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Pesadilla submarina: cuando las vacaciones se convierten en una tragedia

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Parecía imposible que alguien pudiera haber sobrevivido pero una voz en su interior seguía diciéndole a Nico que aún había esperanza. 

El hermoso yate de 9 metros de largo ancló en las cristalinas aguas del mar Adriático, a casi 183 metros al sur del litoral italiano. “Ya verás, es un paisaje increíble”, le decía Antonio Giovine a su amigo alemán, Horst Hartmann. El día anterior, Antonio había ido a bucear en las costas del pequeño poblado de Polignano a Mare, donde estaban de vacaciones, y había encontrado una caverna en la que se mezclaban el agua dulce y la salada dentro de un pasaje subacuático en el arrecife, creando extraños efectos visuales.

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A bordo del bote se encontraba además un grupo de familiares y amigos, incluyendo a Luciano, hermano de Antonio y dueño del bote. Horst, un alegre alemán empleado del aeropuerto de Frankfurt, y Antonio, ambos de 27 años de edad, habían sido amigos por años y a menudo pasaban sus vacaciones juntos. Los dos compartían su pasión por el buceo y en tanto que Antonio era autodidacta, Horst había terminado un curso de dicha práctica en su país natal. Los hermanos tenían tanques de oxígeno dobles, los cuales duraban unos 100 minutos bajo el agua, mientras que Horst y su amigo alemán solo tenían un tanque cada uno; lo que equivalía a 50 minutos de oxígeno por persona. Sin embargo, no bucearían a más de nueve metros de profundidad, por lo que era más que suficiente para echar un vistazo rápido a la caverna y volver al bote. Horst traía consigo su cámara subacuática y una linterna. Eran las 3:30 de aquella hermosa tarde de agosto. “¡Muy bien, vamos!, gritó Antonio, lanzándose de espaldas al agua, por un costado el bote. Con Antonio liderando, los cuatro buzos se dirigieron en paralelo hacia el arrecife en un trayecto que duró casi media hora, mientras su guía buscaba un hueco para entrar. Estaba a punto de darse por vencido cuando lo encontró, haciéndole señas a los otros para que lo siguieran. Para ese momento ya llevaban 45 minutos bajo el agua, por lo tanto Horst y su amigo ya estaban usando el suministro de emergencia de sus tanques.

Antonio apuntó hacia un túnel como preguntando, “¿Van a entrar?” El amigo de Horst agitó la cabeza e hizo señas de que regresaría al bote y Luciano iría con él. Pero Horst asintió con entusiasmo y aunque Antonio titubeó, finalmente decidió que no habría problema. Antonio permaneció abajo y miró a Horst acercarse a la entrada de la caverna para luego encender su linterna. Posteriormente, levantó su pulgar en señal de visto bueno y se introdujo en la oscuridad. A medida que pasaron los minutos Antonio comenzó a tener una extraña sensación de angustia en el estómago. Seguramente Horst se está tomando su tiempo, pensó. ¿Qué demonios está haciendo? ¿Habrá olvidado que está usando sus reservas de oxígeno? De repente le llegó un pensamiento a la mente: ¡Algo anda mal! Antonio comenzó a patalear velozmente con sus aletas adentrándose en el hueco. Fue entonces que logró ver un haz de luz más adelante y conforme se acercaba se hacía más intenso. Se trataba de su amigo. Gracias a Dios… pensó Antonio cuando vio que Horst estaba a solo dos o tres metros de ahí, pero la luz de la linterna se movía de forma errática. ¡Esto no está bien! Antes de que siquiera se diera cuenta, el alemán ya estaba sobre él tirando de la manguera de aire para quitársela a su amigo de la boca. Instintivamente, Antonio trató de alejarse y luego comprendió que Horst quería que compartiera su oxígeno con él. A esto se le conoce como respiración compartida: dos buzos se reparten el oxígeno a través de una sola boquilla, uno exhala mientras el otro inhala. Debe haberse quedado sin aire, pensó Antonio, así que abrió la boca para pasarle la manguera a su amigo, pero estando en estado de frenesí Horst arrancó la mascarilla de Antonio, haciendo que ésta cayera. Sin poder ver o respirar y con los pulmones casi por estallar, Antonio utilizó su último recurso: succionar aire directamente de su tanque de reserva. A punto de desmayarse, sacó un arnés de su mochila y abrió la llave del tanque permitiendo que saliera un chorro de oxígeno. Trató de inhalarlo pero solo logró toser una mezcla de aire y agua. La válvula del regulador de salida debió haberse averiado. Entonces, tiró la manguera del tanque y volvió a introducir la boquilla en su boca pero inmediatamente después comenzó a toser de nuevo. No podría soportar por mucho tiempo más. Pero, ¿dónde estaba Horst? Antonio rezaba porque su amigo hubiera aguantado la respiración lo suficiente como para llegar a la superficie. Nadando a través del agua turbia, con la mochila puesta sobre su pecho, Antonio logró encontrar la linterna de Horst tirada en el fondo y la tomó para seguir. Más adelante, el piso del túnel se inclinaba ligeramente hacia arriba; seguramente se trataba de la salida por lo que pataleando todo lo que podía, se dirigió hacia allá. En cualquier momento vería la luz del sol. El túnel comenzó a ascender casi de manera vertical. El italiano trató de succionar aire de la boquilla pero ya no quedaba más, así que tiró los tanques, ya inservibles para él, y nadó hacia la salida con sus últimas fuerzas. Finalmente, su cabeza emergió a la superficie y pudo tomar grandes bocanadas de aire para llenar sus pulmones ya cansados. ¿Pero dónde estaba el cielo azul de verano? Al mirar hacia arriba solo pudo ver la sólida roca. El espacio alrededor de su cabeza no era más grande que el tamaño de una bañera volteada hacia abajo. Había tomado la ruta equivocada y salido a una bolsa burbuja de aire que había en el arrecife. Sin tanques de oxígeno estaba atrapado y solo podía esperar la muerte. En su desesperación, comenzó a gritar y gritar hasta quedar sin voz.

