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Jóvenes conflictivos: tomando las riendas

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En un campamento equino en Kentucky, cada verano ocurre una batalla de voluntades entre los caballos mesteños y los chicos que tratan de domarlos.

EN UN CAMPAMENTO equino en Kentucky, cada verano ocurre una batalla de voluntades entre los caballos mesteños y los chicos que tratan de domarlos.

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“Ven, Dakota”. Brandon Ridley, de quince años, alargó la mano hacia un desaliñado potro bayo que, después de mirarlo, bajó la cabeza para pastar. “Lo único que quiere es comer”, murmuró Brandon, de jeans y tenis desatados, y lo siguió.

Esa soleada mañana de verano en un campo de pastoreo de Kentucky, otros seis chicos trataban de atrapar a sus caballos con ronzales, llamándolos con suavidad: “Oye, Eagle”, “Ven aquí, Brook”, “Vamos, muchacho”.

Los potros mesteños de las praderas de Wyoming no querían ser atrapados. Eran “salvajes”, igual que los muchachos provenientes de los barrios pobres de Lexington, donde el aire se quiebra con balazos esporádicos, y no con relinchos.

Chicos salvajes. Caballos salvajes.

Si se juntan, podrían armar un caos, ¿o no? Pero los chicos callejeros y los independientes animales comparten algo más: el deseo de querer y de ser queridos. Y es ahí donde entra la Tropa Mesteña, que les enseña a jóvenes en riesgo, de entre 9 y 18 años, a montar y a ocuparse de los caballos.

Cada verano, de lunes a viernes, la Liga de Actividades de la Policía de Lexington los traslada hasta el Campo de Caballos de Kentucky, un parque temático equino del Estado a 15 minutos de la ciudad. Los novatos nunca antes han tocado —y menos montado— un caballo. Aquí, aprenden a darle la espalda a la violencia de las calles.

“Si se consideran duros”, les dice a los jóvenes Todd Waronicki, empleado del lugar desde hace mucho tiempo, “verán que un animal de media tonelada lo es mucho más”. El jefe de cuadras le asigna a cada chico el caballo que cuidará durante el verano y, después, anuncia las reglas: No levantar la voz, moverse lenta y metódicamente, y acariciar a los potros cuando hacen algo bien. Al principio, los chicos están nerviosos, pero no tanto como los caballos; los más inestables deben ser “amansados” por el personal antes de que los jóvenes se les acerquen.

“Eagle, está bien. ¡No hace daño!”, le dijo Deshaun Tucker, de 15 años, a su caballo, pues al rociarle brillo en la crin, éste se sobresaltó. “No le gusta que le toquen las orejas”, explicó la chica.

Deshaun tiene problemas de atención y no le va bien en la escuela. Cuando llegó, hace tres años, era tan tímida que casi no hablaba. Para ella, la “Gran Caballeriza” es un oasis de orden y tranquilidad. “Antes estaba asustada, pero ahora me encanta. Puedo cuidar caballos que nunca habían recibido ayuda, y puedo amarlos”.

«Si yo no estuviera aquí, probablemente estaría en las calles», dice Brandon Ridley.

EN UNA HILERA desigual, los jinetes cantaban a todo pulmón la canción hip-hip “Star”. Al poner a sus caballos al trote, levantaron mucho polvo contra la luz.

“¡En línea recta!”, gritó la instructora Monica Legere, pues estaban ensayando para una feria equina que se realizaría pocos días después. Siempre entrenan hasta hacerlo a la perfección. El equipo, con un estilo de caballería, ha participado en el Gator Bowl y en el desfile inaugural del presidente Clinton; cada primavera, se suman al desfile del Kentucky Derby.

“Me pongo nervioso”, dijo James Woolfolk, de 12 años. “Tengo miedo de caerme y de hacer el ridículo”. Sin embargo, el hecho de caerse y de montar de nuevo es una forma de ganarse el respeto de los demás, sin tener que usar puños, armas o amenazas.

Luego de hacer una línea en el centro del corral, llegó la hora del almuerzo. De camino a la caballeriza, Anthony Ellis, de 14 años, le dio una palmadita a su potro, Brook. “Buen trabajo”, murmuró. Fue un gesto sencillo, pero la amabilidad y la empatía no son lo más común en el barrio de Anthony, al este de Lexington.

“Venimos de un lugar donde se ocultan las emociones”, dijo Rodriquez Smith, quien fue parte de la Tropa de los 11 a los 18 años. “Para mí era muy difícil mostrarle afecto al caballo. Empecé con él y después seguí con mi hermana menor y con otras personas”. Lecciones como ésa se aprenden poco a poco; a algunos les lleva todo un verano.

Cuando comenzó la Tropa Mesteña, en 1994, Todd Waronicki se preguntaba quién sería más difícil de controlar: los caballos o los chicos. Los primeros podían patear, pero los jóvenes se herían entre sí con palabras y miradas mordaces. Hasta una broma inofensiva que termina con un insulto puede provocar una pelea. Hace tiempo, dos chicos dispararon petardos mientras veían cómo herraban a un caballo, algo que, en sí, puede ser peligroso: el animal se para en tres patas y el herrero sostiene la cuarta, por lo que puede ser pateado o pisoteado si el caballo se asusta. Por suerte nadie salió herido, pero los muchachos fueron expulsados.

DESPUÉS DEL ENTRENAMIENTO vespertino, los jóvenes jinetes les sacaron los arreos a los caballos y los guiaron hacia el prado. Fue un buen día: no se cayó nadie y sólo un chico fue suspendido, por echarle a otro aceite para monturas en los ojos.

Aunque no llevan registros, Waronicki dice que muchos de los 150 jóvenes que han pasado por el programa han ido a la universidad o consiguieron buenos trabajos, con la ayuda de becas y la recomendación de la Tropa. Algunos regresan para trabajar ahí.

“Cuando analizo mi vida —dijo Smith, que tiene cuatro hijos y es mozo de cuadra de la Granja Claiborne (hogar de un potro legendario llamado Secretariat)—, veo que la Tropa Mesteña me convirtió en lo que soy.”

A veces los muchachos suplican por quedarse en la granja al final del día, en lugar de irse a sus casas. Y cuando llega agosto, están muy tristes por dejar a sus potros.

Pero cada mes de junio, cuando un nuevo grupo de jóvenes lleva a sus caballos a los establos y las palomas aletean entre las vigas, la Gran Caballeriza resuena con nueva esperanza.

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