Decidí hacer lo más aterrador que podía imaginar:
paracaidismo. Y esto aprendí.
Justo antes de subir al Cessna, miré atrás y me topé con un joven barbudo que me apuntaba con una cámara de vídeo. Yo vestía un overol hecho de paneles de tela fluorescente naranja y verde desvanecida por los años de sol y viento. Llevaba unos goggles y un casco de cuero atados a la cabeza. “¿Por qué estás aquí?” me preguntó.
Respiré profundamente. “Me llamo Eva”, le dije a la lente de la cámara, “y estoy aquí para enfrentar mi miedo a caerme de las alturas”. Incómoda con el complicado arnés, me trepé a la minúscula aeronave que solo tenía un asiento, el del piloto. Me senté en el suelo detrás de él, mirando hacia atrás, haciendo cucharita con Barry, mi instructor de paracaidismo. Otra pareja subió al avión: el instructor Neil y su pupilo, Matthew, paracaidista novato como yo. Se sentaron junto a la puerta abierta, y Matthew y yo chocamos puños mientras la pequeña Cessna traqueteaba por la pista de grava. Matthew estaba exultante. También yo tendría que haber estado emocionada, pero no podía. De momento, habitaba una burbuja de fría calma. Pensé que era preferible a la alternativa: pánico salvaje y desgarrador. Por años, intenté trabajar en mi miedo a las alturas, pero nunca me pareció urgente. Pero en febrero de 2016, un fin de semana de escalada en hielo con amigos en Columbia Británica, Canadá, entré en pánico: una fuerza irracional se apoderó de mi cuerpo y me negué a seguir. Mi miedo puso en peligro mi vida y la seguridad de los demás. No quería que el terror volviera a controlarme así jamás.
Había llegado a la pista de aterrizaje de Carcross, Territorio del Yukón, Canadá, varias horas antes. Carcross está a una hora de viaje hacia el sur desde mi casa en Whitehorse. Entre sus pocas glorias está el desierto de Carcross, considerado el más pequeño del mundo: una diminuta colección de dunas ondulantes rodeadas de montañas nevadas y bosque boreal. Cada verano, una empresa de paracaidismo de Columbia Británica viaja hasta aquí y, durante dos semanas, brinda a los habitantes del Yukón la oportunidad de saltar de un avión, caer en picada, desplegar un paracaídas y aterrizar en el acogedor abrazo del pequeño arenal. Los paracaidistas profesionales viven junto a la pista de aterrizaje, a las afueras del pueblo, durante la temporada. Su campamento oscila entre acampada veraniega y circo itinerante. Se reúnen en carpas, remolques, autos, camionetas y camiones llenos de campistas. Barry es su patriarca. Cuando lo conocí, llevaba 39 años saltando y más de 2.000 saltos en tándem con clientes. Tenía el pelo y el bigote grises, una gran barriga y una voz aún más grande. No es lo que uno se imagina cuando piensa en “temerario profesional”, pero su edad y experiencia me dieron más confianza que la que me habría dado cualquier joven. Como pregona el dicho, hay pilotos viejos y hay pilotos osados, pero no hay pilotos viejos y osados. Estaba allí porque mis tres miedos físicos más fuertes eran las alturas, la velocidad y las caídas. Y no había nada, pensé, que combinara los tres con tanta efectividad (o tan horriblemente) como el paracaidismo. Mi idea era usar un enfoque de tierra arrasada para enfrentar mis miedos. Haría lo más aterrador que se me ocurriera, un asalto sensorial completo a mi respuesta al miedo y, si salía adelante, saldría cambiada, empoderada. Esa era la idea. Hasta entonces, solo me sentía enferma y asustada.
Barry nos presentó a los novatos el equipo que usaríamos, cómo funcionaban los diversos mecanismos de seguridad, y me informó que si intentaba agarrarme al avión al saltar por el pánico de último minuto, no dudaría en romperme los dedos para soltarme. Su tono sugería que no sería la primera vez que lo hacía. Firmé el formulario de renuncia más tajante que jamás había visto. “El paracaidismo deportivo no es del todo seguro”, decía. “No ofrecemos ninguna garantía. No garantizamos que uno o ambos paracaídas se abran como se debe. No garantizamos que los individuos de SkydiveBC North o Guardian Aerospace Holdings Inc. funcionen sin errores. No garantizamos el funcionamiento correcto de ninguno de nuestros dispositivos de respaldo y desde luego no garantizamos que no saldrá lastimado. Podría resultar herido o morir, incluso si lo hace todo bien”.
