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En las garras de un oso polar

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Dos jóvenes que tuvieron la aventura de sus vidas en su viaje al Círculo Polar Ártico.

Cuando los grandes amigos Sebastian Nilssen y Ludvig Fjeld emprendieron una travesía de dos meses en kayak al norte del Círculo Polar Ártico, esperaban tener la aventura de su vida. Y la tuvieron.

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El enorme oso polar avanzaba con torpeza a lo largo de la costa rocosa, a menos de un metro de las aguas tormentosas del océano Ártico. De vez en cuando levantaba la cabeza para olfatear, tal vez con la esperanza de encontrar alimento fácilmente: una foca anillada varada o un cadáver de morsa.

Estaban a finales de julio y, en esta parte deshabitada del archipiélago noruego de Svalbard, muy por encima del Círculo Polar Ártico y a tan sólo 965 kilómetros del Polo Norte, gran parte del hielo de glaciar se había derretido. Esto causaba que la caza focas, alimento favorito de los osos polares, fuera casi imposible. El gran oso tenía un hambre desesperada.

Con un viento del oeste a sus espaldas, el oso macho continuó vigilando la costa. Entonces, quizá al percibir la esencia de algo insólito, se detuvo en seco. Olfateó el aire y exhaló una v o l u t a d e vapor por el negro hocico. Siguiente el olor —los osos polares tienen un olfato tan sensible que hay quienes dicen que pueden oler un cadáver de ballena en descomposición a 32 kilómetros de distancia— se dio vuelta súbitamente a favor del viento y tierra adentro. Arrastraba las patasarqueadas, dejando profundas huellas en la arena. El depredador se acercaba a su presa.

Iba a ser la aventura de sus vidas. Los viejos amigos Sebastian Plur Nilssen y Ludvig Fjeld, ambos de 22 años, habían entrenado durante casi dos años para esta expedición de dos meses en kayak. Con la idea de seguir los pasos de otros exploradores noruegos como Roald Amundsen y Thor Heyerdahl, los jóvenes intentarían convertirse en los primeros en remar alrededor del archipiélago de Svalbard, un viaje de más de 1.700 kilómetros a través de una de las regiones más aisladas del mundo.

Para estar en forma, se habían puesto los trajes secos y habían remado por los ríos congelados cercanos a sus pueblos natales a las afueras de Oslo, arrastrado pesados kayaks sobre témpainos de hielo y se habían zambullido en las aguas heladas.

Cazadores de toda la vida, habían afinado su puntería corriendo cuesta arriba, cargando sus rifles y pulsando el gatillo. Como muchos expertos en el Ártico les habían aconsejado, si tuvieran que defenderse de un oso polar tendrían poco tiempo para pensar. Ambos llevaban rifles en mochilas impermeables atadas a sus kayaks. Quedarse quietos, controlar la respiración, apuntar, disparar. Todo esto tendría que ser casi instintivo.

Los dos aventureros partieron de Longyearbyen, conocido como el pueblo más septentrional del mundo, el 5 de julio de 2010. Recorrían en promedio unos 24 kilómetros por día y, para finales de julio, habían llegado a la costa norte de Nordaustlandet, una de las islas árticas altas de Svalbard.

El viento arreciaba y el mar comenzaba a picarse, así que decidieron dirigirse a la costa y acampar en una playa cercana a un colina llamada Ekstremhuken. Nilssen, que remaba junto a Fjeld, levantó el mapa y sonrió, “Gracioso nombre para un lugar, ¿no? Me pregunto si eso significa que algo ‘extremo’ algo va a pasar aquí?”.

Tras colocar sus kayaks sobre la playa rocosa, armaron su carpa y colocaron un perímetro de cable al ras de suelo a casi tres metros de distancia, como lo hacían en todos los campamentos. Si algún oso cruzara el cable, detonaría una serie de pequeñas cargas explosivas, dando tiempo a los hombres para tomar los fusiles y ahuyentarlo o, de ser necesario, disparar.

Cuando despertaron al día siguiente, vientos feroces agitaban el mar. Tras comprobar el pronóstico del tiempo por medio del teléfono satelital, Nilssen y Fjeld examinaron la situación. “Tendremos que quedarnos una noche más —dijo Nilssen—. Mañana amanecerá despejado”.

