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¡Tiburón al ataque!

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Una hermosa bahía en Rusia oriental, una pareja joven, un chapuzón al atardecer; luego, de repente, ¡el terror!

Las límpidas aguas azules del Pacífi co invitan a nadar. Sentado junto al fuego, Denis Udovenko rasguea con impaciencia la guitarra. ¿Terminará su esposa de trajinar con las cacerolas? Él quiere darse una zambullida, pero Polina está ocupada en el campamento que instalaron en la pequeña bahía de Teliakovski, en la lejana costa oriental de Rusia.

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Es mediados de agosto de 2011 y luego de dos días nublados el sol por fin ha salido, acentuando la belleza de este remoto paraje. La península que abriga la bahía se extiende imponente a lo lejos. El hogar de la pareja en la ciudad de Vladivostok, a 230 kilómetros, les parece otro mundo. Fue lo inaccesible de la bahía lo que atrajo a Denis, programador de computadoras y amante de la soledad.

—Voy a nadar solo —anuncia por fin, dejando a un lado la guitarra.

Hombre alto, de pelo castaño oscuro y rostro serio, tiene hoyuelos en las mejillas que sorprenden porque rara vez sonríe. Estira los dedos, fuertes y callosos de tanto tocar la guitarra, y se pone de pie. Polina, contadora de 25 años, de larga cabellera castaña y carácter afable, lo detiene:

—Espérame, por favor. Yo también quiero ir, ¡y sin mis lentes no veo!

Denis, de la misma edad, accede. Sabe que a ella la ponen nerviosa los erizos de mar y las rocas afiladas, así que se zambullen juntos y nadan hacia la punta de una estrecha lengua de tierra situada a unos 200 metros de la playa, que los lugareños llaman “la Isla del Corazón Anheloso”. Él va adelante, nadando pecho e indicándole a Polina que no hay peligro.

En la isla bucean, chapotean y luego se tienden a secar al sol poniente. Se quedan media hora, hasta poco antes de las 7, cuando empieza a hacer frío. Para regresar al campamento Denis vuelve a ponerse al frente; nada a un ritmo cómodo mientras intenta ver adelante. El agua allí tiene unos ocho metros de profundidad, y la luz del ocaso la ha puesto turbia. De pronto Denis ve abalanzarse algo hacia él: una sombra de tres o cuatro metros de largo. Gira y siente una mordedura en la mano derecha.

—¡Polina, sal rápido del agua! ¡Un tiburón! —grita.
—¿Cómo…? —pregunta ella, incrédula, pues allí no hay tiburones. Nunca los ha habido, al menos no de los que pueden atacar personas.

Entonces ve desaparecer bajo el agua al hombre con quien se casó hace ocho meses. Denis tarda varios segundos en comprender lo que le está pasando. El tiburón lo arrastra hacia el fondo. Allí el agua está mucho más fría y Denis siente una intensa corriente que le resuena en los oídos. No tragues agua, se dice. Saca la cabeza y respira.

El tiburón le aprisiona la muñeca derecha con sus agudos dientes y sacude fuertemente la cabeza para desgarrar tendones, músculos y huesos… como un lobo zarandeando a su presa. Quiere arrancarme la mano, piensa Denis, atónito. Polina no sabe qué hacer. Sin sus lentes apenas distingue los pies de Denis debatiéndose y entonces empieza a nadar detrás de ellos para tratar de agarrarlo y ponerlo a salvo. Pero algo se interpone en su avance. Ella lo siente sin verlo: un lomo liso y una aleta inmensa la apartan de su esposo. Distingue una forma: la cabeza de Denis emergiendo del agua una, dos, tres veces…

—¡Auxilio! —grita—. ¡Un tiburón!

Y huye para salvar la vida… y la de su marido. No sabe si va nadando hacia él o en la dirección opuesta. Solo sabe que tiene que buscar ayuda. De repente, el tiburón arrastra a la superficie a Denis otra vez. Él respira a todo pulmón y contiene el aire antes de que vuelva a hundirlo y zarandearlo. Es una danza mortal bajo el agua en la que el escualo marca el paso. Denis le clava la vista en los ojos mientras el furioso tiburón sigue desgarrándole la mano hasta arrancársela con todo, y su anillo de boda.

«No quiero morir, ni hoy ni en mucho tiempo». Pégale a este animal en la nariz. Es una voz insistente en el fondo de su conciencia.

