Esta historia de vida relata la lucha de una pareja que, a pesar de las dificultades, confía en el amor.
Tom y yo nos conocimos en el trabajo. Empezamos a salir poco después. Nos hicimos amigos íntimos y nos enamoramos. El 29 de mayo de 1994 nos casamos, con el firme compromiso de afrontar la vida juntos. Nos establecimos en las afueras de Washington, D.C., con nuestro perro, Owsley, un cruce de collie de la frontera que Tom había rescatado de la perrera. Mi esposo estaba en buena forma física (de jovencito había sido escalador) y era un jardinero experto, así que cuidaba la casa y el jardín. También se ocupaba de lo principal de la cocina. Y me cuidaba a mí. El primer año todo pareció ir de maravilla. Tom plantó una rosaleda; yo confeccioné las cortinas, y entre los dos pintamos, decoramos y amueblamos la casa. Los dos trabajábamos como ingenieros ambientales. Tom, de 38 años, era vicepresidente de una empresa grande que tenía contratos con el gobierno y en el exterior. Yo me cambié a una compañía más pequeña, y por las noches asistía a un curso de posgrado. Era una mujer despreocupada y satisfecha que pensaba que los desafíos de la vida vendrían en forma de hijos y cambios, pero el destino nos tenía deparado algo distinto. Todo comenzó la mañana del 15 de febrero de 1995. Yo estaba en mi trabajo cuando el teléfono sonó. Contesté el llamado. Era Tom.
—Me acaba de pasar algo muy raro —me dijo—. Fui a almorzar a la casa de comidas preparadas y, mientras me calentaban el sándwich, me dirigí a la heladera por una bebida, pero no pude alzar la mano para abrir la puerta. Podía mover el brazo, pero sentía como si no fuera mío.
Para tranquilizarlo, le dije que había un brote de gripe y que seguramente se había contagiado. Pero al día siguiente fue a ver al médico. Luego de pedirle que contara de cinco en cinco y que deletreara palabras al revés, el doctor programó un análisis de sangre y una resonancia magnética para la semana siguiente. Tom se pasó el fin de semana muy preocupado, pero yo estaba demasiado absorta en mi trabajo para inquietarme. Además, no me cabía duda de que, tuviera lo que tuviera, se le pasaría en unos días. El día de la prueba de resonancia Tom me llamó cuando volvió a la oficina. Me contó que al tener la cabeza en el aparato le había parecido como estar en un lavarropas, pero, fuera de eso, todo había estado bien. Cuando llegó a casa esa noche, yo me encontraba en la cocina preparando la cena. Nos abrazamos como siempre, pero en seguida Tom se alejó un poco y me dijo:
—El doctor me llamó hace rato a la oficina. Las imágenes muestran una anomalía, y quiere hacerme otra prueba mañana.
—¿Una anomalía? ¿De qué tipo?
—No sé. Lo único que comentó es que tiene forma de mancuerna.
Al otro día fuimos en auto a Washington para ver a un médico especialista, el doctor Edward Mancini. Observando las placas, Mancini comentó que, aunque parecía tratarse de dos tumores, probablemente eran dos partes de un solo tumor, cuya conexión no era visible en las imágenes. Nervioso, Tom tragaba saliva y paseaba los ojos del médico a las placas, y viceversa. Yo no hacía más que pensar: ¡No puede ser! Pregunté si podría ser una infección, y el médico respondió que era improbable. En su opinión podía ser un glioma, un tipo de tumor cerebral que se clasifica del I al IV, según la rapidez con que crece: I es el más lento y IV el más rápido.
—Casi todos los gliomas se localizan en el cerebro y no se extienden —dijo el médico—. Eso es bueno porque no hay que combatirlos en otras partes del cuerpo. Será necesario extirparle el glioma. He programado la operación para principios de la semana entrante.
Ese fin de semana me mantuve ocupada, como si estuviera tratando de prepararme para el día de la operación. Vamos a afrontar una prueba muy dura, pensé, pero saldremos adelante. La mañana de la intervención, me puse a pensar en algo apropiado que decirle a Tom. Tan solo se me ocurría: “Te amo. Todo va a salir bien”. Pero entonces recordé que mi esposo me había explicado en una ocasión lo importante que es encontrar al compañero ideal para escalar. Tiene que ser alguien en cuyas manos uno esté dispuesto a poner su vida. Así que me volví hacia él y le dije:
—Estás a punto de escalar una montaña, y yo voy a acompañarte.
En el hospital, una enfermera revisó el expediente de Tom. Le di un beso a mi marido y le dije:
—Nos vemos pronto. Te amo.
—Yo también te amo. —contestó, y entonces apartó la vista.
Cuando mi cuñada Ann llegó al hospital, la abracé con fuerza y me puse a llorar. Poco después llegó mi hermana, desde Filadelfia. Nos sentamos las tres juntas y nos pusimos a esperar. Alrededor de las 6:30 de la tarde vi acercarse al doctor Mancini.
—La operación salió bien —me dijo—. Extirpé toda la parte grande del tumor, pero no toqué la pequeña porque habría podido causar una lesión. Creo que es del tipo IV. Tratándose de estos tumores, en la mayoría de los casos el enfermo no vive más de dos años, pero sé de algunos que han sobrevivido cinco, siete y hasta nueve.
Al día siguiente el doctor Mancini fue a vernos y volvió a hacer una descripción del tumor.
—Y ahora, ¿qué sigue? —le preguntó mi esposo.
—Radiaciones y quimioterapia —el médico respondió.