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Cada paso, un milagro

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Una tarde de verano, Trudy Tuffy se cayó y quedó paralizada. Pero lo que de verdad cambió su vida fue lo que le pasó después.

Eran las 4:30 de la tarde de un caluroso día de agosto de 2008, y Trudy Tuffy estaba en el jardín de su casa charlando alegremente con sus amigos y colegas luego de un chapuzón en la piscina. Una hora y media después, la llevaban en camilla a una sala de operaciones del Hospital de Danbury, Connecticut: estaba paralizada del cuello a los pies.

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Todo empezó con una celebración. Durante varios meses, Trudy y su equipo de la sucursal en Danbury de Scholastic Corporation, una editorial de libros infantiles, habían trabajado arduamente para lanzar un nuevo sitio web. Lo terminaron a tiempo, así que, aunque ese día era martes, Trudy, supervisora del proyecto, de 45 años y madre de dos varones, invitó a sus colegas a tomarse el resto de la tarde para compartir una parrillada en su hogar, en la cercana localidad de Sandy Hook.

Todo era risas en el jardín cuando Trudy y una amiga se dejaron caer en una hamaca que pendía sobre el césped. Con el peso de ambas, la hamaca se inclinó y las tiró al suelo. La amiga alcanzó a enderezarse y aterrizó de rodillas, pero Trudy se cayó de espaldas y se golpeó la nuca. La última sensación que tuvo fue que volaba en el aire.

¡Qué tonta soy!, pensó, mientras sus compañeros corrían a ayudarla. Ella les pidió que la dejaran en el suelo un momento para recuperarse, pero pasaron los minutos sin que lograra moverse, y tampoco sentía nada por debajo de los hombros.
Uno de los invitados llamó una ambulancia, y otro entró en la casa para avisar a Keith, el esposo de Trudy, que estaba trabajando en la planta alta. Keith, desarrollador de productos de Internet, les dijo a sus hijos, Josh, de 12 años, y Ben, de 9, que no salieran. Entonces corrió hasta el jardín y se arrodilló junto a Trudy.
—Creo que me pellizqué un nervio —le dijo ella. Unas tomografías revelarían que era algo más grave.

Con el teléfono colocado entre la oreja y el hombro, el doctor David Bomback, cirujano de columna vertebral, examinaba las tomografías de Trudy en la pantalla de su computadora. Ese día estaba de guardia en su consultorio, a kilómetro y medio del Hospital de Danbury.
Preparen pronto un quirófano —le dijo al médico de guardia, que estaba del otro lado de la línea.
El cirujano sabía que la lesión de Trudy era muy seria. El golpe de la caída había comprimido y desplazado una vértebra hacia delante sobre la inferior, y ambas estaban presionando la médula espinal. “Tenía un hueso completamente encima del otro”, recuerda el especialista. “Era la peor lesión que podía haber sufrido”.

Bomback y el doctor David Kramer, colega suyo, llegaron rápidamente al hospital y se reunieron con los Tuffy fuera del quirófano. El personal de la sala de guardia acababa de hacerle un examen físico a Trudy; le habían dado pinchazos con una aguja por todo el cuerpo, desde la frente hasta los pies, y ella sólo había sentido el primero. “Yo tenía esperanzas de que sus nervios respondieran, que sólo estuvieran adormecidos y se activaran en cualquier instante —cuenta Keith—, pero cada vez se hacía más evidente que eso no iba a ocurrir”.

Luego de una pausa, Bomback les dio la mala noticia: los impulsos nerviosos no estaban pasando más allá del cuello. De hecho, Trudy aún respiraba y podía encoger los hombros sólo porque los nervios que controlan esos movimientos entran al cerebro por arriba de la parte lesionada.

El protocolo clínico establecía que debían hacerle a Trudy una resonancia magnética para guiar la operación que necesitaba, pero Bomback se negó a esperar. Con el paso de los minutos, las células inmunitarias se acumulaban en la zona de la lesión y la inflamaban, lo que a su vez aumentaba la presión en la médula espinal. Lo peor era que, como dichas células están programadas para eliminar tejidos dañados, estaban destruyendo nervios irreemplazables.

Bomback decidió administrarle esteroides a la paciente para reducir la inflamación, aunque sabía que quizá no sirvieran de mucho. Una vez que los Tuffy dieron su consentimiento, el cirujano le dijo a Trudy:
—Voy a operarla ahora mismo.

Eran casi las 11 de la noche cuando, con expresión sombría, Bomback salió del quirófano y fue a buscar a Keith. Le dijo que el doctor Kramer y él habían liberado la médula espinal de Trudy de la presión de las vértebras y estabilizado la columna con varillas de acero; sin embargo, aunque ella había recobrado la conciencia hacía más de una hora y le habían hecho nuevas pruebas de sensibilidad, aún no podía moverse ni sentía nada por debajo del lugar de la lesión.

