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Cómo reemplazar lo nuevo por lo viejo

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En la sección de historias reales, una jubilada dice adiós a su responsabilidad. Después de la torta y las despedidas, ¿cómo se reemplaza lo viejo con lo nuevo?

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Son las ocho y media de la mañana. Me pongo mis zapatos elegantes de taco alto y una ropa “linda”, y pienso en algún lugar adonde ir. Me dirijo a las tiendas y me compro otro par de pantalones capri informales; a veces, voy a la cafetería y me pido un cappuccino grande, un muffin con chispas de chocolate, y me siento a leer el diario para parecer importante.

Pero ¿de qué estoy hablando?, escucho que me preguntan. De mi jubilación. Desde el 1.º de noviembre de 2019.

“Excelente”, exclamaron mis compañeros de trabajo. “¿Qué harás ahora? ¿Viajarás? ¿Te pondrás al día con esas novelas? ¿Te quedarás todo el día en pijama sin hacer nada?”.

“Sí, claro”, respondí, entusiasmada. Después de todo, ¿no se trata de eso la jubilación? Lo que no tuve en cuenta fueron los siguientes hechos (y les digo hechos porque, para mí, son inmutables): todas las personas que conozco son de mi trabajo o las conocí a causa del trabajo, y ellas siguen trabajando, no se jubilaron todavía; las novelas que quería leer a lo largo de los años ya no me interesan; viajar no es posible en este momento, ya que tengo algunos problemas de salud que resolver; y, en lo que respecta a mis piyamas, bueno… en realidad, no tengo ninguno. De todos modos, estoy segura de que podría encontrar algún camisón poco tentador en algún lado.

En septiembre del año pasado, tuve dos accidentes cerebrovasculares menores, que, después de hacerme varios estudios y gastar mucho dinero, revelaron que la válvula mitral de mi corazón es defectuosa, lo que hace que mi sangre regurgite. Me gusta creer que mi corazón se tira gases.

Entonces, tuve que reconsiderar mi estilo de vida y mis horas de trabajo, y tomar la decisión crucial de optar por la jubilación temprana. Parecía una decisión obvia: quería vivir lo suficiente para poder disfrutar los beneficios de mis ahorros para la jubilación.

Por eso, presenté los papeles al equipo de recursos humanos y otra voluminosa cantidad de papeles al fondo de la pensión, y presenté mi renuncia. En la oficina, me organizaron un fantástico desayuno y me dieron algunos regalos. Limpié mi escritorio y luego le pasé todos mis proyectos a alguien a quien llamaré la “señorita Reemplazo”.

Vivo con mi hija mayor, Kathleen, y su hijo, Wyatt, que sabe mucho de todo. En este momento, mi hija está remodelando su casa, y yo, con mi alegría por librarme del yugo del trabajo, me lancé deseosa a lijar, rasquetear, pintar y pulir. Pintamos todas las paredes, y quedaron fantásticas. Renovamos las sillas de madera de la planta baja. El cuarto de juegos quedó increíble: con una pared de cada color, parece una cantina mexicana gracias a esos tonos vibrantes.

Luego, un día, estuvo todo terminado. Ya no había que pintar más, ni que cavar en el jardín, ni que lijar sillas. Y me vi a mí misma sin nada para hacer.

Kathleen decidió que yo debía estudiar algo y buscó abundante información para mí, antes de sugerir una oportunidad de venta directa que podría hacer desde casa. Después, encontró unos folletos de cruceros a la Antártida y a Egipto, y a otros lugares que me fascinaron durante años.

También decidió que, como yo ya no trabajaba, podría hacer los viajes a la escuela a la mañana y a la tarde, y trabajar como voluntaria en el comedor escolar. Ah, y también buscarla del trabajo, ocuparme de la ropa sucia y de las tareas domésticas.

Ay, ¡por Dios!, empecé a pensar. No me imaginaba nada de esto al jubilarme. ¿Dónde está el “y vivieron felices” de mi cuento de hadas, en el que de pronto tengo todo el dinero que necesito y puedo ir danzando en fila por el campo con mis zapatillas Reebok nuevas y conocer a un hombre increíblemente guapo con quien pasar mis últimos años? ¿Dónde está el bingo y ese té elegante con Earl Grey y sándwiches de pepino? ¿Dónde están los amigos?

Me abandonaron las ganas de hacer cosas. Me dejaron sola. Seguí en ese estado por unas cinco semanas, hasta que, un día, caí en la cuenta de algo. No extraño el trabajo. Ni a las personas o los amigos. No me hace falta seguir entrenando la mente o tener un hobby nuevo. Estoy sufriendo por la ausencia de mi responsabilidad.

Ya no soy una persona responsable; soy una jubilada. Ya no tengo a 24 empleados, dos aprendices, cuatro gerentes de programa y un jefe que me reclaman atención. Ya no tengo que hacerme un hueco para la vida social en función de mi trabajo, ni que ir a la peluquería los sábados. Y me di cuenta de que extraño toda esa responsabilidad. Ni el trabajo, ni a las personas, ni el estrés. Sino mi responsabilidad. El ser valiosa. El ser importante. El ser necesaria.

Por eso, me deshice de todas esas novelas antiguas, saqué toda la “ropa de oficina” del guardarropas (aunque no todos los zapatos) y me uní a un grupo de manualidades que organiza nuestro centro cultural. Estoy aprendiendo a pintar con acuarelas; no soy muy buena, pero me divierto. Salgo de la casa y tengo un desafío nuevo y diferente. Sigo extrañando mi responsabilidad, y seguramente termine uniéndome al comité del grupo de manualidades, pero no todavía: en este momento, estoy disfrutando de redescubrir quién soy y, hasta ahora, me gusta lo que veo. 

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