Dos jóvenes que vieron el rostro de la muerte acurrucados en una balsa salvavidas.
Acurrucados en la balsa salvavidas, los dos navegantes rezaron para que alguien los rescatara…
—¡Ahí viene una ola!
Sentada en un extremo del velero que se remecía sobre las agitadas aguas del océano Índico, Libi Belozersky, navegante israelí de 27 años, oyó el grito de advertencia y miró hacia atrás: una ola azul, tan alta como una casa, llenaba el cielo. La joven se sujetó con fuerza y tensó el cuerpo. Pero el velero GiGo2, de 16 metros de eslora, estaba hecho para eso: remontó el enorme muro de agua y bajó por el otro lado formando un remolino de espuma. Aferrado al timón, Pierpaolo Mori, piloto de barcos de recreo italiano de 34 años, no pudo contener la alegría y exclamó:
—¡Vamos, GiGo, llévanos a casa!
Libi se había unido a Pierpaolo en el Caribe. El velero ultramoderno que tripulaban era propiedad de un industrial italiano, y se reunían con él en puertos exóticos de todo el mundo para llevarlo a hacer recorridos locales. Habían seguido una ruta a través del Pacífico sur y rodeado la costa norte de Australia hasta las islas Maldivas, en el océano Índico. Tras hacer una escala en la isla de Malé, partieron hacia Eritrea, en África, de donde planeaban seguir hacia el Mar Rojo has-ta el Canal de Suez. En los primeros cinco días del trayecto las condiciones habían sido difíciles, con furiosos vientos en contra, pero ahora, el 24 de septiembre de 2007, contemplaban la puesta del sol mientras comían un atún que habían pescado.
Libi y Pierpaolo se conocieron en 2005, mientras navegaban por el Atlántico. La joven dio una palmada sobre la cubierta del GiGo2 y dijo:
—¿No es grandioso navegar en un velero en el que puedes confiar?
Pierpaolo, quien había sido tripulante de barcos de recreo desde que era un adolescente en su pueblo natal, Sestri Levante, cerca de Génova, le respondió con una sonrisa.
Libi se mantuvo en el timón hasta la medianoche, y tan cautivada estaba por el resplandor de las estrellas y el incesante vaivén de las olas, que decidió dejar que Pierpaolo durmiera media hora más. Minutos después oyó un ruido metálico, como si se hubiera soltado un resorte. Echó un vistazo hacia arriba: los aparejos parecían estar bien. Miró hacia un lado y no notó nada en el agua.
Dentro de la cabina, Pierpaolo despertó sobresaltado, se puso las gafas y de un salto bajó a la cubierta.
—¿Golpeamos algo? —preguntó.
—No, lo habría sentido —le respondió Libi.
El velero seguía surcando el agua sin ningún problema aparente. Pierpaolo se encogió de hombros y volvió a la cabina. Se puso una chaqueta y pantalones impermeables amarillos para relevar a Libi en el timón. Al bajar el último escalón para llegar a la cubierta, sintió que el velero se inclinaba hacia un lado, como si lo hubiera golpeado una ola.
—La quilla lo enderezará —dijo Libi con seguridad—, pero, un instante después, ya estaba en el agua.
Pierpaolo vio cómo se hundían el mástil y la vela. No había tiempo para pedir auxilio por radio ni para hacer nada: ¡se estaban volcando! De pronto, el velero quedó completamente volteado y hundido en el agua. Pierpaolo y Libi extendieron los brazos para protegerse la cabeza, y lucharon para no enredarse con los aparejos. Él se arrancó la ropa impermeable, antes de que lo arrastrara más abajo.
—¡Necesitamos la balsa salvavidas! —gritó al salir a flote.
La balsa estaba dentro de una bolsa amarrada detrás del timón. Libi nadó hasta ella y la desató. Pierpaolo sacó la balsa, que se infló con un silbido; luego trepó en ella, agarró a Libi de la mano y la subió de un jalón.
Instantes después, miraron hacia atrás. Brillando a la luz de la luna, el velero surgió entre las olas. El timón se había partido en dos; la hélice del motor asomaba en el agua, y la quilla, de tres metros de largo y cinco toneladas de peso, había desaparecido. Pierpaolo extendió el toldo anaranjado de la balsa salvavidas para no seguir viendo aquella imagen terrible. En menos de dos minutos, se habían convertido en un par de náufragos solitarios flotando a la deriva.
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El inicio de la hazaña
Sin vela, motor, ni radio, la pequeña balsa se sacudía con violencia en medio del mar, vapuleada por las olas. Pierpaolo temía que en cualquier momento los embates la volcaran y reventaran, así que activó una especie de paracaídas diseñado para frenar y mantener estable la balsa. La cuerda del dispositivo se rompió.
La balsa era un cuadrado de 1,5 metro por lado —más pequeña que una cama matrimonial—, con un toldo de apenas un metro de altura. Los costados estaban formados por dos tubos inflados, uno sobre el otro, y ya se les estaba escapando el aire. Pierpaolo los volvió a inflar con una bomba de fuelle que encontró flotando, pero la fuga era grande y constante. Además, a la balsa le estaba entrando agua.
