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Refugiados en su propia tierra

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Te traemos tres historias reveladoras de familias ucranianas que se vieron obligadas a dejar sus hogares a raíz de la crisis que ha dividido profundamente a Ucrania y ha llegado a enfrentar a los propios ciudadanos entre sí. 

El problema comenzó hace ya más de un año cuando el presidente, Viktor Yanukovych, rechazó en forma unilateral un plan para que el país reforzara sus lazos con la Unión Europea (UE). Miles de personas salieron a las calles de Kiev, la ciudad capital, para manifestarse pacíficamente. El movimiento de protestas que se diseminó rápidamente por todo el país recibió el nombre de EuroMaidán, en honor a la plaza principal de la ciudad donde comenzaron las manifestaciones. En pocas semanas, la situación se había deteriorado al punto de convertirse en un conflicto extremo en el que prorrusos y proucranianos se enfrentaban entre sí sin límites.

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Murieron más de 3.000 personas desde el comienzo del conflicto y más de un millón de ucranianos han sido desplazados, una gran cantidad son ahora refugiados en su propio país. Este artículo muestra el nivel de perturbación y de peligro con el que viven hoy los ucranianos, pero deja ver también, más allá de la sombría vida cotidiana, las esperanzas sobre el futuro del país.

La familia Hutsman

Yevgen Hutsman, de 41 años, y su esposa Svetlana, de 40, eran docentes en la Escuela 13 de Sloviansk, ciudad en el este de Ucrania, limítrofe con Rusia; sus dos hijos son alumnos de esa escuela. Cuando se desintegró el gobierno central de Ucrania y Rusia incorporó a Crimea, el clima en Sloviansk, de unos 117.000 habitantes, se enrareció y comenzaron a asomar las tensiones políticas.

El 12 de abril, grupos de prorrusos enmascarados con fusiles Kalashnikov tomaron el departamento de policía de la ciudad. Las protestas por la unidad en las que la pareja había participado ya no eran seguras. La vida también cambió en la Escuela 13. La propaganda, la animosidad y la violencia no solo dividieron a los adultos de la ciudad, sino también a los niños. Yevgen escuchó a uno de los alumnos describir a un grupo de sus compañeros de clase partidarios del régimen separatista como víctimas de los medios que apoyan a Vladimir Putin, presidente de Rusia. “Los niños comprendían que se estaba gestando una guerra de información”, comenta Yevgen.

Pero la manipulación de la juventud fue aun más allá. Yevgeny, el hijo de 15 años del matrimonio, relata que sus pares fueron sobornados para formar parte de barricadas proseparatistas. “Mis compañeros de clase me contaron que les pagaron 500 grivnas ucranianas (unos 40 dólares) por día y más aun si aceptaban llevar armas”, dice. Los niños pudieron ver cómo se montaba a diario el aparato de la guerra. “Había una barricada cerca de la casa de mi maestra. Había barricadas por todos lados. Todos estaban involucrados”, dice Yevgeny.

Mientras los rebeldes llevaban a cabo lo que fue condenado por todos como un referéndum falso y declaraban a Sloviansk como parte de un estado prorruso independiente, los docentes temían que los estudiantes no pudieran terminar el año lectivo.

Las escuelas permanecían abiertas, pero eran muy pocos los que asistían. Dimitro, hermano de Yevgeny, de nueve años, era el único alumno que quedaba de su clase. Otros recibían sus tareas online. La armada ucraniana rodeó la ciudad e intercambiaba disparos con los rebeldes prorrusos. Los padres comenzaron a evacuar a sus niños; los llevaban a escuelas más pequeñas en ciudades fuera del alcance de los proyectiles. Finalmente, Yevgen y Svetlana enviaron a sus hijos a un pueblo cerca de Sloviansk donde pudieron terminar el año escolar, mientras ellos se quedaron en la ciudad para cuidar su departamento.

El 5 de julio, Sloviansk fue liberada por la armada ucraniana y en agosto toda la familia volvió a reunirse en su hogar. “Los soldados ucranianos nos dieron una bienvenida llena de calidez a pesar de que Sloviansk era el lugar en el que seguramente habían muerto muchos de sus amigos y familiares”, comenta Yevgen.

Gracias a la hospitalidad de los amables habitantes del pueblo vecino, a los niños les había ido bien. Yevgeny obtuvo 9,3 puntos de 12 como nota de fin de año el pasado 12 de junio. A pesar de su preocupación por no adaptarse a la nueva escuela, hizo nuevos amigos y se siente orgulloso de haberlo logrado.

