Tres mujeres fueron a conocer el Valle de la Muerte y vivieron la peor experiencia de sus vidas. ¡No te pierdas esta historia!
El Valle de la Muerte, una extensión de casi 7.800 kilómetros cuadrados de dunas de arena y áridas montañas a lo largo de la frontera sudeste de California, es el lugar más caluroso y seco del mundo. La temperatura se dispara a más de 40 grados durante los meses de junio a septiembre. La mayoría de los meses no llueve nada. Aunque casi un millón de turistas lo visitan cada año, solo unos pocos se arriesgan a hacerlo en verano, cuando el sol se encuentra en su punto más álgido.
Como la mayoría de sus vecinos de Pahrump, Nevada, un polvoriento pueblo de 36.000 habitantes a solo 60 kilómetros de la entrada del Parque Nacional del Valle de la Muerte, Donna Cooper había viajado en auto por el valle muchas otras veces. Pero un jueves de julio de 2010, por la mañana, esta jubilada de 62 años decidió explorar un rincón del parque que nunca había visitado antes: el Castillo de Scotty, una mansión de estilo español construida en la década del 20 del siglo pasado. Su hija Gina, de 17 años, y su amiga recién llegada de Hong Kong, Leung Jenny de 19, invitada en la casa de Donna, se unieron a ella.
Las tres llegaron a la mansión a las 13 horas aproximadamente y estuvieron dos horas visitando el lugar. Cuando salieron del estacionamiento para volver a casa, vieron un cartel del Hipódromo: el lecho de un lago seco donde las rocas movedizas han dejado marcas de derrape en el barro agrietado. “Siempre he querido ver eso”, dijo Donna. Gina, quien manejaba, dirigió su Hyundai hacia el oeste y luego hacia el sur por un camino de tierra. Fuera del auto, la temperatura sobrepasaba los 50°C. Después de una hora aproximadamente, llegaron a una intersección, pero la señal que indicaba el camino hacia el Hipódromo no estaba clara. Gina giró a la izquierda. Quince kilómetros después, se dio cuenta de que se había equivocado. Intentó retroceder para volver por el mismo camino, pero ya estaban metidas de lleno en la zona montañosa. Su mapa de rutas solo marcaba las principales del parque. “Vamos a preguntarle al GPS cómo volver al Castillo de Scotty”.
“Avance 165 metros, luego gire a la derecha por la ruta sin nombre”, ordenó el aparato. “Gire a la izquierda y luego conduzca kilómetro y medio. Gire a la derecha. Gire a la izquierda. Recalculando. Conduzca siete kilómetros y medio y luego, haga un cambio de sentido”. Desde 1849 muchos visitantes se habían perdido por las rutas del Valle de la Muerte —a veces trágicamente— desde que los pioneros empezaron a utilizarlas como atajo para llegar a los yacimientos de oro de California. Últimamente, cada vez hay más visitantes que se pierden por culpa de los GPS, cuyas bases de datos para zonas remotas, como el Valle de la Muerte, incluyen mapas que no se han actualizado desde hace décadas. Conforme Donna avanzaba haciendo zigzags por rutas sin señalizar que se hacían cada vez más angostas y rocosas.
Mientras avanzaban, las sombras se alargaban, pero prácticamente seguía haciendo el mismo calor. Fuera del coche solo había arena, malezas y escombros que se extendían kilómetros a la redonda. Con intervalos, las tres mujeres intentaron llamar al número de emergencias desde los celulares, pero nadie las atendió. Donna hizo un inventario: además del agua que les quedaba, tenían dos manzanas, lo que quedaba de una bolsa de papas fritas y algunas galletitas. En el baúl había mantas además de unas camisetas, unos zapatos extras, un kit de herramientas y un botiquín de primeros auxilios. Aún quedaba más de un cuarto de tanque de combustible. Donna inhaló profundamente y después exhaló todo el miedo que sentía.
El marido de Donna, Rodger, de 62 años, se encontraba en Florida visitando a su otra hija, Sky. También él estaba acostumbrado a lo independiente que era su mujer. Pero a Sky, de 21 años, quien acababa de someterse a una operación de vesícula esa misma tarde, le extrañó que su madre no hubiera llamado. “Esto es muy raro”, repetía. Donna manejó hasta quedarse sin combustible. Después se detuvo. Eran las diez de la noche y el cuenta kilómetros indicaba que habían recorrido más de 300 kilómetros desde que salieron del Castillo de Scotty. Enormes rocas se alzaban sobre el auto bajo un brillante cielo negro lleno de estrellas. “Parece que tenemos que acampar aquí”, dijo Donna. “¿Hay animales salvajes aquí?”, preguntó Jenny con voz temblorosa. “Pumas. Osos”, respondió Donna. “Suban las ventanillas”. Las chicas hicieron lo que Donna les dijo.
Donna sacó toda la comida que les quedaba y cada una tomó un trago de la escasa agua que quedaba. Luego trataron de dormir. Gina se quedó dormida rápidamente, pero Donna y Jenny no. Estaban angustiadas por lo que pasaría al día siguiente. “No tengas miedo”, dijo Donna mientras ella y Jenny se sentaban a mirar la oscuridad. “Necesitamos un plan”. Después se produjo un largo silencio. A las 6 de la mañana del viernes, con la luz del amanecer, se dieron cuenta de que estaban estacionadas en lo alto del valle, en una arboleda de pinos dispersos. Donna intentó arrancar el coche, pero no lo consiguió. “Tenemos que conseguir que alguien nos vea”, dijo Gina.