Pesadilla submarina: cuando las vacaciones se convierten en una tragedia

Los minutos pasaban, y ni Antonio ni Horst salían a la superficie. Fue entonces que Luciano supo que necesitaba ir por ayuda. Nadó de vuelta al bote y usó su teléfono celular para llamar al equipo de rescate más cercano, la brigada de rescate en Taranto, que se encontraba a unos 64 kilómetros de ahí. Poco después de las 6:30 p.m. Cataldo Paladino, el buzo en jefe de 52 años de edad, entró al túnel. Veinticinco minutos después, su corazón se detuvo cuando el haz de luz de su linterna captó una figura flotando contra el techo del pasaje. Se trataba del cuerpo sin vida de Horst.

Cataldo utilizó todas sus fuerzas para empujar y jalar el cuerpo fuera del túnel. Sabía que habían entrado dos hombres al arrecife y sus años de experiencia le decían que el otro buzo, perdido más adentro en aquel laberinto, seguramente también había muerto. Consideró volver a entrar pero decidió que no sería conveniente debido lo turbio del agua, la falta de ayuda y a que cada vez estaba más oscuro. Era demasiado riesgoso. Nico Fumai, jefe submarinista en la Brigada de Rescate de Bari, estaba en casa listo para irse a dormir a las 11:30 p.m. cuando el teléfono sonó. Era una llamada del cuartel: “¿Supiste lo que sucedió en Polignano?”, preguntó el oficial en servicio. “Sí”, respondió Nico, “lo escuché en el enlace de radio”.

“Necesitamos tu ayuda”, replicó el oficial. “No hay problema”, contestó. Llamó a los otros tres miembros de su equipo de buzos. “Nos vemos mañana a las 5:30 a.m.”, les instruyó. Sentado a la mesa de su cocina, Nico comenzó a planear la operación del día siguiente. El buzo experimentado sabía que hacer preparativos apresuradamente sería fatal. Él mismo había escapado de la muerte en el pasado y en cada ocasión, su entrenamiento y calma le habían salvado la vida. Ahora, un pensamiento llegaba con fuerza a la mente de aquel hombre. ¿Quién dijo que había un cuerpo dentro de ese túnel? ¡Ese chico podría estar aún con vida! Llamó a su equipo de nuevo. “Nos vemos mañana una hora antes, a las 4:30 a.m.”. Para cuando dieron las 6:41 del domingo, el equipo ya estaba en posición afuera del túnel, a bordo de un bote inflable de 6 metros de largo. Nico tenía el traje puesto y estaba listo para bucear. 

Había conectado dos mangueras a cada uno de sus dos tanques para que dos personas pudieran respirar al mismo tiempo. Su ayudante se quedaría en la entrada de la caverna y aflojaría gradualmente la cuerda salvavidas atada a su cintura. Como siempre, antes de entrar al agua, Nico hizo una oración para luego saltar por la borda.