El formulario no contribuyó a tranquilizarme. Lo firmé y lo entregué. Cuando la Cessna estuvo lista, Barry me mostró cómo entraríamos y saldríamos. El avión era diminuto y, cuando nos lanzáramos desde su puerta baja, estaríamos enganchados en un solo arnés. El protocolo a seguir era riguroso. Había imaginado que saldríamos por una puerta completa, o incluso una gran abertura de garaje como en las películas. Pero el tamaño de la avioneta y los cuerpos unidos exigían un incómodo agacharse y rodar. Por alguna razón, la absoluta imposibilidad de la maniobra me tranquilizó. Esto no puede ser real. Parece broma. Entonces, de repente, llegó el momento y me subí a la avioneta. Estábamos en el aire, ascendiendo sobre el desierto. Carcross y el lago Bennett se extendían hacia las montañas. El paisaje debajo era conocido y reconfortante. Incontables veces lo había caminado, recorrido en bicicleta, remado, conducido y volado en jets comerciales. Nunca me importó volar; era la caída lo que me preocupaba. Traté de respirar hondo y concentrarme en el paisaje. Allí estaba el puente del tren. Allí la playa. Allí la autopista que llevaba a casa. En algún punto del ascenso, temblando de frío y de miedo, noté algo: no sudaba. Había esperado estar húmeda de sudor del miedo, pero estaba seca del todo. Pensé en la sudoración porque acababa de oír hablar de un estudio científico que usaba el sudor de los paracaidistas novatos para responder a una sola pregunta: ¿pueden los humanos oler el miedo?
Sabemos desde hace tiempo que los animales pueden “oler” el miedo en otros, aunque en conversaciones no científicas solemos hablar de ello en términos de depredadores que huelen el miedo en sus presas. Esto no es así. Lo que ocurre es que las presas emiten sin saberlo lo que se conoce como feromonas de alarma, señales químicas que se propagan por el aire para advertir silenciosamente a otros miembros de su especie sobre depredadores cercanos y otros peligros. Varios estudios han apuntado la posibilidad de que los humanos también pueden transmitir sus miedos por medios químicos, por el sudor. Dos de ellos mostraron que los sujetos podían distinguir entre el sudor de alguien que veía una película de miedo y el de alguien que veía algo no aterrador. Otro halló que los sujetos que habían olido el sudor de los espectadores de películas de miedo mostraban mayor cognición frente a una amenaza potencial. Otros más encontraron una mayor respuesta de sobresalto en personas que habían estado expuestas al sudor de miedo de alguien más, así como una mayor probabilidad de percibir expresiones faciales como de miedo o negativas. La conclusión era clara: quienes habían olido el sudor de miedo de otro humano estaban preparados para una respuesta de miedo propia. Pero todos esos estudios se basan en conductas observadas. Un equipo de investigadores dirigido por Lilianne Mujica-Parodi, de la Universidad Stony Brook en el estado de Nueva York, quiso investigar más a fondo. Usaron un escáner fMRI (que rastrea el flujo sanguíneo para medir la actividad cerebral en tiempo real) para establecer si la exposición al sudor del miedo provocaba una reacción medible en la amígdala (estructura cerebral que activa nuestra respuesta al miedo) de otro humano.
Empezaron por recolectar el sudor de 144 personas que participaban en un salto en tándem por primera vez. Luego usaron a esos mismos 144 individuos como sus propios controles, recolectando su sudor tras haber corrido en una caminadora durante el mismo tiempo que había durado el salto y a la misma hora del día.
“Dado que el instructor del tándem controla el descenso”, escribieron los investigadores más tarde, “el paracaidismo produjo un estrés mayormente emocional pero no físico en los donantes de sudor, mientras que el ejercicio produjo un estrés mayormente físico pero no emocional”. Siguió la fase dos: presentar las muestras de sudor a los sujetos y utilizar los escaneos fMRI para ver cómo reaccionaban sus cerebros en tiempo real. Mostraron que cuando un sujeto inhalaba el sudor de una persona estresada o temerosa, su amígdala se activaba. En un procedimiento secundario, también demostraron que lo que ocurría no era cuestión de olfato. La nariz no distingue entre el sudor del miedo y el del ejercicio, pero el cerebro reacciona de forma diferente a ambos. Esto se conoce como reacción quimio-sensorial: las feromonas en el sudor del miedo activan los sensores emocionales, no los olfativos.