“El doctor dijo que el pronóstico no era bueno —recuerda Keith—, y entonces comprendí que mi esposa tal vez nunca volvería a caminar ni a mover los brazos”. Cuando por fin lo dejaron ver a Trudy en un cuarto, no le contó lo que había dicho el médico. Ella tampoco hizo preguntas, pero recordaba el gesto de decepción que Bomback tenía mientras la revisaba en la sala de recuperación. Trudy siempre había sido muy activa: todo el tiempo estaba ocupada trabajando o atendiendo a su familia; salía a correr todas las tardes, y los fines de semana se ponía a arreglar su jardín. No quería verse reducida a ser tan sólo una cabeza. ¿Cómo podría ser una buena madre para sus hijos si no podía moverse?

Una enfermera iba a su cuarto cada media hora para controlarle los signos vitales y pedirle que tratara de moverse. Hacia las 3 de la madrugada, Trudy creyó sentir algo: el dedo gordo del pie izquierdo. ¿Lo estaba moviendo? Keith le dijo que sí. La enfermera se puso muy contenta, pero la paciente no tanto. “Pensé: ¿Y qué? Sólo moví el dedo gordo. ¿Cuándo podré mover el resto de mi cuerpo?”

Al día siguiente, Bomback no pudo disimular su satisfacción. “Me habría conformado con que moviera cualquier cosa —dice—, pero un dedo del pie era una excelente señal porque estaba lejos del lugar de la lesión. Era un indicio de que los impulsos nerviosos estaban empezando a recorrer su columna”. El cirujano sabía que era muy probable que Trudy nunca volviera a caminar, pero ahora cabía la posibilidad de que pudiera incorporarse en la cama e incluso levantarse o sentarse en una silla de ruedas, en vez de esperar a que alguien la ayudara.
Para Trudy, que aún no conocía el pronóstico, la emoción del médico significaba mucho más. “Fue entonces cuando tomé una decisión”, cuenta. “Le dije a Keith: ‘No te preocupes. Voy a luchar hasta recuperarme’”.

Una semana después del accidente, un terapeuta le preguntó a Trudy:
—Díganos, ¿qué se propone hacer durante su estancia aquí?
Luego de someterse a dos operaciones, Trudy acababa de ingresar al Hospital Gaylord, un centro de rehabilitación espinal situado en Wallingford, Connecticut. Sabía que tendría que trabajar mucho en esa institución, en la cual se esperaba que los pacientes participaran activamente en sus tratamientos. Serían cinco sesiones por semana, y cada una duraría entre cuatro y ocho horas.

Esa exigencia le parecía excelente, así que respondió con convicción:
—Quiero recuperarlo todo. Poder mover todo el cuerpo.
Hubo una pausa incómoda, y Trudy vio gestos de incredulidad, así que se corrigió rápidamente:
—Me sentiré bien si puedo recuperar toda la movilidad que sea posible. Quiero cuidar a mis hijos.
También sabía que el tiempo apremiaba, pues su compañía de seguros sólo iba a pagar por seis semanas de internación, y ella quería aprovecharlas al máximo. A la mañana siguiente, sin embargo, sintió que el miedo la invadía cuando su fisioterapeuta, Erin Prastine, le propuso ayudarla a ponerse de pie.

Trudy se dio cuenta de que, al estar paralizada, no era más que un peso muerto, y Erin apenas medía poco más de un metro y medio de estatura. “La miré horrorizada”, refiere.
El Hospital Gaylord es uno de los centros de rehabilitación espinal más avanzados de los Estados Unidos, así que Trudy iba a contar con lo último en tecnología. Primero la conectaron a un aparato de electroestimulación que hacía pasar leves descargas a través de sus músculos para contraerlos. Ella se fijaba en los espasmos y después trataba de hallar las conexiones mentales que le permitieran mover sola los músculos. Luego, con ayuda de un sistema de sostén del peso corporal, logró ponerse de pie y empezó a dar algunos pasos. “Era alta tecnología, pero también un arduo trabajo para mi esposa”, dice Keith. “Se pasaba todo el día en sesiones de terapia”.

Trudy siempre había sido tenaz y muy independiente, así que el hecho de que apenas pudiera moverse no la desalentaba en absoluto. “Algunos pacientes pedían que les ayudaran a comer, pero yo me decía: Ah, no. Yo no voy a hacer eso”, cuenta. El personal le adaptó una muñequera para que pudiera sostener un tenedor o una birome, y pronto pudo comer sin ayuda pinchando trozos de pan tostado y huevos revueltos.

Incluso logró levantar una taza de café medio llena presionando el pulgar contra la palma, lo cual la llevó a afrontar otro desafío. “Me encanta el café con crema y edulcorante, pero ni siquiera podía abrir el sobrecito”, dice. “Así que pensé que si quería el café a mi gusto, debía prepararlo sin ayuda. Si no, tendría que tomarlo negro, o quedarme con las ganas”.

