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¡No está el niño!

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En cuestión de segundos el chico había desaparecido, y su familia empezó a vivir la peor de las pesadillas…

Es la mañana del domingo 12 de julio de 2009, y un niñito vestido con pañal y la camisa de una piyama verde se desliza en silencio por el río Peace, en el noreste de Columbia Británica, Canadá. Guarda un precario equilibrio sobre su camioneta de juguete volcada, y se aferra al delgado eje de metal de las ruedas. El más leve cambio en la distribución del peso de su cuerpo lo lanzará a las aguas heladas. El chico llora. Más adelante hay un cúmulo de troncos estancados.

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El niño se llama Demetrius, pero su familia le dice Peanut de cariño. Hoy cumple tres años. Su padre, su madre, su hermano menor, Dante, y sus abuelos se encuentran en un campamento junto al río, a unos cinco kilómetros de distancia. Los adultos están preparando la fiesta sin saber que Peanut ha desaparecido.

El río tiene riberas muy empinadas y está rodeado de un denso bosque boreal, en el cual habitan águilas de cabeza blanca, ciervos, osos negros, zorros, coyotes y alces.

La familia Jones llegó el viernes al Parque Peace Island, cerca del pueblo de Taylor y a unos 50 kilómetros al norte de la ciudad de Dawson Creek. Más de 20 familiares y amigos, entre ellos una bisabuela, llegaron para acampar todo el fin de semana y festejar el cumpleaños de Peanut.

La familia vive cerca del parque, en Fort Saint John, la capital del petróleo y el gas de Columbia Británica. Por todas partes se ven grandes camiones. Peanut es un nene muy vivaz al que le gusta hacer ruidos de motor cuando juega, y siempre que lo suben a un vehículo mueve el volante.

Manejar camiones es parte del negocio familiar. La abuela paterna de Peanut, Anita Neudorf, y su esposo, Monty, ambos de 44 años, son dueños de una empresa transportista. Anita conduce un camión de una tonelada por todo el norte de Columbia Británica; Monty es jefe de cuadrilla en una compañía de exploración petrolera, y también maneja un camión de una tonelada. Los padres de Peanut, Joseph Jones, de 25 años, y Heather, de 22, trabajan para Anita en la división de mensajería de su empresa.
El juguete favorito de Peanut es una minicamioneta eléctrica de color rojo que le regaló su abuela. Funciona con una batería (una carga dura horas) y tiene asientos para dos niños, aunque nunca dejan que Dante, el hermanito de Peanut, se suba en ella.

El Parque Peace Island se encuentra en Taylor Flats, una extensa planicie que colinda con el río Peace. Este fluye desde las montañas Rocallosas a través de Alberta, donde se junta con el río Slave. La Autopista Alaska pasa junto al parque, y un puente de la ruta cruza el río.
El campamento para 60 familias al que llegaron los Jones es del tamaño de unas cinco canchas de fútbol y está lleno de álamos, sauces y matorrales. A veces se ven osos negros por allí. Hay una plaza de juegos para los chicos, con hamacas y toboganes, y una zona para picnic. Un camino de grava conduce al muelle.

A muchas personas les gusta navegar en el río Peace, y Monty había llevado su barco de propulsión a chorro. Este desplaza muy poca agua, así que permite recorrer arroyos tranquilos y también desafiar corrientes fuertes. Unas 200 personas se encontraban en el campamento ese fin de semana, y la familia de Peanut conocía a muchos de los otros acampantes.

El sábado por la mañana Anita y Monty llevaron a Peanut a pasear en el barco. Fueron marcha atrás en su camión de remolque hasta el muelle, y luego bajaron el bote al agua. Peanut se acomodó en el asiento delantero, con un chaleco salvavidas puesto, y su abuelo incluso le permitió sostener el timón un par de minutos.

Una vez que volvieron al campamento y almorzaron, Peanut se subió a su cochecito eléctrico para explorar el lugar. Lo manejó hasta el otro extremo del campamento, mientras su abuela lo seguía, y se quedó un rato con unos amigos de su familia que estaban celebrando sus bodas de plata. El chico no se acercó al río.

