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Huir del horror

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La guerra civil más larga de la historia ha obligado a 400.000 birmanos a buscar asilo en la vecina Tailandia.

Moo Nay Paw guarda sólo recuerdos fugaces de su madre: su larga cabellera negra y una vaga imagen de su hermosura, intacta pese al trabajo de criar a tres hijos en la abrupta selva birmana. Recuerda las golosinas que preparaba con calabazas amarillas y raíces, cocidas al vapor y endulzadas, y que hacían las delicias de los chicos. También le acude a la memoria la no­che terrible, cuando tenía siete años, en que palpó el orificio dejado por una bala en la espalda de su madre.

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De años anteriores y posteriores tiene más recuerdos: la brutalidad de los soldados birmanos en sus frecuentes correrías por las aldeas fronterizas con Tailandia; la muerte de su hermano y otros vecinos del lugar a causa de la fiebre, y el asesinato de su padre, amigos de la familia e incontables personas más a manos de soldados de la junta militar que rige el país. Y en medio de todo esto, tan claro como el día de ayer, recuerda la noche, hace 10 años, en que comenzó la ruina de su familia.

Todo empezó con un viaje. Moo Nay Paw pertenece a los karen, una tribu cuyo deseo de independencia ha desa­tado implacables y brutales ataques de los militares que gobiernan el país (y que en 1989 le cambiaron el nombre por el de Unión de Myanmar). Para escapar del peligro, sus padres reunieron familia y pertenencias, vadearon el río Moei, cuya otra orilla se encuentra en territorio tailandés y, junto con otros refugiados, se establecieron en una aldea de pescadores donde pensaron que estarían a salvo.

Sin embargo, tan insignificante como había sido para ellos la frontera, también lo fue para el Ejército birmano, que desde una elevación del otro lado del río bombardeó la aldea. La familia de Moo Nay Paw y dos amigos volvieron a huir, esta vez a Hta Oak, el pueblo natal del padre, en los bosques de niebla de la sierra birmana.

El camino se adentraba en territorio peligroso, pero el padre y sus amigos tenían la precaución de no ir más que por senderos muy transitados, limpios de minas, y cuando llegaban a alguno de los pocos caminos construidos por el gobierno para el transporte de las tropas, se cercioraban de que no había soldados cerca. Se pusieron a descansar en una ladera, a gran altitud, donde se creyeron a salvo. “Pero el Ejército birmano estaba en la ladera contigua —cuenta Moo Nay—, tan cerca que lo oían todo”. Cuando los soldados descubrieron la huella delatora de una bota, abrieron fuego.

Moo Nay, hoy de 17 años, habla en voz baja en el titubeante inglés que aprendió en un campo de refugiados tailandés. Sus rasgos físicos (tez morena olivácea, cara amplia y redonda, pelo negro) son inconfundiblemente karen. Tiene unos ojos grandes y serios que se humedecen cuando sonríe, a menudo en los momentos menos pensados. Habla de la muerte, la angustia y el sufrimiento con un desapego casi frío, como si no fuera su historia. Y en cierto modo no lo es; se trata de una historia común a todos los karen, en la que sólo difieren los detalles.

La familia de Moo Nay Paw ha sido víctima de la guerra civil más larga de la historia. Los karen, una de las minorías étnicas más numerosas de Birmania (alrededor del siete por ciento de la población), y un puñado de otras tribus luchan desde hace casi 60 años por una autonomía que antes parecía inminente.

Desde finales del siglo XIX estas etnias colaboraron con los británicos en la administración de su imperio, y en la Segunda Guerra Mundial pelearon junto a los Aliados contra Japón, con el que se alineó el gobierno birmano. Los británicos los hicieron concebir la esperanza de que, a cambio de su lealtad, les concederían la independencia, pero cuando en 1948 se la otorgaron a Birmania, se olvidaron de su promesa. El comandante del Ejército birmano, Ne Win, tomó la ofensiva para someter las tribus al gobierno central, política que endureció en 1962, al protagonizar un golpe de Estado militar y convertirse en dictador. Ne Win murió en 2002, pero la dictadura persiste hasta hoy.

Aunque el Ejército de Liberación Nacional Karen afirma que sus soldados no ceden terreno, con apenas 4.000 efectivos y armas que datan de la época de la Guerra de Vietnam y anteriores, este movimiento guerrillero está en franca desventaja, en tanto que la junta militar sigue una táctica sencilla pero eficaz: someter las plazas por las armas y cortar el suministro de víveres y pertrechos que sostienen a la resistencia. Sus medios: la esclavitud, la tortura, la violación y el asesinato.

