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3 increíbles historias de supervivencia

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ENFRENTARSE A UNA MUERTE SEGURA REQUIERE CORAJE, DETERMINACIÓN Y MUCHA SUERTE. ESTAS PERSONAS VIVIERON PARA CONTARlO.

Sobrevivir a un alud de barro 

Sheri Niemegeers, 47 años, analista DE INVERSIONES

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Era fin de semana puente de mayo de 2018 y junto a mi pareja, Gabe Rosescu, viajábamos desde mi casa en la provincia canadiense de Saskatchewan a visitar a unos amigos que vivían en Columbia Británica. Los dos tenemos espíritu aventurero y era nuestro primer viaje juntos desde que empezáramos a salir seis meses antes.

Alrededor de las 17:30 del martes 17 de mayo nos encontrábamos a unos 18 kilómetros al oeste de Creston, atravesando una autopista trazada sobre un empinado terreno montañoso conocida como Crowsnest Highway. Yo enviaba mensajes de texto a mi familia para contarles cómo estábamos mientras disfrutaba de las vistas. No estábamos al tanto de que había habido inundaciones en la zona. Cuando levanté la mirada, vi una ola de barro y un enorme árbol que rodaba por la montaña, delante de nuestro auto, un pequeño Hyundai. Gabe intentó frenar, pero ya era tarde.

Gritamos aterrados. El alud arrastró el auto a toda velocidad unos 300 metros hacia un acantilado rocoso y aterrizamos de lado entre unos árboles.

No se cuánto tiempo estuvimos inconscientes, pero me desperté al oír quejarse a Gabe. Estaba desplomado sobre el volante y había sangre por todos lados. Desde mi ventana del asiento del copiloto veía una caída empinada. Cada vez que me movía, un dolor insoportable me inundaba el pecho. Me había fracturado el esternón y mi tobillo derecho estaba destrozado y prácticamente girado. Gabe se había fracturado el hueso orbital, los huesos de las mejillas y de la nariz. Partes de su cráneo se habían aplastado y había sufrido daños en la vista. Pero el cuerpo humano es increíblemente sorprendente y de algún modo logramos arrastrarnos y salir de allí.

Estaba tan concentrada en sobrevivir que no registré el estado del auto ni dónde estábamos. No teníamos cobertura en el celular, y lo único que se nos ocurrió fue pedir ayuda a gritos. Pero me dolía demasiado el pecho hasta para respirar. Gabe comenzó a gritar con todas sus fuerzas.

Unos minutos después, escuchamos que alguien nos respondía. Cuatro hombres que pasaban por allí nos habían visto y avanzaban dificultosamente con el barro hasta el pecho para rescatarnos. Yo no podía caminar y tuvieron que turnarse para llevarme cuesta arriba por el acantilado y ayudar a Gabe, que estaba en shock y perdía la conciencia y, honestamente, pensé que no sobreviviría. Cuando los médicos de urgencias finalmente llegaron, nos permitieron despedirnos con un beso desde las camillas antes de trasladarnos en ambulancias separadas. Pensé que no volvería a ver a mi novio.

Me llevaron al hospital más cercano, y Gabe fue trasladado en avioneta a un hospital en Kelowna. Durante todo el trayecto trabajaron para mantenerlo despierto. Yo estuve ingresada una semana y media, pero Gabe estuvo en el hospital seis semanas. El cirujano reconectó la arteria principal en mi pie y fue necesario abrir el cuero cabelludo de Gabe en tres zonas para colocar todo. A pesar de las intervenciones quirúrgicas yo renguearé el resto de mi vida y Gabe ha perdido la visión de su ojo izquierdo de forma permanente.

(Estado del auto tras el alud)

Antes de que todo esto sucediera, éramos personas despreocupadas y alegres. Ahora somos aún más positivos. Vemos todo de un modo diferente. A pesar de todo el daño que experimentamos, nos sentimos agradecidos de seguir viviendo una buena vida. La experiencia también nos unió como pareja. Aún hacemos este tipo de viajes. Un año después del accidente, volvimos a Crowsnest Highway y mandamos al diablo a aquel alud.

Relato recogido por Emily Landau.


Sobrevivir a arenas movedizas 

Ryan Osmun, 34 años, FOTÓGRAFO

El Metro es un sendero del Parque Nacional Zion, en el estado de Utah, Estados Unidos, así llamado por su emblemático cañón con forma de túnel. El 16 de febrero de 2019, Ryan Osmun y su novia, Jessika McNeill, ambos de Arizona, decidieron visitarlo. El Servicio de Parques Nacionales describe el recorrido como “agotador” y advierte que requiere “búsqueda de caminos, cruce de arroyos y escalada de montañas”. En ningún momento mencionan arenas movedizas.