Luego dieron un paso más. Conectaron a otro grupo de sujetos a un equipo de electroencefalografía (EEG). En principio, un EEG permite ver qué partes del cerebro reaccionan a un estímulo determinado. Una vez conectados y listos, los sujetos fueron expuestos tanto al sudor del miedo como al sudor del ejercicio, mientras se les mostraban imágenes de rostros humanos con expresiones cuidadosamente manipuladas que iban desde la neutralidad hasta la ira.
Los resultados fueron impactantes. Al inhalar el sudor del ejercicio, los cerebros de los sujetos solo reaccionaron con fuerza a los rostros enojados, tratándolos como amenazas potenciales; no así a los neutrales. Pero al inhalar el sudor del miedo, reaccionaron con intensidad a toda la gama de rostros, desde los neutros hasta los ambiguos o los claramente enojados. Esto sugiere, según los investigadores, que el sudor del miedo hizo que el cerebro generara una especie de vigilancia aumentada en los sujetos, una mayor atención a su entorno.
De hecho, podemos “oler” el miedo en los demás. Y ese sistema de alerta química prepara al cerebro para reaccionar ante amenazas inminentes. Cuando conversamos, le pregunté a Mujica-Parodi por qué había elegido el paracaidismo para recolectar el sudor del miedo que necesitaba. “El paracaidismo era una forma de inducir un peligro real de una manera ética y científicamente sólida”, me dijo. “Lo bueno del paracaidismo es que no se parece a nada que hayas vivido antes. Por evolución, no hay animal que disfrute de la sensación de ser lanzado; además, el paracaidismo está muy controlado”. También le pregunté si alguna vez había practicado paracaidismo. “Me forcé a saltar y sentí muchas náuseas”, respondió. “No diría que lo disfruté”.
El ascenso a 3.050 metros parecía llevar horas y, mientras subíamos, la rara calma extracorpórea que había sentido al despegar se esfumó. Fue como salir del shock, perder esa protección adormecida y sentir por primera vez todo el dolor de una lesión; solo que, en vez de dolor, sentí un terror que se elevó por mi cuerpo hasta llegar a los pulmones, la garganta y el cerebro y amenazó con asfixiarme. Detrás de mí, Barry notaba mi tensión creciente; nada raro, ya que estábamos apretujados como sardinas en lata. Cada cierto tiempo me apretaba el hombro y me señalaba los sitios destacados abajo. Al aproximarnos a la altura del salto, la Cessna rodeó una gran nube, rozando su borde. El piloto anunció que estábamos casi en posición para el salto de Neil y Matthew. Se arrastraron hacia el boquete donde debería haber estado la puerta del avión y se colocaron con dificultad en cuclillas y de cucharita en el borde de la puerta. Verlos acercarse al espacio abierto me dio náuseas, así que desvié la mirada. No podía ver como se esfumaban en el cielo, mejor mirar la pared metálica remachada del avión. El piloto inclinó la nave un poco hacia la derecha, lanzando a Neil y Matthew por la puerta y luego, con 120 kilos menos, la Cessna rebotó súbitamente hacia la izquierda. Se me encogió el estómago y tragué con dificultad. Había llegado nuestro turno. Barry me ordenó que rodara y me colocara en posición mientras el piloto nos preparaba para el salto. Se me aceleró la respiración; luché por controlarme. Quería gritar desesperada: “¡No, cambié de opinión, no quiero saltar!” Apreté la mandíbula. Sabía que si se los pedía, me llevarían de vuelta a tierra, se quedarían con mi dinero y me dejarían marchar. Todo el día habría sido en vano. Por fin me coloqué en posición; encorvada, con las rótulas a la altura del marco de la puerta, con Barry detrás de mí. Traté de desenfocar los ojos para no ver la abertura y el inmenso vacío junto a mí, con la tierra tan abajo. Por encima del rugido del viento y del avión, Barry le gritó ajustes de última hora al piloto, para alinearnos bien. “¡Dame cinco a la izquierda! ¡Cinco a la derecha!” Los segundos se alargaban.
Por fin, Barry puso el pie derecho en el estrecho escalón de metal sujeto al fuselaje del avión, debajo del marco de la puerta, y me gritó que hiciera lo mismo. Me llevó tres intentos enganchar ambas manos en el par de manijas del arnés, a la altura de los hombros. Me alegraba tener algo a lo que aferrarme. Desde que Barry prometió romperme los dedos si hacía falta, había tenido la visión recurrente de extender la mano con pánico al salir del avión, sujetarme con fuerza desmedida al marco de la puerta o a un puntal y desequilibrar la Cessna, poniendo en riesgo la vida de todos.
