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Al rescate de Umoja

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Salvar de la extinción a los gorilas de montaña es la ardua misión de un grupo de médicos. Ésta es la historia de una de sus operaciones en Ruanda.

Umoja, un gorila de dos años, va en los brazos de su madre con los ojos cerrados. Aunque estamos a diez metros de distancia, vemos que la herida que tiene en el vientre es más grave de lo que habíamos pensado tras oír la descripción de los rastreadores: es un trozo de intestino sangrante y cubierto de tierra. Aunque consigamos operarlo, sus probabilidades de sobrevivir son escasas. Cargados con tres pesadas bolsas de trabajo, seguimos con cuidado los pasos de la familia del pequeño Umoja.

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Más de la mitad de los gorilas de montaña que quedan en el mundo habitan en los bosques de la región de los montes Virunga: en los parques nacionales Virunga de la República Democrática del Congo; Mgahinga, de Uganda; y en el de los Volcanes, de Ruanda. Se calcula que la población total actual es 700 ejemplares; sin embargo, aún tenemos esperanzas de poder salvar a estas magníficas criaturas, nuestros parientes más cercanos. La gente de la región de los Virunga cada día se convence más de que vale la pena proteger a los gorilas, ya que atraen turistas e ingresos económicos.

Desde 1986, los médicos de gorilas han tenido una presencia constante en estos bosques. El Proyecto Veterinario de Gorilas de Montaña (MGVP, por sus siglas en inglés) prosigue la labor de la fallecida zoóloga estadounidense Dian Fossey. Yo me sumé a este esfuerzo en 2007, después de estudiar Veterinaria en Varsovia y de pasar nueve años trabajando en África. Nos asisten unos rastreadores, que conocen mejor que nadie a los gorilas; todas las mañanas localizan a cada grupo y se quedan con él hasta las primeras horas de la tarde.

Observar a los gorilas en libertad es diferente a verlos en cautiverio. No interferimos en su vida: guardamos nuestra distancia (por lo menos seis metros) y no los molestamos. Pero a veces necesitan ser curados: contraen infecciones o sufren lesiones causadas por las trampas de los cazadores furtivos. En esta ocasión, el pequeño Umoja requería nuestra ayuda con urgencia.

Yo había visto a Umoja desde que tenía un año y medio de edad (nació en febrero de 2006). A diferencia de sus medios hermanos y hermanas, era más apegado a su padre, Kwitonda, que a su madre, Nyamurema, la cual se quedaba atrás, recelosa, siempre lista para pelear con las otras hembras. El corpulento macho, que demostraba su poderío golpeándose el pecho y emibistiendo ante su grupo de hembras, se mostraba sensible e indulgente con sus hijos, así que era una compañía más agradable para Umoja.

Todo iba bien para ellos hasta que fueron atacados por el grupo Nyakagezi. Éste vive en el lado ugandés de los Virunga y es poco común: está formado por hasta cinco machos lomo plateado y una sola hembra, así que sus incursiones en terreno ajeno tienen por objeto la búsqueda de parejas sexuales. Esto trae peleas, porque ningún macho renuncia a sus hembras voluntariamente.

También las hembras se muestran dispuestas a luchar, quizá porque intuyen el terrible destino que les espera a sus crías si ellas se integran a otro grupo de gorilas: los machos lomo plateado no tienen piedad de los jóvenes que no son hijos suyos; por regla general, los matan.

La batalla entre los grupos Nyakagezi y Kwitonda fue violenta. Los tallos de bambú volaron por los aires; los estridentes gritos resonaron en lo profundo de las montañas, y el olor a almizcle de los machos enfurecidos inundó todo el bosque. 
Las hembras reunieron a sus crías para protegerlos del ataque de los extraños. Sólo la madre de Umoja, Nyamurema, fue incapaz de encontrar a su hijo. A esta hembra de más de 30 años le falta un ojo y la pierna derecha, que muy probablemente perdió en la trampa de un cazador furtivo.

Entre tanto Umoja, aterrado pero al mismo tiempo fascinado, vio cómo su padre ahuyentaba a dos de los atacantes. De pronto, una mano lo atrapó por detrás y lo tiró por los aires. Uno de los machos del grupo Nyakagezi lo había visto solo en el suelo y decidió matarlo. Cuando Umoja cayó a sus pies, le clavó los colmillos profundamente en el vientre y luego volvió a arrojarlo. La cría golpeó el suelo al caer y se quedó inmóvil. Convencido de haber logrado su propósito, el lomo plateado se alejó de ella. 
La pelea se prolongó una hora más. Kwitonda no se rendía, así que los atacantes se apartaron unos 50 metros y esperaron. Esta tregua permitió a los rastreadores acercarse más a la familia de Kwitonda. Entonces vieron a Nyamurema correr hacia Umoja. Era evidente que estaba desesperada, pero de pronto se detuvo. ¿Acaso ya había perdido un hijo en circunstancias similares y dejó de correr porque pensó que Umoja estaba muerto? 