A la hora de despedirse, la batería de la camioneta estaba tan baja que Anita pensó que no alcanzaría para el tramo de regreso. Joseph puso el juguete en su vehículo, y luego todos volvieron con el resto de la familia.
Anita decidió no recargar la batería. Le pareció que si el cochecito no se podía mover, sería más fácil vigilar a Peanut al día siguiente, durante su fiesta de cumpleaños.
Al oscurecer, la familia se reunió alrededor de una fogata. Las luces del ocaso duraron hasta bien entrada la noche.
—Vayan a divertirse —de pronto les dijo Anita a Joseph y a Heather—. Yo cuido a los chicos.

Peanut y Dante dormían en el remolque de sus abuelos. “No me gusta dejar a los chicos en carpas cuando hay osos por los alrededores”, dice Anita. Dejó a los niños en la cama casi a las 9 de la noche, y luego volvió con el grupo reunido en torno a la fogata. Cuando se fue a acostar, cerca de la medianoche, los demás seguían charlando, pero ella sabía que sus nietos se despertarían al amanecer.

En efecto, los nenes se despertaron antes de las 6 de la mañana del domingo. Anita le cambió el pañal a Dante, le dio una mamadera y lo dejó acurrucarse con su abuelo en la cama matrimonial. Luego le preparó algo de comer a Peanut y le puso su película favorita en el reproductor de DVD.

Anita sabía que el nene se quedaría sentado dos horas viendo muy contento la película, así que se acostó cerca de él para dormir otro rato. Pensó que, cuando la cinta terminara, Peanut la despertaría, como todos sus nietos lo hacían siempre en su casa cuando querían salir. El chico sabía que no podía estar afuera sin un adulto.

Pero en algún momento antes de que la película terminara, quizá alrededor de las 7:30, Peanut se puso en puntas de pie para descorrer el cerrojo de la puerta y, como le habían enseñado que no la golpeara, salió del remolque sin hacer el menor ruido.

Heather había dormido en su carpa, y hacia las 8:30 se levantó y fue al remolque para usar el baño. Vio encendido el reproductor de DVD, a Dante dormido en la cama y a Anita acostada a un costado. No vio a Peanut ni a Monty. Pensó que su hijo debía de estar con su abuelo paseando, pero cuando salió del remolque vio a Monty caminando solo.
—Hola, Monty —le dijo—. ¿Dónde está Peanut?
—Pensé que estaba contigo —respondió él—. ¿No es así?
Heather tuvo una repentina sensación de miedo. Buscó alrededor del remolque, y luego en el interior.
Monty entró también y sacudió a Anita para que se despertara.
¡No está Peanut! —le dijo.
Vieron el pantalón piyama del niño en el piso, pero no estaban sus botas de hule ni su camioneta roja. Anita se vistió rápidamente y se puso los primeros zapatos que encontró: las sandalias de su esposo.

El campamento estaba en silencio. Nadie más se había levantado. Sólo se oían los trinos de los pájaros y el tráfico de la autopista. Heather, Monty y Anita despertaron a Joseph. Una de las tías se quedó en el remolque con Dante mientras los demás se diseminaban en busca de Peanut. Joseph y Heather subieron a su camioneta y recorrieron los caminos del campamento. Monty corrió al muelle, pero no había señales del chico.

Anita pensó que Peanut quizá había ido a alguno de los sitios donde habían estado el día anterior. Fue hasta la plaza de juegos. No había nadie. Angustiada, recorrió todos los caminos del campamento. De pronto vio una pareja sentada en unas reposeras, tomando café.
—Hola —les dijo—. ¿Cuánto tiempo hace que están levantados?
—Desde las seis y media, más o me-nos —le respondieron.
—¿No vieron un nenito rubio en un cochecito rojo de batería?
—¿El que estaba jugando por aquí ayer?
—¡Sí, ese! ¿Lo vieron?
—No, lo lamentamos. No hemos visto a nadie. Si hubiera pasado por aquí, lo habríamos visto.
A Anita le costaba trabajo respirar. Peanut debe de haber ido al río, pensó. Si cayó en él, no podrá sobrevivir. Las aguas son muy frías y rápidas, y él es tan chico. Los adultos no siempre salen vivos de allí, y Peanut apenas sabe nadar. No lleva casi nada de ropa encima. Está muerto…
Empezó a llorar y a jadear sin control. Voy a enterrar a mi nieto el día de su cumpleaños, y yo tengo la culpa. El dolor era insoportable, pero una voz interior le dijo que se calmara, que no iba a ganar nada si caía en la desesperación. Vio a sus familiares. Tenían la misma mirada de pánico.
—Necesitamos ayuda —les dijo.
Todos comenzaron a golpear las puertas de los remolques y a despertar a sus amigos y familiares. Pronto parecía que todos los acampantes estaban buscando al chico.