“Tenemos que volver al lugar donde nos detuvimos ayer”, dijo Gina. “¿Cómo vamos a hacerlo?”, preguntó Donna. “El auto no arranca”. “Vamos a intentarlo otra vez”, sugirió Gina. Donna rezó en silencio y después giró la llave. El motor rugió antes de arrancar dejándolas perplejas y partieron ladera abajo. Donna pisaba a fondo el acelerador en cada cuesta abajo, para tener después suficiente empuje para la siguiente subida; sabían que si se paraban, todo se habría acabado. Cuarenta y cinco kilómetros después ya habían llegado a la zona llana y giraban hacia la ruta que pasaba junto al lago salado. Por fin, apareció ante sus ojos la cancela cerrada y las tres empezaron a gritar de emoción: por lo menos tenían la oportunidad de cobijarse en alguna parte.
Dejaron el auto y pasaron por debajo del alambrado. Mientras avanzaban por el camino de entrada, les quemaba el suelo bajo las suelas de las zapatillas. Cuando emergieron de entre los árboles, vieron tres casas rodantes alrededor de un porche de madera. Gritaron, pero nadie contestó. Las casas rodantes estaban cerradas. Pero detrás de la más grande, Donna encontró algo increíble: una manguera de jardín enchufada a una canilla. El agua estaba caliente pero las tres la tomaron ávidamente. Después se acostaron a dormir la siesta en el porche.
Cuando se despertaron, Gina sacó la caja de herramientas del auto. Con una palanca, arrancó el candado de una de las casas rodantes pequeñas. Dentro encontraron unas cuantas latas de comida. También había ocho cajas de cerveza. La comida solo duraría un par de días, calculó Donna, pero la cerveza les alcanzaría para dos semanas, suponiendo que sobrevivieran al calor. Sacaron los colchones de las dos literas y los pusieron en el porche, que estaba ligeramente más fresco. Donna abrió una lata y se sentaron a comer. Después, encontraron jarras y botellas en la basura y las llenaron de agua por si la manguera se secaba.
En Florida, al llegar a casa desde el hospital esa mañana, Sky intentó llamar por teléfono a Donna, pero le saltó el contestador. Después comprobó la cuenta de la tarjeta de crédito de Donna. Los últimos cargos eran del jueves a la una de la tarde, cuando Donna sacó las tres entradas para el Castillo de Scotty. Sky llamó a Charlene Dean y esta le dijo que tampoco había tenido noticias de Donna. Esa tarde, Sky llamó al supermercado en el que Gina trabajaba. El turno de Gina había comenzado a las 4 de la tarde. “No ha aparecido”, le dijeron. “Ahora sí que estoy preocupado”, dijo su padre.
Sky volvió a llamar a Charlene y las dos llamaron a las oficinas del sheriff de varios condados, a la Patrulla de Caminos de California y a la Comisaría de Policía del Parque Nacional del Valle de la Muerte. Pero las autoridades dijeron que era demasiado tarde para organizar una búsqueda completa. Cuando se hizo de noche, Gina encendió señales de fuego con fósforos de la cocina de la casa rodante y troncos que encontraron apilados en el patio. Después, las tres se recostaron en el porche. El calor del suelo era tan intenso que tenían que levantarse cada 15 minutos para empaparse con agua.
Al amanecer, Donna y Jenny salieron a la ruta e hicieron una cruz en la tierra con tres ramas. Escribieron AYUDA, LLAMEN A LA POLICÍA, en el polvo que cubría el coche. Las tres consiguieron por fin entrar en la casa rodante grande, pero no encontraron casi nada útil. Después, Gina arrancó una ventana de la casa rodante más pequeña y Jenny entró por el hueco. Allí, en una mesa, había una radio CB. Pero después de acarrearla fuera, junto con la antena y engancharla a la batería del coche, solo se oían interferencias. Gina estaba a punto de llorar. Pero su madre tuvo una idea mejor: “Vamos a lavarnos.”
Jenny y Donna se bañaron primero, en la primera caravana, con agua del exterior. Luego entró Gina, cuando le pareció oír a alguien gritando. Era Jenny. “¡Salgan!”, gritaba. “¡Salgan!” Donna corrió hacia afuera y Gina —vistiéndose sin secarse— salió atrás. Jenny estaba agitando la manta amarilla como una loca. Desde el cielo llegaba un estruendo ensordecedor. Un helicóptero de la Patrulla de Caminos de California estaba dando vueltas lentamente. Después de aterrizar, los pilotos, que eran también auxiliares sanitarios, comprobaron los signos vitales de las tres mujeres y les dieron toda el agua fresca que pudieron tomar. “Estábamos a punto de darlas por muertas y volver a la base”, dijo uno de los hombres. Las tres parecían estar sanas, así que los pilotos les ofrecieron dos opciones: subirse al helicóptero una por una y volar hasta la población más cercana, o esperar a que el responsable del camping del parque trajera un bidón de combustible y les diera las instrucciones para llegar a la autopista. Eligieron la segunda opción.
Cuando apareció el responsable del parque, llenaron el tanque, dieron las gracias al grupo de rescate y se alejaron avanzando en medio de la noche. Esta vez, sabían por dónde iban.