Recibí un mensaje por radio de los rastreadores: Kwitonda estaba herido, una cría había muerto y el grupo Nyakagezi no se retiraba. Yo estaba en un lugar distante del bosque, con otro grupo de gorilas y sus rastreadores. Abatidos, nos mantuvimos a la espera. Entonces llegó otro mensaje: Umoja había empezado a llorar y se había arrastrado a donde estaba su madre, la cual se lo llevó. ¡Increíble! Estaba malherido, ¡pero vivo!

En muchos años de observar a los gorilas en los Virunga, jamás se había visto que una cría sobreviviera al ataque de un macho adulto, cuya cabeza es más grande que el cuerpo entero de un gorila bebé. Tras una breve charla con mi supervisora, la doctora Lucy Spelman, y con el doctor Jean-Felix Kinani, que estaban en la oficina del MGVP en Ruhengeri, Ruanda, acordamos que ellos analizarían la situación y yo los alcanzaría lo más pronto posible.

Sin embargo, cuando ellos llegaron al lugar donde se habían enfrentado los gorilas, tuvieron que retirarse. Los rastreadores les advirtieron que la presencia de personas podía provocar otra batalla. Con todo, los doctores se las arreglaron para observar a Umoja. Más tarde Lucy nos informó que era muy probable que la cría no sobreviviera otro día.

A la mañana siguiente esperamos con preocupación el informe de los rastreadores y el de Elisabeth Nyakarangire, la veterinaria asistente del Parque Nacional Virunga, con quien habíamos trabajado en otros casos. Las noticias no eran buenas: los gorilas del grupo Nyakagezi no se habían dado por vencidos. Las escaramuzas continuaron hasta que empezó la tarde. Los rastreadores no podían acercarse a menos de 50 metros. Los gorilas estaban nerviosos. La llegada de nuestro grupo sólo agravaría la situación. Pero Umoja seguía vivo.

Al otro día, después de recibir la noticia de que los Nyakagezi finalmente se habían alejado de la zona, nos adentramos en el bosque. Nos acompañaban Lucy, los rastreadores, algunos guías y, como siempre, dos soldados. 
Un par de veces vi a Nyamurema amamantando a su hijo. Umoja pudo digerir un poco de alimento, lo cual me dio esperanzas. Las horas pasaban y los gorilas nos miraban con recelo. Cada intento de acercarnos a ellos terminaba con una embestida. Tuvimos que rendirnos. Decidimos intentarlo de nuevo al día siguiente. Pero ¿resistiría Umoja hasta entonces?

Al otro día, antes del amanecer, reanudamos la marcha. Durante una hora seguimos el rastro de Nyamurema, a fin de acercarnos a ella cuando se distanciara del grupo, si es que lo hacía. Por fin se presentó la oportunidad: Lucy logró clavarle un dardo tranquilizador a la madre en un hombro. Llegó el momento de la verdad. ¿Podríamos ayudar a Umoja? ¿La espera de cuatro días le habría sacado la posibilidad de salvarse? ¿Sobreviviría a la anestesia y la operación? En cuanto Nyamurema se durmió, Lucy le inyectó un sedante al pequeño. Medio inconsciente a causa de sus heridas, ni siquiera reaccionó. 
Lucy, Elisabeth y yo se lo sacamos a la madre y lo acostamos sobre una lona. Lucy supervisó que le hiciera efecto la anestesia, Elisabeth le inyectó suero y antibióticos en una vena, y yo me ocupé de la operación. La herida había empezado a cerrarse, dejando un trozo de intestino fuera del abdomen y obstruida la circulación de sangre. El tejido aún estaba vivo, pero se estaba amoratando y pronto podría gangrenarse. 

Umoja tenía rota la pierna derecha entre la rodilla y el tobillo, y los huesos dislocados, pero el tejido blando estaba intacto y no necesitábamos curárselo. Los gorilas jóvenes se alivian de esas lesiones de manera natural, así que Umoja sólo tendría que usar poco la pierna durante un tiempo.

Su mano derecha estaba en peores condiciones: tenía una herida grande y abierta, los tendones cortados y tejido gangrenoso. Era posible que jamás recuperara toda la fuerza del carpo, pero, por el momento, debíamos concentrarnos en la amenaza directa a su vida: la herida en el vientre. 
La operación duró casi una hora, y cuando empecé a suturar la piel de Umoja, Lucy de pronto me dijo:
—Ten cuidado. De ser necesario, ¡agarra a la cría y corre!