Para Svetlana, la experiencia fue completamente transformadora. “Aprendí que no solo soy una maestra de ucraniano y literatura, soy una ciudadana de Ucrania”. Y Yevgen afirma: “Lo que siento ahora es que no solo somos una nación, sino una familia (…), esas personas que vinieron a defenderme no son solamente soldados, son mis hermanos”.

Stanislav Fedorchuk

Cuando miles de personas poblaron las calles de Kiev luego de que el presidente Viktor Yanukovych se rehusara a firmar el tan esperado acuerdo de asociación con la UE, un pequeño grupo de estudiantes y activistas se reunieron pacíficamente en el centro de la ciudad de Donetsk, en el este de Ucrania.

“Se podía sentir la juventud en su protesta”, comenta Stanislav Fedorchuk, un politólogo que creció en la ciudad. “Era muy hermoso, muy naif, muy emotivo”.

Stanislav, estudiante de doctorado y escritor con experiencia en planificación de eventos y relaciones públicas para grupos cívicos, tiene 33 años y es un hombre de acción además de un intelectual. Participó en la Revolución Naranja de 2004 y de las protestas contra el fraude en la última vuelta de las elecciones presidenciales que llevaron a Yanukovych al poder, desde entonces se ha convertido en un reconocido luchador contra la corrupción y defensor de la libertad de prensa.

Si bien la esposa de Stanislav llevaba ocho meses de embarazo, él sabía que su experiencia en la organización de concentraciones y eventos de prensa resultaría muy valiosa para los estudiantes. Se unió a ellos. Las semanas siguientes, creció el EuroMaidán en Donetsk, mientras su foco comenzaba a abarcar no solo el problemático acuerdo con la UE sino también demandas más amplias de la población que buscaba un cambio político. Stanislav ayudó al grupo a desarrollar su ideología mientras se abrían paso en las calles con sus megáfonos.

Pero la ciudad que Yanukovych había gobernado alguna vez estaba plagada de sus aliados que amenazaban con violencia a los manifestantes partidarios de Ucrania y Europa. Y, a medida que pasaban las semanas, muchos de los jóvenes activistas masculinos de la ciudad se volcaron a respaldar protestas más grandes en Kiev. Si bien esto dejó físicamente vulnerables a las manifestantes mujeres y personas mayores de la ciudad, continuaron reuniéndose y Stanislav se sintió obligado a protegerlos.

El 22 de enero de 2014, un grupo de 200 activistas de EuroMaidán formado principalmente por mujeres y personas mayores, se encontraron rodeados por unos 900 manifestantes prorrusos, que los rociaron con jeringas cargadas con químicos tóxicos, como pintura con acetona y detergentes muy fuertes que causan quemaduras.

“Tomamos la decisión de sacar a las personas de allí en grupos pequeños para protegerlos”, recuerda Stanislav. “Pero cuando comenzamos a irnos, hombres con bates de béisbol y otras armas comenzaron a seguir a cada uno de los participantes. Corrían y perseguían a los activistas, los golpeaban a plena luz del día y los amenazaban con matarlos si alguna vez volvían”.

Llegó el momento de elegir un grupo de trabajo de 11 activistas que manejaran cuestiones estratégicas y de seguridad. Stanislav tenía a su cargo la seguridad y la recaudación de fondos; durante enero y febrero reunió dinero para la realización de 34 cirugías para manifestantes del EuroMaidán que habían sufrido lesiones en sus rostros y cabezas.

Luego, a fines de febrero, Stanislav organizó una conferencia de prensa. Ya había cambiado el lugar de reunión cinco veces por temas de seguridad cuando, luego de media hora, miró por la ventana del último lugar elegido. Un grupo de 30 hombres con máscaras médicas y armados con bates de béisbol esperaban afuera. Llamó a la policía para pedir ayuda; tardaron una hora en llegar. La multitud se dispersó, pero cuando Stanislav fue más tarde al departamento de policía encontró al mismo grupo esperándolo afuera. Uno de ellos dio un paso al frente. “No tenemos nada personal en contra de usted —dijo—, pero usted y su familia serán perseguidos. Tienen tres días para abandonar la ciudad”.

La sombría realidad golpeó a Stanislav, quien se dio cuenta de que ya no podía garantizar la seguridad a nadie, ni siquiera a su familia. Partió con su mujer y su bebé de dos meses primero a Tbillsi en Georgia y luego a Lviv, una ciudad ubicada en el oeste de Ucrania. A pesar de la presión que pesaba sobre él, estaba decidido a hablar en público para pedir que tanto los ucranianos del Este como del Oeste se mantuvieran unidos contra los separatistas prorrusos y alentar la tolerancia entre ellos, más allá de cualquier diferencia étnica, religiosa y política. En su nuevo hogar mantenía reuniones con políticos y ONG, ejerciendo presión a fin de conseguir más ayuda para las familias desplazadas.