Unos 20 minutos después de que se dieron cuenta de que Peanut había desaparecido, Anita marcó el número de emergencias. A las 8:55 de la mañana, Greg Nardi, agente de la Real Policía Montada de Canadá (RPMC), respondió el llamado. En la mayoría de los casos de niños extraviados, el menor es encontrado antes de que se presente la policía, pero cuando Nardi y su equipo llegaron al parque, les dijeron que ya hacía unas dos horas que Peanut había desaparecido.

Todos en el campamento seguían buscando. Chicos en bicicleta recorrían los caminos de grava, y algunos adultos revisaban las zanjas y los matorrales. Otros peinaban las riberas del río. Nardi solicitó tres agentes más, uno de ellos adiestrador de perros, y un perro de búsqueda.
¿Habían secuestrado a Peanut? ¿Se había metido en algún auto y se quedó dormido? La Autopista Alaska pasaba cerca, y cualquier raptor en coche ya habría escapado hacía horas. Nardi puso a un agente en la salida del campamento para revisar todos los vehículos que partieran.

También era posible que el niño hubiera manejado su cochecito hasta la autopista. Joseph se dirigió hacia el sur por la ruta, y Anita fue hacia el norte a través del puente.
Monty puso su barco en el agua y, con el hermano de su esposa, empezó a buscar río abajo. Escudriñaron las riberas y los recodos, sin éxito; luego, como querían ayudar a la policía en todo lo que pudieran, regresaron a la orilla. Nadie lo dijo, pero todos daban por sentado que estaban buscando el cadáver del niño.
La familia de Peanut estaba desesperada. Heather lloraba, apretando contra su cuerpo a Dante. Joseph sentía un agujero en el pecho, como si le hubieran disparado. Anita se culpaba, y los demás guardaban silencio.

Ese fin de semana también acampaba en el parque el dueño de una empresa constructora, Don Loewen. Aparte del bote de Monty, el suyo era el único barco que había en el campamento esa mañana. Así que mientras los demás buscaban en tierra, él y cuatro amigos suyos decidieron hacerlo en el agua. Poco después de las 9 de la mañana, partieron río abajo.

Loewen, padre de tres chicos, iba al timón. Sus amigos ocuparon las esquinas del barco; dos miraban hacia delante y dos hacia los costados, con la esperanza de ver a Peanut.
El nivel del río era el más alto que habían visto en todo el verano. Las lluvias recientes habían puesto lodosa el agua. A lo largo de las riberas crecían árboles, y sus ramas colgaban hasta meterse en la corriente.

Loewen y sus amigos llegaron a un atasco de troncos y lo rodearon dos o tres veces. Ni rastro del niño. En ese lugar el río doblaba a la derecha, y en la orilla había hierbas altas. ¿Habría llegado Peanut hasta allí? ¿Debían dar vuelta y regresar al muelle? Ya habían recorrido más de 10 kilómetros, pero siguieron avanzando.