De vuelta en la caverna, Antonio “soñaba” que se ahogaba cuando de repente, forzándose a despertar, abrió los ojos para descubrir que tenía la garganta llena de agua y por lo tanto también unas náuseas terribles. Su cabeza debió quedar debajo del agua al quedarse dormido. En ese punto ya no sentía las extremidades; el frío se apoderaba de su cuerpo. Estoy muriendo, pensaba. Se encontraba demasiado cansado como para sentir miedo. Morir, ese momento, era como apagar una computadora. Simplemente la apagas y la pantalla se pone negra. No tengo razones para estar asustado, decidió. Nico encendió su linterna y entró al túnel. Tres metros y medio… cuatro; avanzando más adelante, una bifurcación. De repente, contuvo el aliento como cuando algo te toma por sorpresa. Desde un hoyo en una de las rocas, al lado derecho, notó un ojo negro y brillante que lo miraba; era una anguila de mar, también llamada congrio. Tiró dos veces de la cuerda para indicarle a su ayudante que todo estaba bien y, manteniendo sus ojos en la anguila, avanzó cuidadosamente hacia la primera desviación de la derecha. Más adelante había algo que emitía un reflejo en el lecho del túnel. Una máscara de buceo. Estoy en el camino correcto, dedujo Nico, guardando la máscara. Entonces, encontró la cámara de Horst atrapada debajo de un arrecife. Me estoy acercando. El túnel comenzó a ascender. El chico debe estar a no más de 18 metros hacia adentro del arrecife, determinó. Las paredes a su alrededor se hacían cada vez más anchas y ahora se encontraba dentro de una angosta cámara de aire.

Lo que reveló la luz de su linterna a continuación dejó al experimentado buzo sorprendido. Suspendido entre dos enormes piedras, por encima de él, había un par de pálidas piernas con aletas negras, ¡y una de ellas se movía! Nico se acercó, la tocó y enseguida una mano bajó dentro del agua y sujetó su muñeca izquierda. Entonces consideró que debía evitar que aquel chico entrara en pánico, así que pasó la boquilla de su regulador de reserva por encima de su cabeza, a través del agua, hasta llegar al rostro de Antonio. Podía escucharlo tomar bocanadas de aire antes de enviar la manguera de vuelta hacia abajo. El muchacho piensa que tiene que compartir el oxígeno conmigo, Nico se percató. ¡Es increíble que después de estar 17 horas en este hoyo, aún esté lúcido!

Ahora debía hacerle saber que podía conservar la boquilla, por lo que sacó la que tenía en la boca y la de reserva, mostrándole ambas por encima del agua. Esta vez, Antonio se quedó con una de las boquillas y le entregó la otra. Luego, tirando el brazo del chico, Nico lo persuadió para que se sumergiera. En ese momento pudo ver el rostro de aquel muchacho: pálido, barba de tres días y cabello largo y ondulado hasta los hombros. Estando bajo el agua, frente a frente, Antonio movió la cabeza en señal de negación; en sus ojos se podía ver el terror que sentía. Después volvió a la superficie. Nico lo entendió a la perfección. El joven no descendería a menos que pudiera ver por dónde iba. Por suerte, recordó la máscara que había encontrado y se la entregó. Antonio se la puso y volvió a sumergirse. Era momento de salir de ahí, por lo que el rescatista puso la cuerda guía en las manos de Antonio y lo empujó de frente hacia la salida de aquel túnel, sin embargo este último no tenía suficiente fuerza para nadar, por lo que Nico tuvo que continuar empujándolo desde atrás al mismo tiempo que verificaba que aún respirara. La cuerda salvavidas permaneció tensa ya que, afuera del túnel, su ayudante la jalaba conforme ellos avanzaban. Su progreso a través de aquel pasaje era lento y por lo tanto angustiante, pues estaban unidos a los mismos tanques y tenían que moverse como si fuesen siameses. Finalmente, llegaron a donde estaba la anguila, que los vigilaba desde su guarida. Unos segundos más tarde estaban afuera, entre la luz gris azulada del mar abierto. “¡Está vivo! ¡Está vivo!”. Gritó Nico al momento de salir del agua. “Traigan mantas calientes”. “Los submarinistas sacaron del agua el cuerpo de Antonio y pidieron una ambulancia. Mientras esperaban, frotaban y masajeaban a Antonio. “No puedes morir ahora”, le decía su rescatador. “Tienes que vivir”. Una vez en el hospital, el joven fue tratado por congelamiento y un edema causado por conato de ahogamiento. Los doctores dijeron que no hubiera sobrevivido otra hora más en esa caverna por la hipotermia. Cuando Nico finalmente subió a su camioneta para ir a casa, se inclinó sobre el volante sollozando. Sentía que había sido parte de un milagro.

De alguna manera, una mano invisible había guiado a Antonio hacia una diminuta burbuja de aire y posteriormente, lo había hecho con él. Donde se suponía que debía haber encontrado muerte, halló vida. El 13 de septiembre de 1992, Nico Fumai y sus hombres fueron condecorados con el prestigioso premio internacional “Captain Corageous”, por su valentía en el mar.

Este artículo apareció originalmente en la edición de junio de 1994 de Reader’s Digest.

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