazos y le dio un efusivo beso en la mejilla.
El enorme interés público que suscitó el caso de Milagros atrajo más fondos para el Hospital de la Solidaridad y una oleada de pacientes nuevos. En la actualidad, 16 clínicas ubicadas en las zonas más pobres de la ciudad de Lima y una en la provincia de Sullana atienden a más de 25.000 pacientes por día. Rubio planea abrir este año un centro de tratamiento para niños con malformaciones congénitas graves.