En la popa del barco, mirando a estribor, iba Wayne Hotte, supervisor de un aserradero. Poco antes de las 10 de la mañana, a unos 12 kilómetros del muelle, divisó algo en un recodo.
—¿Es aquello blanco un águila posada en una roca? —dijo.
Los demás se dieron vuelta para mirar. Loewen acercó el barco.
No, “aquello” no eran las plumas blancas de la cabeza de un águila. Era el cabello de un nenito rubio. Estaba de rodillas sobre su cochecito volcado, aferrado al eje y temblando de frío mientras el agua lo salpicaba.
—¡Quieto, no te muevas! —le gritó Loewen—. ¡Voy para allá!
Sabía que hasta la ola más pequeña levantada por el barco podía tirar al agua al niño. Se acercaron a la menor velocidad posible, y se detuvieron a unos 20 metros de él.
Doug Marquardt, vicepresidente de operaciones de una empresa de transporte de líquidos de un campo petrolero, tomó el timón, y Loewen, con un chaleco salvavidas puesto, saltó por la borda. Soltó un gemido al sentir el agua helada, y le costó mucho trabajo nadar con el abultado chaleco, los pantalones y las botas.

Peanut lo miró sin parpadear, como si supiera que no debía mover ni un músculo. El río tenía por lo menos tres metros de profundidad en ese punto, así que Loewen no tocaba el fondo. Mientras nadaba hacia la camioneta roja, pensó que tendría que agarrar al pequeño y al mismo tiempo mover brazos y piernas para mantenerse a flote. Como estaba claro que no podría hacer eso, estabilizó el cochecito y les hizo una seña a sus amigos para que acercaran el barco.
Peanut gemía pero no despegaba los ojos de Loewen. Los otros hombres estiraron los brazos, agarraron al nene y lo subieron a bordo.
—¿Dónde está mi camioneta? —fue lo único que Peanut preguntó.
—No podemos irnos sin su juguete —dijo uno de los amigos.
El cochecito estaba lleno de agua y pesaba, pero Hotte y Darrin Paynter, quien trabajaba con Marquardt, lo sacaron del río mientras Loewen trepaba al barco. Hotte ayó a la popa la pequeña camioneta.
Marquardt y otro colega, Dwayne Paulovich, se quitaron las camisetas para secar al chico, que no paraba de estremecerse. Luego lo envolvieron con chalecos salvavidas y lo abrazaron para darle calor. Loewen, de vuel-ta en el timón, metió el acelerador a fondo y enfiló río arriba.
Hotte sacó su teléfono celular y marcó el número de un amigo que estaba en el campamento.
—¡Diles que encontramos al niño! —gritó para hacerse oír entre el ruido del motor—. ¡Está bien!
Sin embargo, el amigo no alcanzó a oír la frase final.

En el campamento, el amigo de Hotte transmitió el mensaje a un agente de la RPMC, quien a su vez dio la noticia por la radio de la Policía: “Encontraron al chico”. Greg Nardi oyó el aviso mientras buscaba en la autopista.
Heather vio que las patrullas se dirigían a toda velocidad hacia el muelle.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Encontraron a su hijo —le respondió el adiestrador de perros—. Ya están volviendo con él.
¿Está vivo?
—No lo sabemos.
Joseph sintió que las piernas se le doblaban. Se cayó al suelo. Heather soltó un grito y también cayó de rodillas. Anita quería ir al muelle a esperar la llegada de su nieto.
—No debes estar allí —le dijo su hermano, e intentó detenerla.
—¡Apártate! —le ordenó ella.

Cuando el barco de Loewen llegó al muelle, todos a bordo se encontraban de pie. Dos de los hombres estaban sin camiseta, y Hotte había empezado a desamarrar de la popa la camioneta roja del niño.
Anita no veía a Peanut, y el corazón se le encogió. Entonces uno de los rescatadores cambió ligeramente de posición, y la mujer creyó ver el cabello rubio de su nieto. ¿Estaba en brazos de uno de los hombres?
Peanut estaba muy pálido y le temblaba la barbilla, pero sonreía.

En el hospital, con sus padres y abuelos a su lado, Peanut entró en calor. Los médicos lo examinaron y, dos horas después, lo dieron de alta. Esa tarde festejaron su cumpleaños en el campamento, como lo habían planeado, e invitaron a muchas de las personas que ayudaron a buscarlo.
Hoy día Peanut a veces le pregunta a Heather: “¿Los camiones andan en el agua, mami?”, y ella le responde
sin vacilación: “¡No, Demetrius, no andan en el agua!”

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