Estábamos encaramados a mitad de camino fuera del avión, a punto de saltar. Ya había pasado el momento de abortar. Cerré los ojos y traté de no hiperventilar, de no pensar en lo que seguía. Lo único que podía hacer era relajarme y confiar en que Barry nos haría saltar... hacer algo por salir del avión me resultaba imposible. Lo sentí balancearse hacia adelante y hacia atrás para aumentar el impulso, lo oí gritar algo, pero estaba muy ensimismada. Entonces rodamos del avión al espacio. Barry me recomendó que mirara la avioneta al saltar al vacío. Ver como el avión parecía caer cuando uno era el que se desplomaba era, me aseguró, una de las mejores partes del salto. Pero no tenía ningún deseo de ver la tierra y el cielo girando a mi alrededor. Mantuve los ojos bien cerrados hasta que sentí que Barry nos había estabilizado en caída libre.
Sentí que me tocaba en el hombro un par de veces y me gritaba algo al oído; despegué las manos de las manijas del arnés y abrí los brazos, como debía hacerlo. Traté de pensar en arquear ligeramente el cuerpo: los pies juntos, la cabeza arriba, el abdomen apuntando hacia abajo. Miré fijamente al suelo que se nos venía encima y, de repente, abrí la boca y hablé por primera vez desde que comenzó el ascenso. “¡Mierda!” grité, y parecía que el viento me arrancaba las palabras de la boca para que cupieran más. “¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!” Una pequeña parte de mi cerebro se dio cuenta, asombrada, de que podía oírme, incluso podía emitir palabras audibles, con el rugido del aire a mi alrededor. Grité lo mismo una y otra vez durante los 37 segundos de caída libre. Una vez que comencé, no pude detenerme. Me quedé ronca, con la garganta en carne viva. Seguí vociferando. Vagamente, por encima del sonido de mis propias palabrotas, oí a Barry decir algo sobre el paracaídas y entonces pareció que una fuerza nos jalaba desde arriba, no un tirón fuerte, pero mis pies quedaron colgando debajo y sentí que mi peso empujaba las correas de la entrepierna del arnés.
Dejé de gritar. Barry se inclinó hacia delante y me ofreció las correas de control del paracaídas, para dejarme guiar. Me costó un par de intentos pasar las manos temblorosas por las asas y estaba demasiado débil para jalar bien. Podía sentirlo jalar las cuerdas por mí desde arriba. Otros paracaidistas han descrito el largo y tranquilo descenso tras la caída libre como relajante. Pero yo no podía relajarme, estaba demasiado consciente de mi peso en el arnés, de mis pies colgados, de los lugares conocidos muy por debajo de mí. Allí estaba el puente del tren. La playa. La autopista que llevaba a casa. Barry nos hizo girar y me mareé, lo odié por un instante y no me gustó nada. La caída no cesaba. Por fin nos acercamos al desierto y Barry se encargó por completo de guiar, recordándome mi papel en el aterrizaje. Nos hizo virar como un velero para perder velocidad al pasar sobre las dunas. Entonces me dio la señal para levantar las rodillas y jalar con fuerza las correas del paracaídas. Me preparé para el impacto, pero mis pies nunca tocaron tierra; caí de panza en la arena, con Barry encima. Soltó el cierre derecho de la cintura para desprenderse de mí mientras el equipo de tierra se acercaba vitoreando y me liberaba del todo. La tripulación y otros paracaidistas se agolparon alrededor; alguien me ayudó a levantarme. Traté de sonreír, pero mis mejillas y labios temblaban tanto como mis brazos y piernas. Me quedé mirando la arena y busqué en mi interior algo de orgullo por mi logro, un resquicio de luz con qué ocultar el abismo sin fondo de miedo que llevaba dentro. Más tarde, tras quitarme el arnés, el casco y el overol, tras calmarme lo suficiente para intentar conducir a casa con seguridad, encontré algo de orgullo. A pesar de todo, lo había logrado. No me había echado atrás, no había cancelado en el último instante y perdido dinero y dignidad. No me había aferrado a la avioneta, matándonos a todos. Había gritado gran parte, pero no todo el camino hacia abajo.