Cuando estalló el tiroteo en la ladera, la familia de Moo Nay Paw se dispersó. Su madre y ella se apartaron del sendero y se escondieron detrás de un árbol. Oyeron gritos y más disparos, y la madre de Moo Nay cayó al suelo. “Le tendí la mano y le grité ‘¡Mamá, mamá!’”, cuenta. “No me respondió”. La niña encontró el cuer­po a tientas y sintió la sangre tibia sobre el pecho. “Toqué el orificio que tenía en la espalda”, dice sin emoción. “Sabía que estaba muerta, pero no podía moverme. Tenía mucho miedo. Lloré mucho, aunque no muy fuerte”. Se acurrucó junto al cuerpo y lo estrechó mientras sollozaba en silencio.

Al cesar el fuego un soldado apartó a Moo Nay del cuerpo de su ma­dre y la entregó a lo que quedaba de su familia: su hermano, su hermana y su padre. “Papá me preguntó por ella y le dije que había muerto”, recuerda la joven. Él, con las manos atadas, imploró a los soldados que lo dejaran sepultarla, y al final éstos accedieron. En plena noche enterró a su esposa al costado del sendero y luego les rogó que lo fusilaran, pero la junta militar tenía otros planes para él.

Al amanecer los soldados lo llevaron con sus hijos a un campamento cercano, donde los reunieron con otros prisioneros para utilizarlos como porteadores cuando la tropa reanudara la marcha. En su pugna por mantenerse en el poder, los militares obligan a los integrantes de las minorías autóctonas a arrastrar cargamentos como si fueran bestias de tiro. A menudo los privan de alimento y agua durante varios días y, cuando ya no pueden trabajar, los dejan morir de inanición. El padre de Moo Nay planeó la fuga de su familia y una noche, muy tarde, escaparon a Hta Oak.

Allí vivieron cerca de un año con los abuelos paternos de los niños. Su padre, que trabajaba como campesino para sostenerlos, salía al amanecer y volvía ya entrada la noche. Sin embargo, poco después murió el hermano de Moo Nay y la abuela ya no pudo ocuparse de las niñas. Enviaron a la hermana, P’Zaw, una chica tres años menor con una deformidad en un pie, a quedarse con familiares en el campo de refugiados de Mae La, en Tailandia. A Moo Nay la llevaron a otro pueblo birmano a vivir con su abuela materna. Su padre le dijo: “No te preo-cupes. Quédate con tu abuela. Voy a volver a buscarte”.

Pero nunca regresó. Una semana después de despedirse, fue de cacería con un compañero karen y un grupo de soldados los descubrió. El amigo escapó, no así el padre de Moo Nay. “Lo mataron a tiros luego de haberlo torturado durante media hora”, le contó el compañero de caza.

Dos años después, la abuela de Moo Nay la envió al campo de Mae La, donde estaba P’Zaw. Las hermanas son muy unidas y se alegraron de volver a verse, pero como P’Zaw sabía por experiencia, Moo Nay comprendió que el pariente que iba a hospedarla ya tenía demasiadas bocas que alimentar. Huérfanas y sin que los familiares sobrevivientes pudieran o quisieran cuidarlas, las jóvenes se enfrentaban a un futuro sin esperanza.

La guerra civil ha desplazado a 2 millones de personas, de las cuales unas 400.000 han huido a Tailandia y por lo menos unas 150.000 viven hoy en nueve campos de refugiados junto a la frontera con Birmania.

Mae La, el campo de mayor tamaño, es un conjunto de viviendas de bambú apiñadas sobre pilotes en un terreno ondulante. Para sus 40.000 ocupantes, las posibilidades de educación son limitadas, y las familias más prósperas tienen apenas un corral o unos cuantos cerdos. “Los tailandeses han designado estos campos, refugios temporales, pero de hecho hay gente que nació, se crio y tiene hijos en ellos”, dice Eldon Hager, funcionario de reasentamiento en Tailandia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados.

El gobierno tailandés está harto, en parte por la amenaza para la seguridad que plantean las incursiones militares. La ONU ha aceptado reubicar a los refugiados que lo deseen en otros países, entre ellos Australia, Canadá y No-ruega. La mayoría (unos 80.000 según cálculos) irán a los Estados Unidos. Casi 14.000 llegaron en 2007, y este año se espera que lleguen 17.000 más.

Uno de los promotores de la reubicación es Jim Jacobson, director de una institución de beneficencia con sede en Michigan llamada Christian Freedom International (CFI). En el último decenio Jacobson, defensor de la causa de los karen, ha adiestrado brigadas de paramédicos para atender enfermos y lesionados en Birmania, y establecido escuelas en los campos de refugiados.