Dentro de una bolsa hallaron equipo de supervivencia: una linterna, que falló a los cinco minutos; un botiquín de primeros auxilios lleno de agua, una caja con bengalas y cohetones, un par de remos, una caña de pescar y 12 litros de agua potable en bolsas de plástico pequeñas.
El amanecer tardó una eternidad en llegar, y el siguiente día fue terriblemente largo. Exhaustos, empapados y temblando de frío, los náufragos no podían tenderse para dormir ni darse masaje el uno al otro. Iban callados para ahorrar energía. Cada 40 minutos Pierpaolo llenaba de aire los tubos, y Libi sacaba el agua de la balsa.
Abrieron el toldo y miraron hacia abajo. Se quedaron muy sorprendidos al ver decenas de pececillos nadando a la sombra de la balsa, y algunos peces más grandes debajo de ellos.
—¡Aquí hay todo un mercado de comida! —exclamó Pierpaolo.
Sacó la caña de pescar, pero el anzuelo era muy pequeño, y el sedal, no más grueso que un cabello humano.
—¡Llaman equipo de supervivencia a esta porquería y parece un juguete! —bramó furioso, y lanzó la caña al agua.
Al segundo día, el viento cesó y las olas se calmaron. Libi hizo un inventario del agua potable que tenían.
—Con las bolsas que quedan podemos beber un cuarto de litro al día cada uno durante 20 días —dijo.
Era una cantidad pequeña, menos de la mitad de la que su cuerpo necesitaba, pero era vital hacer rendir el agua. Libi calculó que, con el viento y la corriente a su favor, la balsa podría llegar en 20 días a la costa de la India, que se encontraba a 800 kilómetros al este. Cuando se les acabara el agua, podrían sobrevivir hasta siete días más antes de que sucediera lo peor.
Joven alta, delgada, de rasgos angulosos y una sonrisa contagiosa, Libi emigró de Moscú a Tel Aviv con su madre cuando tenía 10 años de edad. Se aficionó a navegar como miembro adolescente de los Scouts Marinos, y se costeó sus estudios universitarios de neurobiología dando clases de velerismo y pilotando barcos de recreo en todo el Mediterráneo.
Desde el momento en que Pierpaolo la ayudó a subir a la balsa inflable, Libi se concentró en ver hacia adelante. Creía que mirar hacia el pasado era inútil, y que sólo pensando de manera positiva podrían sobrevivir.
Pierpaolo, en cambio, era más pesimista y tenía una visión pragmática respecto al peligro que corrían.
—El problema contigo es que tu vaso siempre está medio lleno —le dijo a Libi.
A lo que ella contestó:
—Cuando mi vaso esté medio vacío, lo llenaré.
—¿Te das cuenta de que podríamos morir aquí? —replicó Pierpaolo.
—¿Tan graves son ya las cosas?
—No.
—Bueno, pues entonces hablaremos sobre ese tema dentro de dos semanas, no antes —concluyó Libi.
De pronto oyeron un golpeteo en un costado de la balsa. Un pez volador estaba atrapado en el toldo, agitando las aletas. Pierpaolo lo agarró y lo cortó a la mitad. Olía mal y sabía peor. Libi tomó su pedazo y, como si fuera una medicina, se lo tragó con un sorbo de su preciada agua.
Al poco rato sintió comezón en los hombros y la espalda, y empezó a rascarse. Pronto, tanto ella como Pierpaolo sentían que todo el cuerpo les ardía. Al quitarse la ropa mojada, Libi vio que tenía la piel muy irritada debido al roce de la áspera tela ahulada de la balsa. Desvestirse los alivió, pero no mucho. La superficie de la balsa parecía una lija. No podían mantenerse quietos, y cada movimiento que hacían era una tortura.
La noche fue larga y terrible. Además de empapados y muertos de frío, debían cambiar de posición constantemente, apretando los dientes para soportar el dolor. Pierpaolo trató de recordar las palabras de las oraciones que había aprendido de niño.
Cuando amaneció se dieron cuenta de que sus laceraciones se habían inflamado a causa del agua del mar, y que se estaban convirtiendo en llagas. Pierpaolo encontró gel desinfectante en el botiquín. Se limpiaron la piel el uno al otro con pedazos de algodón. Fue el mejor momento del día.
El único otro objeto que lograron recuperar cuando se volcó el velero fue un globo grande inflado en forma de cilindro. Se turnaron para acostarse sobre él boca abajo, con los glúteos al aire, a fin de secarse al sol.
Una gaviota bajó en picada desde el cielo e, increíblemente, se posó a unos cuantos centímetros de la mano de Libi.
Ella la agarró por el cuello.
—¡Atrapé un ave! —gritó llena de emoción—. ¿Qué hago?
—¡Mátala!
—¿Cómo?
