Conoció a su pareja cuando llegó a la ciudad con un espectáculo ambulante. ¿Volvería a ver a este hombre de nuevo?
En 1983 viajaba con una pequeña compañía de teatro presentando espectáculos de tipo vodevil en centros municipales y bares… en cualquier lugar en el que pudiéramos ganarnos unos dólares. Cuando a comienzos del mes de febrero pasamos por Bozeman, Montana, Estados Unidos, quedamos varados por una copiosa nevada. Optamos abusar de la amabilidad de unos amigos que estaban allí realizando una producción de El violinista en el tejado en la universidad estatal.
Una vez terminada la presentación de esa noche, los admiradores y los tramoyistas se quedaron deambulando entre bambalinas. De golpe dos hombres que llevaban las botas llenas de nieve, entraron. Uno era grande, se parecía a un oso. El otro era alto y delgado como un deshollinador, y llevaba una campera.
-“…Lo que te decía, me gustaría ver una obra de teatro seria”, dijo uno de ellos. “Chekhov, Ibsen, lo que fuera… pero no esta payasada de comedia musical”.
-“¿Perdón?”, resoplé con el cuello del abrigo levantado. “El que piense que la comedia no es una forma de arte, seguramente no ha leído demasiado a Shakespeare ¿no cree?”.
La diatriba dejó un soplo de respiración helada en el aire. El oso se quedó allí un momento, con una relajada sonrisa en los ojos marrones. Después me rodeó con los brazos y me susurró al oído: “Te quiero, vamos a dar un paseo. Será agradable”, me dijo. Alarma y escepticismo. “Pasear por la oscuridad helada con un extraño no es muy agradable”, dije yo. La conversación pasó con total naturalidad de los libros y el teatro a la política y a nuestras historias personales.
Haber abrazado la vida a una compañía artística me había convertido en la oveja negra de mi conservadora familia. A pesar de ello, yo disfrutaba al máximo de mi libertad y de una invariable dieta de avena silvestre. Él había tenido una infancia disfuncional en la Costa Este. Un tortuoso camino de abuso de drogas y alcohol lo había llevado a uno de estos momentos legendarios de claridad en el que dio un giro radical y adoptó una existencia casi monacal, en una pequeña cabaña de montaña. Llevaba una vida ascética y solitaria pero real: hacía pan en un restaurante local, cortaba leña para su estufa y se mantenía alejado de cualquier tipo de problema.
Mi ómnibus se iba por la mañana y nunca más volveríamos a vernos, así que no era necesario adoptar una pose. Los dedos y el mentón se nos entumecían por el frío así que buscamos refugio en un restaurante. El oso me agarró la mano y regresamos caminando en silencio a la plaza donde estaba aparcado el autobús de mi compañía. Antes de besarme me preguntó si estaba preparada. No tenía ni idea de para qué debía estarlo, pero sí lo estaba. Me sentía agobiada por mi buena disposición. Humillada.
Esa misma tarde, mientras hacía mi truco en el escenario escasamente iluminado, escuché, escondida entre el patio de butacas, la característica risa de barítono del oso. Y allí estaba cuando terminó espectáculo, parado, esperándome en la puerta. Ni siquiera le pregunté cómo había llegado, y él ni se molestó en preguntarme dónde quería ir.
No creo en el amor a primera vista, quizás hay momentos en que Dios, el destino o algún sentido del humor cósmico ponen sus ojos en dos corazones titubeantes y dice, “Venga, llorad desconsoladamente”. Al cabo de unos meses celebramos nuestra boda, fue en el prado que se encuentra un poco más arriba de su diminuta cabaña en las Montañas de Bridger. Tuvimos que afrontar el duro trabajo del matrimonio, sin embargo, en las alegrías y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, este momento de espontánea locura del chinook nos ha durado 30 años.
Reímos, leemos. Yo cocino, él hace el pan. Cada mañana resolvemos el crucigrama del periódico. Nuestra hija Jerusha, y nuestro hijo Malachi Blackstone (llamado así por su bisabuelo y una isla de la Bahía de Chesapeake) nos dicen que somos desesperadamente aburridos. Escuchamos sus diatribas veinteañeras y sonreímos.