Los mejores alumnos, incluidas Moo Nay y P’Zaw Paw, se inscriben en otra escuela de la CFI donde se enseña inglés, matemáticas y computación para formar futuros líderes karen. Además de contratar personal de tiempo completo, Jacobson cuenta con maestros visitantes de los Estados Unidos.
Entre estos últimos se encontraba Melissa Behrens, una gerente treintañera de Microsoft cuya compañía donó 10 computadoras a los campos de refugiados, y que en septiembre de 2003 pidió permiso para ausentarse de su trabajo y viajar a Tailandia a fin de enseñar a los alumnos habilidades básicas de computación. “Son jóvenes que nunca habían visto aparatos electrónicos tan avanzados”, comenta. “Les enseñé a encender y apagar la computadora, y a imprimir tarjetas de identidad con su fecha de nacimiento, nombre y fotografía”.

En su primer día en Mae La, Melissa conoció a P’Zaw Paw. “No podía dejar de mirarla”, dice refiriéndose a la frágil joven de pelo ondulado. “Había entre nosotras un vínculo especial”. Durante su estancia de siete semanas trabó una amistad estrecha con las hermanas.

A Melissa le preocupaba la deformidad del pie de P’Zaw: “Pregunté cómo podía ayudarla. Mi ingenuidad estadounidense me decía que, si algo está defectuoso, hay que arreglarlo. Por supuesto, allí la gente se las ingenia como puede y aprende a vivir con el defecto”. Pagó para que le realizaran a P’Zaw una operación correctiva en Tailandia, y una vez de vuelta en Charlotte, Carolina del Norte, siguió en contacto con las hermanas por correo normal y electrónico.

“Cuando supe por la CFI que las hermanas podían ser reubicadas, enloquecí de alegría”, continúa. Su esposo, Mark, y ella estaban dispuestos a ser los padres de crianza de las jóvenes, y ellas compartían su entusiasmo.

Sin embargo, ha pasado más de un año y las chicas siguen en Tailandia. Tratándose de adultos solos o familias intactas, la reubicación suele ser rápida y fácil, pero no tanto en el caso de menores huérfanos. Los parientes de las jóvenes que viven en Mae La han dejado en claro que renuncian a su custodia, pero la ONU se resiste a disolver aún los vínculos familiares débiles. Los Behrens también encontraron trabas burocráticas en su país: al principio los rechazaron como padres de crianza en el programa federal de Menores Refugiados No Acompañados, que supervisa las reubicaciones, porque no viven cerca de una oficina de la dependencia.

Aun así, se inscribieron en un curso intensivo de crianza. “Inspeccionaron nuestra casa —cuenta Melissa—, verificaron nuestros antecedentes, nos sometieron a exámenes médicos, nos enseñaron a dar reanimación cardiopulmonar… todo. También le escribí a mi representante en el Congreso. Ha sido un procedimiento muy complicado, y se nos parte el corazón porque lo que debió haber tardado seis meses nos ha llevado el doble de tiempo”.

La participación de las hermanas en el programa está a punto de autorizarse. Aunque es posible que los Behrens lleguen a ser sus padres de crianza, como advierte Melissa, “no hay ninguna garantía”.
Está consciente de la difícil tarea que la aguarda si todo sale bien: “No es común querer criar adolescentes que han sufrido tantos traumas —aclara—, pero nos aflige su situación, y ansiamos que tengan una oportunidad en la vida, que sean amadas”.

Para las hermanas, el tema del reasentamiento también es más personal que político. Saben lo que ocurre en Birmania y desean que su pueblo sea libre, pero también tienen anhelos más sencillos. “Quiero ir a vivir con tu familia”, le escribió Moo Nay en una carta reciente a Melissa. “No puedo esperar. Quiero ir este año. Te extraño”. Y firmó: “Con cariño, de tu hija”.

Para saber más sobre la crisis, visite los sitios web en inglés de estos organismos de beneficencia, que actúan en Birmania o Tailandia:

  • Christian Freedom International dirige 12 escuelas y seis clínicas en alejadas zonas de Birmania, y distribuye medicamentos, ropa y otras provisiones por todo el país. Ingrese a: http://christianfreedom.org
  • Free Burma Rangers forma brigadas de socorro para llevar atención médica y provisiones a las zonas de combate, y documentar atrocidades. Visite: http://freeburmarangers.com
  • La Clínica Mae Tao da asistencia médica y social a refugiados y trabajadores migrantes birmanos en la frontera entre Tailandia y Birmania. Para obtener más información, visite: http://maetaoclinic.org
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