Pierpaolo señaló el agua del mar. Libi sumergió la gaviota para ahogarla, tratando de no pensar en su agonía. Fue el peor momento de su vida. Estremeciéndose, le pasó el ave muerta a su compañero, quien extrajo la poca carne de la pechuga. Libi tragó su parte con repugnancia.
Luego, algo golpeteó el fondo de la balsa. Era una tortuga grande. Pierpaolo temió que su rugoso caparazón rasgara la tela, así que la alejó con un remo. Pero el animal regresó. Pierpaolo pensó entonces en su carne, y la lazó por el cuello con una cuerda. Cortar la carne con un cuchillo pequeño fue una tarea larga y sangrienta. Libi no soportó comerla.
—Seré vegetariana lo que me quede de vida —dijo con un gesto de asco.
Los peces subían a la superficie a atrapar los pedacitos de carne que Pierpaolo echaba al mar, y esto le dio una idea. Buscó la pequeña caña de pescar y le puso carnada al anzuelo. Un pez picó inmediatamente, pero, para colmo de males, la endeble caña no duró ni un segundo.
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El fin de la agonía
Alrededor del mediodía del quinto día, Pierpaolo sintió una vibración en el toldo de la balsa. Asomó la cabeza y miró alrededor. Un barco verde lleno de contenedores se dirigía hacia ellos. Pierpaolo tomó una luz de Bengala y la encendió cuando la nave estaba a 200 metros de distancia. La luz estalló en el cielo, pero nadie apareció en la cubierta del barco. Éste siguió de largo hasta perderse de vista.
—No importa, de todas maneras son buenas noticias —dijo Libi con voz serena—. Significa que no estamos tan solos en medio de este océano. Estamos en una ruta marítima.
Tenía razón. Pronto apareció un viejo buque de carga, aún más cerca de la balsa. Lanzaron una luz de Bengala, pero la nave no se detuvo.
El sexto día atraparon otra ave, y sobre el toldo quedaron varados más peces voladores; sin embargo, ni Libi ni Pierpaolo tenían hambre. Su cerebro les ordenaba que comieran, pero su estómago se negaba a recibir alimento, así que lucharon mucho para tragar la carne cruda.
Avistaron tres barcos más, pero las bengalas restantes estaban mojadas y no prendieron. En el curso de las dos noches siguientes vieron otro par de naves, mas nada pudieron hacer.
La fuga de aire empeoró, y Pierpaolo tenía que hacer 100 bombeos para inflar otra vez los tubos. Se les resecó y agrietó la lengua, y cada vez estaban más débiles. Sólo les quedaba la mitad del agua potable.
Las noches parecían eternas. Ni siquiera podían darse ánimos asiéndose de las manos, debido a la constante necesidad de cambiar de posición. Pierpaolo empezó a creer que la balsa era un aparato infernal diseñado para que tuvieran una muerte lenta.
En la novena mañana, Libi apartó el toldo para dejar entrar la luz del sol y vio algo a lo lejos: humo.
—Quizá sea un barco incendiándose —comentó Pierpaolo.
—Vaya, ¡pues que mala suerte tenemos! —repuso ella.
En el horizonte surgió algo que parecía una fábrica flotante. Frente a ella había un punto negro. Se trataba del remolcador belga Alphonse Letzer, que arrastraba una barcaza panameña para tendido de tubos.
—Es enorme, y me parece que viene hacia acá —dijo Pierpaolo.
Sin albergar muchas esperanzas, vieron cómo se acercaban poco a poco las dos naves. Los náufragos agitaron los brazos y gritaron. El remolcador redujo la velocidad, y en la cubierta aparecieron varios hombres.
—¿Pueden nadar? —les preguntó a gritos uno de ellos.
La barcaza, atada al remolcador con un cable de 250 metros de largo, se acercó aún más a la balsa. Pierpaolo se tiró al agua y, pensando que Libi lo seguía, empezó a nadar hacia la nave. Pero Libi había recordado algo: estaba desnuda y tenía que vestirse. Detrás de la barcaza apareció una lancha, y ésta los recogió.
La barcaza se dirigía a la India, y sus 12 tripulantes se apresuraron a auxiliar a los náufragos. Les dieron de comer, y un enfermero les curó las llagas y escoriaciones. El capitán de la nave calculó que la balsa había flotado a la deriva casi 240 kilómetros.
Al día siguiente fue el cumpleaños de Pierpaolo, y la tripulación lo agasajó con una fiesta a bordo.
—Ojalá que todos tus cumpleaños sean tan felices como éste —le dijo Libi mientras lo abrazaba.
Ambos se estremecieron.
Cinco días después, un barco de la Guardia Costera de la India trasladó a la pareja a Kochi, y de allí tomaron un vuelo a casa. Hoy día Libi hace investigaciones en una universidad, y tanto ella como Pierpaolo trabajan como pilotos de veleros en Tel Aviv. Están planeando dar una serie de conferencias sobre la seguridad al navegar. “Nunca puedes ser demasiado precavido en el mar”, dice Libi. “Jamás sabes cuándo te llevarás una sorpresa”.