Más tarde ese día, mientras perseguía una lona que había salido volando, Nilssen cayó sobre el cable, lo que desencadenó una carga explosiva. Pronto instaló una nueva carga.

“Maldita sea”, dijo mientras se arrastraba hacia el interior de la carpa. “Me estoy volviendo torpe y viejo”. Como lo hacían todas las noches antes de acostarse, Nilssen y Fjeld comprobaron que sus rifles estuvieran cargados y mano. Mientras dormían profundamente, el oso polar que había detectado su olor comenzó a acercarse al campamento.

El viento aullaba cuando el oso arrancó el cable en su camino, pero la carga no explotó. Nilssen se despertó por el sonido estridente del oso que pisoteaba la carpa y la rompía en pedazos de un poderoso zarpazo. “¡Oso!”, gritó Nilssen cuando sintió que unas fauces se cerraban sobre la parte posterior de su cabeza, sacándolo de su bolsa de dormir. Lo único que podía ver era una masa imponente de pelos blancos. Mientras sus dientes se hundían más en el cráneo, el oso emitía roncos gruñidos guturales.

Nilssen pudo agarrar su escopeta de repetición mientras el oso lo arrastraba fuera de la carpa. Gritaba mientras trataba de pegarle al oso con una mano y aferrarse a la escopeta con la otra. Pero nada disuadía al animal.

De pronto, el oso polar soltó la cabeza de Nilssen y le hundió los dientes en el hombro derecho. Luego lo sacudió de un lado a otro, clavando los dientes cada vez más profundo en la carne. El dolor recorrió su cuerpo como si le enterraran un picahielo en el hombro.

Quiere sacudirme hasta dejarme inconsciente, pensó Nilssen. El oso comenzó a arrastrarlo hacia la playa rocosa. La escopeta es mi única salvación, pensó. Justo entonces el arma se le resbaló de la mano; el oso se paró sobre ella y la partió en dos. “Estoy muerto”, dijo Nilssen en voz alta cuando escuchó que el arma se quebraba. “Se acabó”.

Fjeld despertó al oír los gritos de Nilssen; se incorporó y vio al oso dentro de la carpa con la cabeza de Nilssen entre las fauces. Mientras lo sacudía, el oso había pisoteado su equipo, gran parte del cual había quedado aplastado o enterrado en la arena.

Fjeld se levantó de un salto y buscó el rifle de la Segunda Guerra Mundial que había pertenecido a su abuelo. No estaba. Con desesperación, escarbó en los escombros frente a la carpa. “¿Dónde está?”, gritó. Sintió la culata del rifle y lo sacó de la arena. “¡Sebastian!”, gritó. Pero Sebastian no respondía. El oso arrastraba a Nilssen. Tengo que actuar ahora para salvar a mi amigo, pensó Fjeld. El tiempo se agotaba.

El oso soltó a Nilssen a unos 30 metros del campamento. Entonces rugió y enterró las garras afiladas en el torso del joven. El kayakista quedó cubierto de sangre. El oso apoyó las dos patas delanteras sobre su pecho, clavándolo en suelo y hundiéndolo profundamente en el arena. Nilssen sintió que sus costillas se quebraban. Sentía el aliento ardiente de oso en el rostro. Lo miró directamente a los profundos ojos negros. Eran fríos y vacíos.

Entonces el oso se dio vuelta y vio a Fjeld con el rifle levantado fuera de la carpa. Fjeld contuvo la respiración para calmarse, afinar la puntería y apuntó al oso. “Tranquilo”, se dijo. Tenía miedo de dispararle a su amigo. Nilssen gritó: “¡Dispara! Dispara!” Pero antes de que Fjeld pudiera disparar, el oso se bajó de Nilssen, volvió a hundir las fauces en la parte posterior de su cráneo, se puso en dos patas y lo levantó por el aire.

Fjeld corrió para acercarse. Nilssen volvió a gritar, “¡Dispara! ¡Dispara o moriré!”