La madre había empezado a despertar, y podría atacarnos antes de que surtiera efecto otra dosis de tranquilizante. También Umoja comenzó a reaccionar al sentir el pinchazo de una aguja. A los dos les administramos más anestésico.

Cerrar la herida de un animal vivo en libertad es todo un arte. Si Umoja o cualquier otro gorila notara un hilo de sutura en su cuerpo, fácilmente lo arrancaría y todo habría sido en vano. Por eso lo tuvimos que coser con puntadas fuertes que no pudieran verse ni sentirse con el tacto.

Luego de suturar el abdomen, revisamos otra vez la mano herida. Curarle la muñeca nos llevaría una hora por lo menos, pero prolongar el tiempo de anestesia en esas condiciones podría matar a la cría. Debíamos hacer lo que pudiéramos en 25 minutos, y luego despertar a Umoja y a su madre.
Retiré el tejido gangrenoso y reconecté los tendones y músculos más importantes para dar a la mano una posición más natural, pero Umoja ya había empezado a gemir débilmente y a buscar con los ojos a su madre. A los dos les pusimos inyecciones para despertarlos y retrocedimos para ver sus reacciones desde lejos.

Los rastreadores nos dijeron que el resto de la familia estaba a menos de un kilómetro de distancia. Pero ¿podría Nyamurema alcanzarlos? Aún aturdida por los fármacos, ¿se olvidaría de llevarse consigo a su hijo? Respiramos aliviados cuando, todavía mareada, lo abrazó contra su pecho y se alejó. ¡Pero iba en sentido contrario! Una madre discapacitada con un hijo enfermo no estaba a salvo lejos de su grupo. Teníamos que ponerla en el camino correcto cuanto antes. Pero ¿cómo convencer a un gorila para que haga algo, sobre todo a uno tan agresivo como este?

Decidimos bloquearle el paso para que cambiara de dirección, pero la idea no funcionó. Cuando Nyamurema nos vio, puso a su hijo en el suelo y se perdió de vista en el bosque. No teníamos otra opción que llevar a Umoja con su familia y desear que su madre se reuniera luego con él. 
Aún aturdido, el pequeño dejó que lo recogiéramos sin protestar. Eso fue bueno, porque incluso un gorila joven puede morder con fuerza o, lo que es peor, llamar a los adultos para que lo ayuden, y entonces las cosas se pondrían realmente feas.

Pese a su corta edad, Umoja pesaba mucho (unos 14 kilos), y sabíamos que en cualquier momento su madre podría salir de la espesura para reclamarlo. Llegamos exhaustos al sitio donde se encontraba su familia. Apenas pusimos al pequeño en el suelo, Nyamurema reapareció como por arte de magia. Nos fuimos hacia atrás temblando de miedo. La madre no estaba enojada en absoluto. Era como si esperara encontrar allí a su hijo.

El trabajo por ese día había terminado. En adelante todo dependería de Nyamurema y de la vitalidad de su cría. ¿Sobreviviría Umoja a la operación? Yo no tenía muchas esperanzas. Aunque ya al otro día, vimos a Umoja débil y con los ojos cerrados, pero se aferraba a la espalda de su madre. ¡Qué alegría me dio! El animal había sobrevivido a la anestesia y a dos operaciones. 

La gente suele preguntarnos a los médicos de gorilas si nuestros pacientes entienden que los estamos ayudando, y nosotros respondemos que, si es así, no lo demuestran. Es que nos ven como criaturas sospechosas, que los siguen por doquier y a veces hacen cosas raras, como atrapar a uno de ellos y ahuyentar a los demás. Al poco tiempo nos ven regresar, y su desconfianza aumenta. Por ello, en cuanto vi que Umoja estaba vivo, me fui. Uno de nosotros iba todos los días a ver cómo evolucionaba el pequeño. Después de un mes y medio, lo vimos lejos de su madre y cerca de su padre, Kwitonda. 
—De ahora en adelante, ya no debes preocuparte por él —me dijo Lucy.

Tenía razón. Un año después de la operación, Umoja es un joven vigoroso, tan juguetón y lleno de curiosidad como siempre. Sólo si uno lo observa detenidamente puede verle la cicatriz en el vientre y rigidez en la muñeca derecha. Pero esto no le preocupa a él. Aun le falta mucho para ser un lomo plateado corpulento y temible, ¡pero estoy segura de que algún día lo será!

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