Era un día soleado cuando salimos del comienzo del sendero a las ocho de la mañana. A mitad de la caminata de 16 kilómetros, después de haber trepado montañas y atravesado arroyos, nos sorprendió una ligera nevada. Poco después entramos en Metro, que nos esperaba con sus imponentes muros ondulantes de color óxido. Justo en medio del camino había un pequeño estanque. El sendero continuaba por el otro lado y, como parecía poco profundo, comenzamos a avanzar a través del agua. Jessika caminaba delante.

A unos 1,5 metros de la orilla, uno de sus pies se quedó enterrado en el fondo arenoso. Luego cayó hacia adelante y ambas piernas comenzaron a hundirse. Me acerqué, la sujeté por las axilas y logré sacarla del fango. Con dificultad Jessika consiguió volver a la orilla. Pero ahora era yo quien se hundía. El barro me llegaba hasta el muslo derecho y pantorrilla izquierda. Logré liberar mi pierna izquierda, pero no podía mover la derecha. Jess me pasó un palo largo que habíamos recogido durante la caminata; lo clavé al lado de mi pierna e intenté balancearme y tirar para sacar la pierna. Nada.

Jessika comenzó a sacar arena con ambas manos, pero el espacio volvía a llenarse mucho más rápido. Le pedí que parara, ya que estaba desperdiciando su energía y yo no salía de la arena movediza.

El único punto con cobertura del celular era al comienzo del sendero, a cinco horas de distancia tras superar un terreno complicado. Le dije a Jessika que debía volver y pedir ayuda. Estaba asustada, ella únicamente había practicado senderismo conmigo y le inquietaba hacer sola un recorrido tan complejo. Pero no teníamos otra opción.

Treinta minutos después de su partida, comenzó a nevar intensamente. Subí el cierre de mi cazadora y acurruqué mi cabeza dentro. En algún momento cabeceé. No sé cuánto tiempo dormí, pero me desperté al sentir que me caía hacia atrás dentro del estanque y me hundía en la arena. Inmediatamente clavé el palo en la tierra seca y me empujé hacia arriba. Estaba agotado. Si volvía a caerme ya no podría salir. Habían pasado aproximadamente cinco horas desde que Jess se había ido y estaba oscureciendo.

Unas horas más tarde vi una luz a través de mi abrigo. Rogaba que fuera un helicóptero, pero era solo la luz de la luna que brillaba sobre las paredes del cañón. En ese punto, estaba completamente empapado y sabía que no sobreviviría. Comencé a pensar qué hacer para morir más rápido. Pero no quería ahogarme si volvía a caerme. Esa sería la peor forma de morir.

Una hora más tarde, sentí el resplandor de otra luz. ¡Una linterna! Grité para pedir ayuda. Un hombre respondió a mi llamada y corrió hacia mí. Se llamaba Tim y dijo que Jessika había logrado dar aviso a los socorristas. Él había subido primero y el resto llegarían en una hora.

Cuando llegaron los otros tres hombres, montaron un sistema de poleas para levantarme. Dos de los socorristas me sujetaron por las axilas mientras Tim colocaba una correa alrededor de mi rodilla. Ataron otra correa a una roca para que funcionara como sostén. Un cuarto socorrista manejaba la polea. Con cada tirón sentía como si estuvieran arrancándome la pierna. Tim metió las manos en la arena, logró sujetar mi tobillo y comenzó a tirar hacia arriba. Yo estaba agonizando, pero ahora sentía que la pierna se movía. “¡Vamos! ¡Sigue intentándolo!», grité.

Después de tres tirones consiguieron liberarme la pierna. Me arrastraron a un lateral del cañón porque no podía caminar. No sentía la pierna.

Estaba demasiado oscuro y nevaba demasiado para que un helicóptero pudiera llegar allí, por lo que me metieron en una bolsa de dormir, me dieron analgésicos y allí nos quedamos a pasar la noche. Cuando me desperté a las seis de la mañana al día siguiente, la nieve cubría la bolsa y aún nevaba. Hacia el mediodía, el tiempo mejoró y el equipo de rescate pidió un helicóptero.

Mi pierna se había hinchado de arriba abajo y tenía el grosor del muslo en toda su extensión, pero cuando finalmente llegué al hospital en la ciudad cercana de George y me examinaron, las radiografías no mostraron fracturas ni lesiones. Había estado atrapado en arenas movedizas 12 horas y creí que moriría allí. Pero sobreviví.