“Comprendo que una sociedad corrupta no se puede cambiar en un solo día —sostiene Stanislav—, pero creo en la unidad y en la diversidad. Las diferencias nos enriquecen”.

Ismail Osmanov

Cuando el abuelo de Ismail Osmanov cruzó el umbral de su nuevo hogar en Crimea, estalló en llanto. Su abuela también. Hasta Ismail lloraba. Tenía ocho años, era 1990, y los musulmanes tártaros de Crimea, brutalmente deportados de Crimea por Stalin en 1944, estaban logrando la tan esperada acogida en su hogar. Luego de la división de la Unión Soviética, Crimea era ahora parte de Ucrania. Las lágrimas eran de alegría.

Ahora, 24 años después, Ismail, de 32 años, su esposa y sus dos hijas de seis y ocho años se habían visto forzados a dejar Crimea, esta vez para ir a la pequeña ciudad de Sokal en el oeste de Ucrania.

Cuando las tropas rusas ingresaron a Crimea, Ismail vivía en Simferopol, capital de la región. Pasó sus días manejando el negocio de venta de dulces orientales. Apreciaba la relativa tolerancia de Ucrania respecto de los tártaros de Crimea y apoyaba la integración con la UE. A medida que las protestas a favor de Europa se diseminaban por todo el país, Ismail pensó que era su deber cívico participar.

En febrero de 2014, políticos prorrusos de Crimea decidieron votar para autorizar la realización de un referéndum sobre si los ciudadanos de Crimea querían separarse de Ucrania y volver a ser parte de Rusia. Una manifestación de 5.000 tártaros de Crimea rodeó el edificio legislativo de Simferopol, con Ismail entre ellos, para impedir la votación.

Al caer la tarde, les indicaron que volvieran a sus casas. Se sentían inquietos, recuerda Ismail, pero los líderes del partido tártaro de Crimea les aseguraron que todo iría bien. Al día siguiente intentaron reunirse nuevamente en el mismo lugar, pero encontraron que las calles estaban plagadas de soldados sin insignias pero armados. Ismail supuso que eran rusos. “Y ahí realmente comenzamos a sentir miedo”, confiesa.

A los pocos días, las tropas rusas empezaron a copar Simferopol. Ismail llegó a contar 70 camiones con tropas, a medida que iban llegando. Escuchó que bandas de matones enmascarados estaban saqueando las casas tártaras y golpeando a sus habitantes. A principios de marzo, desapareció un activista de la comunidad de Ismail: Reshat Ametov fue hallado sin vida en una zanja dos semanas más tarde, desnudo y esposado. “Más tarde nos dimos cuenta de que en algunas áreas, las casas de los tártaros de Crimea estaban marcadas con una cruz”, comenta Ismail. Él y sus vecinos creían que se los identificaba como objetivos para saqueos.

Ismail se unió a un grupo tártaro de defensa personal que patrullaba las calles para detectar disturbios. El referéndum se realizó en marzo y Crimea fue absorbida como parte de Rusia, y si bien la comunidad internacional lo declaró ilegal, no se llevó a cabo ninguna acción. Para Ismael, la sensación de que la armada ucraniana pudiera formar parte de la represión y el desvanecimiento de las tradiciones musulmanas de los tártaros se estaba convirtiendo en una rutina. Ismail decidió que era momento de irse.

Luego de llevar a su familia a Sokal, trabajó como voluntario para el Movimiento Crimeo donde prestaba asistencia a las familias que habían sido desplazadas. Ismail perdió su negocio. Si bien resultó doloroso, dice que había cosas peores como perder sus valores. Se concentró en lo positivo.

“En 24 años en Crimea, muchos tártaros se han enfocado en sus problemas cotidianos y en mejorar su posición social”, comenta. “Ahora estamos todos en la misma situación y estamos tratando de recuperar las raíces”. Más allá de las diferencias religiosas, los ucranianos comparten raíces históricas y lingüísticas con los tártaros de Crimea, afirma, además de una causa común. Y con una sonrisa, agrega: “De hecho, la palabra maidán, tal como aparece en EuroMaidán y que significa plaza, fue tomada del tártaro crimeo”. A veces sus hijas le preguntan si volverán a casa. “Les digo que sí”, afirma. “Y así lo creo. Ni hoy ni mañana, pero sí en el futuro. Pienso que es nuestro destino”.

Se cree que Ismail y su familia  han dejado Ucrania y ahora viven en Polonia. 

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