El oso polar estaba de perfil. Fjeld le apuntó al lomo y apretó el gatillo. La bala penetró en el oso, y el animal dejó caer a Nilssen sobre la arena. Por última vez, el oso clavó los dientes en el hombro de Nilssen. Entonces Fjeld disparó cuatro balas más al pecho de del bestia. El oso cayó, muerto al fin.

Temeroso de que otros osos polares llegaran atraídos por del olor de la sangre, Fjeld colocó otro cargador de cinco balas en el arma. Nilssen yacía encogido en la playa. La parte posterior del cuero cabelludo colgaba suelta y el hombro había quedado destrozado. Su cuerpo estaba cubierto de heridas sangrantes, pero estaba vivo.

Fjeld lo llevó a la carpa, le cubrió el cuero cabelludo y el hombro sangrantes con vendajes de compresión y lo envolvió en una bolsa de dormir. “Vas a sobrevivir», dijo a Nilssen mientras le enjugaba con cuidado la sangre de la cara. «Vamos a salir de aquí».

Nilssen gimió. Su cuerpo palpitaba de dolor, y el olor de su sangre llenaba la carpa. Le susurró a Fjeld, “Mi cuello. Creo que el oso tal vez me lo rompió”.

Fjeld sabía que tenía que mantener a Sebastian caliente porque sería muy difícil sobrevivir a las temperaturas glaciales con tales heridas devastadoras. Marcó el número de un hospital de Longyearbyen en el teléfono satelital. El operador contestó.

“Necesitamos ayuda”, Fjeld espetó. “Somos kayakistas”, le dijo a Aksel Bilicz, jefe de enfermeros del hospital. “Un oso polar atacó a mi amigo. ¡Por favor, dense prisa!”

Bilicz llamó a la policía de la localidad y, como 35 minutos después, un helicóptero de rescate estaba en camino. Sin embargo, el viaje hasta el campamento duró casi hora y media.

Fjeld volvió junto a Nilssen, que estaba pálido y tembloroso. Le habló sin cesar para mantenerlo despierto. “Van a enviar un helicóptero”, repetía Fjeld. “No tardará”. Aunque Nilssen se retorcía de dolor, Fjeld tomó la ardua decisión de no darle una dosis de la morfina que llevaban porque podría dejarlo sin conocimiento. A pesar de su sufrimiento, Nilssen no quería estar inconsciente. Mientras, Fjeld, con el rifle cargado, oteaba el horizonte en busca de otros osos polares.

Cuando aterrizó el helicóptero, dos paramédicos subieron a Nilssen. Le dieron un analgésico y solución salina por la vena; el cuello le dolía demasiado para que le pusieran un aparato ortopédico.

En el hospital, Nilssen se sometió a una operación de tres horas, durante la cual los cirujanos le quitaron todo el tejido dañado de las heridas. El cuello había quedado muy magullado pero no estaba roto. Al día siguiente, mientras Nilssen yacía en recuperación, la cirujana Kari Schroeder Hansen lo visitó. “Otros pocos milímetros y los dientes del oso te habrían perforado el pulmón y aplastado el cráneo —le dijo—. Ya no estarías entre nosotros».

“Sé que es común que los osos trituren cráneos de foca —dice Nilssen—. Por suerte, soy un cabeza dura”.

En la actualidad, en su casa en el norte de Oslo, donde cría a un equipo de perros de trineo, Nilssen bebe café con Fjeld. El joven se desabrocha la camisa. Tiene el hombro y el torso surcados por las cicatrices del ataque. “Yo no soy religioso, pero sé que fue un milagro que sobreviviera”, dice mientras se abotona arriba. “También sé que le debo la vida a Ludwig”.

Fjeld lo niega: “Me limité a hacer por instinto lo que ambos estábamos entrenados para hacer”.

Los hombres están pensando en hacer otra expedición a Svalbard aunque sus familias, que se enteraron del ataque por un programa de radio, no están dispuestas a permitirlo. Cuando se le pregunta sobre la experiencia, Nilssen guarda una compostura sorprendente. “Lamentamos mucho que el oso haya tenido que morir —comenta reflexivo—. Aún creo que el oso polar es la criatura más majestuosa del mundo. Sólo intentaba sobrevivir”.

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