© 2020, POR JASON DALEY. extracto DE OUTSIDE (6 DE MARZO DE 2020), OUTSIDEONLINE.COM


Sobrevivir a ser engullida por una ballena

Julie mcsorley, 56 años, FISIOTERAPEUTA

Vivo con mi marido, Tyrone, en California, a unos seis kilómetros de la playa. Cada ciertos años, las ballenas jorobadas llegan a la bahía y se quedan ahí unos días durante su proceso migratorio. En noviembre de 2020, las ballenas estaban de visita, así que decidimos pasear en nuestro kayak y disfrutar de la naturaleza. Remamos a lo largo del embarcadero hasta ver una inmensa cantidad de focas y delfines y unas veinte ballenas comiendo pececitos de plata. Era increíble: salían a la superficie y empapaban todo con el agua que brotaba de sus espiráculos; era un espectáculo repleto de elegancia y majestuosidad. Eran gigantes, medían aproximadamente 15 metros de largo y a veces giraban sus aletas laterales y parecía como si nos saludaran.

En ese momento, mi amiga Liz Cottriel estaba de visita en casa. Nos habíamos conocido hacía 28 años, cuando ella trabajaba como recepcionista en la consulta dental de mi padre. Le pregunté si quería salir a navegar y ver las ballenas. 

“Para nada”, me dijo. Le daban miedo ballenas y tiburones y le aterraba más aún que el kayak pudiera volcar. Le aseguré que la embarcación era muy estable y que podíamos volver cuando quisiera. Tras persuadirla, accedió.

A la mañana siguiente, a las 8:30, ya había unos 15 kayaks en la bahía y otras personas que hacían pádel surf. Era un día cálido para noviembre, con unos 18 C°, y optamos por cazadoras y pantalones. Durante la primera media hora no vimos nada. Luego divisé dos parejas de ballenas que nadaban hacia nosotras. Estábamos asombradas: era una sensación increíble estar tan cerca de criaturas de ese tamaño. 

Cuando las ballenas vuelven a sumergirse tras subir a la superficie, dejan lo que parece una mancha de aceite en el agua. Pensé que si remábamos hasta ese punto estaríamos seguras, ya que las ballenas acababan de irse. Las seguimos a distancia, o al menos lo que yo creía. Luego supe que lo recomendable es mantenerse a 90 metros de distancia, aproximadamente la extensión de una cancha de fútbol. Nosotras estábamos, probablemente, a unos 18 metros.

De repente, un banco de peces que formaban una masa compacta, lo que se conoce como bola de cebo, comenzaron a saltar desde el agua hacia nuestro kayak. Su movimiento sonaba como el crujido de cristales rotos a nuestro alrededor. En ese momento supe que estábamos demasiado cerca. Estaba aterrada. Luego sentí cómo el kayak se levantaba del agua (unos dos metros, según nos enteramos más tarde) y caía hacia atrás dentro del océano. Supuse que la ballena nos arrastraría hacia abajo y nos succionaría bajo el agua. 

Lo que no advertí en ese momento era que Liz y yo estábamos en la boca de la ballena. El animal había envuelto con su boca mi cuerpo, con excepción de mi brazo derecho y el remo. Liz, mientras, miraba a la mandíbula de la ballena, que parecía una enorme pared blanca. Más tarde me dijo que pensó que iba a morir. Yo no dejaba de pensar que podíamos ser succionadas por el vacío y repetía en mi cabeza: tengo que incorporarme.

Las ballenas tienen enormes bocas pero sus gargantas son diminutas. Todo aquello que no pueden tragar, lo escupen. Teníamos nuestros salvavidas puestos y en unos minutos fuimos expulsadas hacia la superficie, como a un metro de distancia una de la otra. Toda la odisea duró 10 segundos, pero pareció una eternidad. 

Había algunas personas cerca y alguien llegó a grabarlo. Tres o cuatro personas se acercaron a nosotras, entre ellos un bombero jubilado que nos preguntó si estábamos bien y si teníamos todas nuestras extremidades. 

“¡Estaban dentro de la boca de la ballena!”, nos dijo. “Pensamos que habrán muerto”. Unos días después, vi el video con atención y pude ver lo cerca que estuve de resultar herida o morir. Valoro mucho más la vida desde aquel día. 

Jamás volveré a acercarme tanto a las ballenas. Quiero respetar su espacio. Ahora soy mucho más consciente del poder de la naturaleza y del océano. Y creo que hubiera muerto si ese hubiera sido mi momento. Afortunadamente, no fue así. 

Esa tarde, cuando volvimos a la costa y Liz se quitó la cazadora para secarla, cinco o seis peces cayeron al suelo.

Relato recogido por Emily Landau 

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