Cierra el puño izquierdo, toma impulso y golpea al tiburón con fuerza. Siente el impacto contra el cartílago de la nariz y un intenso dolor, pero una descarga de adrenalina se lo quita. El tiburón parece enfurecerse aún más y arremete de nuevo, esta vez mordiéndole la muñeca izquierda. Vuelve a empezar la danza mortal, ahora más violenta, hasta que de pronto el depredador lo suelta. Denis ha perdido la mano, y en la cadera izquierda le falta un trozo de carne de 15 centímetros que el animal le arrancó cuando intentaba escapar.

Se queda flotando en el agua. Han pasado unos cuantos minutos, pero se le han hecho eternos. Se prepara para que regrese el tiburón.

Kirill Zenkov y Serguéi Torojov, dos amigos oriundos de Jabárovsk que acampan en la playa vecina, van saliendo de la bahía tras haber cargado con leña su lancha, de cuatro metros de eslora y con un motor de 30 caballos. Mientras Kirill maniobra con cuidado entre los escollos de la orilla, oyen un grito.

—Chist, apaga el motor —dice Serguéi, economista de 33 años.

Kirill, comerciante de azúcar de 35, deja el motor en marcha mínima. Los amigos solo distinguen la palabra “auxilio”, despavorida.

—Es una mujer ahogándose —observa Kirill, quien acelera y se dirige hacia ella, pero al acercarse ven con sorpresa que está nadando y gritando a la vez. Se detienen junto a Polina y Serguéi la sube a bordo.

—¡Sálvenlo! —dice ella, llorando, y señala el agua—. ¡Un tiburón!

Los amigos miran a un lado y ven el mar teñido de sangre. Serguéi divisa entonces una aleta de tiburón de unos 40 centímetros de altura que surca el agua a toda velocidad y, junto a ella, la cabeza de un hombre. Kirill y Serguéi no pueden pensar, actúan por instinto al impulso de la adrenalina. ¡El hombre está a solo un metro! ¡Hay que virar! La aleta desaparece. El tiburón se ha ido por un instante. ¡Al rescate! Kirill se detiene junto a Denis.

—Dame las manos —dice Serguéi.
—Ya no tengo —replica Denis, y le muestra los muñones.

Serguéi se asoma por la borda, levanta a Denis, sangrante y desnudo, por las axilas, lo recuesta sobre el regazo de Polina y le dice que presione los muñones para contener la hemorragia. Ella obedece, aunque no soporta ver sangre. Comienza a mecer a su esposo y, como un mantra, a repetir en un susurro: “Todo va a salir bien. Te amo”.

Denis está pálido por la pérdida de sangre pero no quiere cerrar los ojos porque teme que, si lo hace, no los volverá a abrir nunca más.

Cuando bajan al herido de la lancha, la gente que está en la orilla guarda silencio. Aun al borde de la muerte, a Denis le da pudor su desnudez y pide que lo cubran. Alguien lleva una toalla. Otros revisan botiquines en busca de ungüento antiséptico, agua oxigenada y vendas. Kirill llama a la policía y a los servicios de emergencia.

Si no llevan pronto al hospital a Denis, morirá desangrado. Los amigos le restañan los muñones lo mejor que pueden con cuerdas de tienda de campaña, cubren con una lona el asiento trasero de la camioneta de Serguéi y parten a Slavianka, ciudad situada a 70 kilómetros, donde hay un hospital. Polina se sienta atrás con su esposo.

Al otro día por la tarde, Polina respira hondo antes de entrar en el cuarto de hospital para ver a su esposo por primera vez desde la noche anterior, cuando lo llevaron al quirófano. ¡Parece tan pequeño en la cama, rodeado de aparatos! Lo que queda de sus antebrazos está oculto bajo gruesos vendajes. Él le sonríe, mostrando los hoyuelos de sus mejillas.

—Me alegro mucho de que no te haya pasado nada a ti —le dice.
—Ya pasó el peligro —le responde Polina, deseando poder abrazarlo—. Todo va a estar bien. 

Gracias a las donaciones que recibió de simpatizantes, Denis Udovenko viajó a Corea del Sur y después a Alemania. a hacerse injertos de piel en la cadera y recibir fisioterapia para adaptarse a sus nuevas prótesis. Polina y él, ambos de 27 años hoy día, se mudaron a la isla de Sajalín donde Denis estudió de niño; pronto reanudó su trabajo de programador. También ha empezado a tocar la batería para ponerle ritmo a una vida que estuvo a punto de perder. A veces no encuentra el compás, pero agradece la oportunidad de volver a intentarlo.

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