“Yo trataba de ayudarla, pero no me lo permitía”, asegura Keith. “A veces me desesperaba al verla tratando de pinchar una uva con el tenedor, pero ella insistía en hacerlo sola”.
Cada día Trudy notaba una pequeña mejoría y, antes de que pasara una semana, dio sus primeros pasos apoyada en las barras paralelas del gimnasio del hospital. “Erin me decía: ‘Un brazo adelante; cambie el peso al otro lado; alce el pie; dé el paso; ponga el peso en el centro’”, cuenta. “Yo me preguntaba si esos movimientos volverían a ser normales para mí algún día. Pero sabía que antes tenía que reconectar el cuerpo con la mente”.

Poco después Trudy empezó a usar la piscina, extasiada con la sensación de libertad que le daba el agua, pero incómoda porque tenía que depender de otros para no ahogarse cuando se hundía. Acompañada por Erin o por Keith, incluso trató de subir las escaleras del hospital. “Todos los días me desafiaban a probar algo distinto”, dice. “Admito que cada desafío me daba miedo, pero siempre aceptaba”.

Keith conectó su laptop al televisor del cuarto de su esposa en el hospital, y algunas noches Josh y Ben iban a ver películas con su mamá. También llevaban a Trudy en silla de ruedas hasta la máquina expendedora para que practicara la coordinación manual fina presionando botones.

Un día en que caminaba con pasos vacilantes al lado de Keith por los jardines del hospital, él por fin le contó que el doctor Bomback había dudado de que volviera a caminar.
—Me alegro mucho de que nunca me lo hayas dicho —repuso Trudy.

A fines de septiembre, casi dos meses después del accidente, Trudy regresó a casa con un andador y un bastón que nunca usaría. Pronto volvió a su oficina; al principio trabajaba media jornada, pero después fue agregando más horas. Hoy día practica yoga y ejercicios de Pilates; corre nuevamente por los arbolados senderos de Sandy Hook (más de tres kilómetros de recorrido, dos veces por semana) y, lo mejor de todo, ha vuelto a ser la madre activa de siempre.

Para el doctor Bomback, el caso de Trudy es inspirador. “He visto pacientes que han sufrido el mismo tipo de lesión y nunca se recuperan de la parálisis”, comenta. Muchas personas contribuyeron al restablecimiento de Trudy: los socorristas que le dieron los primeros auxilios, los cirujanos que repararon la lesión y los terapeutas que la ayudaron a moverse. Trudy se siente agradecida con todos ellos y con su familia por el apoyo que le dieron, por su inmensa buena suerte y, sobre todo, por haberse aferrado a su actitud optimista.

“Jamás me imaginé que un día iba a quedar paralizada al caerme de una hamaca”, señala. “Cuando Keith me contó lo escasas que habían sido mis probabilidades de recuperación, le dije: ‘Sin duda pensaste que estaba loca cuando prometí que iba a luchar hasta estar bien’. Pero mi obstinación, y todas mis extravagancias que a veces lo exasperan, obraron a mi favor. Se lo recuerdo cada vez que se cansa de mi insistencia en hacer las cosas sin ayuda”. 

La ciencia en movimiento

Neena Samuel

Curar la parálisis es uno de los desafíos más difíciles de la Medicina, y también uno de los más emocionantes. “Ratas que antes tenían parálisis ahora corren en laboratorios de todo el mundo, pero ha sido muy complicado lograr eso en los humanos”, dice Susan Howley, directora de investigación de la Fundación Christopher & Dana Reeve. “No esperamos tener un remedio que haga que una persona se levante de la silla de ruedas como por arte de magia, pero ahora hay un optimismo que no existía antes”.

He aquí algunas de las áreas de investigación más prometedoras:

  • Entrenamiento locomotor. El paciente se para en una caminadora con un arnés de apoyo, y un terapeuta le mueve las piernas para simular la acción de caminar. La idea es que el sistema nervioso aprenda con la práctica: la médula espinal recibe información desde las piernas y los pies, y poco a poco va recuperando el control del movimiento. Esta técnica se usa en centros de rehabilitación con pacientes que conservan cierta movilidad de las piernas.
  • Electroestimulación. Unos electrodos aplican descargas leves que llegan a producir movimiento incluso en músculos completamente paralizados, de modo que los pacientes pueden ejercitar las extremidades. Los electrodos implantados forman una especie de prótesis biónica, aunque su uso todavía es muy limitado.
  • Regeneración. Regenerar las fibras nerviosas de la médula espinal “es la meta suprema de la investigación en este campo”, dice Howley. Se sabe que, en teoría, los nervios del sistema nervioso central pueden regenerarse solos; el problema es que la médula espinal está cubierta de sustancias que inhiben ese proceso. Así que los científicos están buscando maneras de apagar las señales de “no crecimiento” y de encender las de “crecimiento”. Aumentar la concentración de unas proteínas reguladoras llamadas factores neurotróficos podría ayudar, así como implantar células madre en otros tipos de células, para que sirvan como puentes en la zona dañada.
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