Un hacker esquivo humilló a un grupo de niñas de la escuela
secundaria. Ellas se unieron a una investigadora policial con mucha
determinación para ponerle una trampa digital.
ilustraciones de Ryan Garcia
BELMONT, NEW Hampshire (7.200 habitantes) es un antiguo poblado industrial en el noreste de los Estados Unidos rodeado de lagos y bosques. Una ferretería y una peluquería son todo lo que la calle principal puede ofrecer. En la jefatura de policía local, hay una caja llena de billetes y cambio que han donado los vecinos para apoyar a Vito, el perro de la jefatura. “No tenemos mucha gente nadando en la abundancia”, afirma Raechel Molton. Durante mucho tiempo, Molton, de 42 años, fue la única investigadora policial de la ciudad. Creció a unos 35 km de distancia, en Concord. Era una niña audaz que se acercaba resueltamente a los oficiales de policía uniformados para preguntarles qué llevaban en el cinturón. Cuando estaba en quinto curso, un oficial fue a su escuela para dirigir un curso de concienciación sobre las drogas. Ahí fue cuando decidió que iba a ser policía. En la escuela secundaria, Molton se matriculó en un curso de ley y mantenimiento del orden, durante el cual fue asignada a viajar en un patrullero con un oficial. Él le dijo que las mujeres no deberían hacerse policías. Eso no hizo más que consolidar su ambición. En 2005, se incorporó a la policía de Belmont. “Este trabajo te atrapa”, dice, sentada con la espalda bien recta en la jefatura de policía y con su pelo castaño recogido en un moño tirante.
La delincuencia en Belmont se concentra en el consumo de opioides, los robos y los hurtos. Pero al poco tiempo, Molton se encontró recogiendo denuncias de padres y del personal de la Escuela Secundaria de Belmont acerca de algunas adolescentes que enviaban fotos suyas desnudas, a menudo a las personas con las que estaban saliendo. Emulando al oficial que la inspiró cuando era una alumna de quinto grado, Molton impartió talleres en la escuela secundaria sobre cómo comportarse de manera segura en Internet. Advirtió a las alumnas que las fotos de sus desnudos podrían enviarse a ciertos espectadores no deseados o subirse a la red. Los resultados no fueron los que esperaba.
“Una chica me dijo: “Lo que aprendí en tu clase es que no pasa nada mientras no salga mi cara en la foto”, recuerda Molton. En la primavera de 2012, después de que Molton fuera ascendida a investigadora policial, una estudiante entró en la comisaría y dijo que alguien a quien no conocía y que se hacía llamar Seth Williams había estado enviándole mensajes y acosándola para que le enviara fotos de ella desnuda. Como no quiso enviarle ninguna, logró introducirse en su cuenta del teléfono móvil, ella no sabía cómo, donde encontró algunas fotos de ella desnuda. Luego las copió y se las envió a sus amigos. Con la esperanza de que Seth la dejara tranquila, la chica cedió y le envió una foto explícita. Pero él no se detuvo. Unas semanas más tarde, otra chica de la escuela secundaria de Belmont apareció en la comisaría. Un tipo la estaba acosando también. Luego llegaron más chicas. Algunas se avergonzaban, otras entraban llorando, y otras llegaban acompañadas por sus padres furiosos. Molton se enfrentaba a una auténtica epidemia. en 2011, MAY era una estudiante de 16 años de la escuela de secundaria de Belmont cuando su familia se mudó a una ciudad cercana y se matriculó en una nueva escuela. “No era muy popular, podríamos decir”, dijo May. Así que cuando recibió una solicitud de amistad de Facebook de alguien llamado Seth Williams, con una bonita foto de perfil, la aceptó. Intercambiaron números, y comenzó el envío de mensajes de texto. Decía cosas agradables y parecía querer conocerla. Él le preguntó por su sabor de helado favorito y sus mascotas.
Cuando le pidió fotos de su cuerpo, ella dudó. “Yo seguía pensando que ningún chico mostraba tanto interés por mí”, dijo. “En realidad parece un tipo agradable. Tal vez esté bien”. May le envió una foto que pensaba que era divertida, de su trasero en vaqueros, repleta de huellas de manos de su habitación recién pintada. Seth quería más. Entonces le envió una foto en ropa interior y luego otra desnuda de cintura para abajo. Cuando exigió un desnudo completo, le dijo: “No. Ahí es donde trazo la línea”. “No hay foto, no hay Facebook”, respondió él. Cuando May intentó iniciar sesión en sus cuentas, no pudo acceder a ellas: Seth había hackeado su cuenta y su correo electrónico y había cambiado las contraseñas. Le pidió que le devolviese las cuentas; se negó. Lo bloqueó en su teléfono; él le envió un mensaje de texto desde un número diferente. Ella cambió su número; aun así, la encontró. “Siempre volvía”, dijo. “Siempre”. Una noche en el otoño de 2012, un mensaje de texto sonó en su teléfono. Era Seth, de nuevo exigiendo fotos. Esta vez, el texto incluía fotos desnudas de otras niñas. May reconoció a una amiga de sus días en Belmont. Llamó a la amiga, quien la instó a hablar con su madre y acudir a la investigadora policial Molton en Belmont. «Recuerdo haber respirado profundamente y haber subido por las escaleras. Me senté en la cama de mi madre, y le dije: «Mamá, tengo algo que contarte, y no sé cómo»», dice May. Al día siguiente, May y su madre fueron a la comisaría de policía de Belmont. May se reunió con Molton, que pasaba cada vez más tiempo intentando resolver el caso. Seth había enviado fotos de desnudos a otras chicas, también, y con su ayuda, Molton fue capaz de rastrear a una docena de víctimas y descubrir una característica común: todas habían asistido, en algún momento, a la escuela secundaria de Belmont. Sabía que algunas de las niñas estaban sufriendo mucho. Una comenzó a dormir en la misma cama que su madre. Varias temían que Seth las atacara. Una chica lloraba por las noches hasta caer dormida. Otra llamaba todos los días a su madre al trabajo, llorando, aterrorizada por estar sola. Luchaban contra la depresión, la ansiedad, las náuseas. Molton habló con la unidad de ciberdelincuencia de New Hampshire pero le confirmaron que no había ningún acosador conocido que siguiera el patrón de Seth. Entonces confiscó el teléfono de una chica para tratar de obtener información de Seth, sugiriendo que se reuniera en un garito de adolescentes llamado Los Arches. No parecía reconocer el nombre, y ella le preguntó que si era vecino de la zona. En respuesta a una citación, el servicio de mensajería TextFree envió información que identificaba el teléfono de Seth. Con eso, Molton pudo requerir la información de registro y facturación del teléfono. Los resultados apuntaban a Ryan Vallee, un graduado de 19 años de la escuela secundaria de Belmont, promoción de 2012. Molton necesitaba más pruebas para saber si realmente se trataba de Vallee. Pero le dijo a algunas de las niñas que era el sospechoso, esperando poder aliviar sus temores. “Realmente tenían la sensación de que era un monstruo”, dijo Molton. “Cuando se enteraron de quién era, algunas de ellas reaccionaron como, “¿en serio?”
Si pudieran clasificarlo de algún modo, los compañeros de clase lo recordaban como un chico callado y raro. Una chica se sentaba con él en el almuerzo de vez en cuando. Incluso le había hablado de su acosador de Internet. Vallee le había ofrecido su ayuda para desenmascarar a “Seth”. May conocía a Vallee del ómnibus escolar y había hecho un esfuerzo por ser amable con él. ¿Qué pude hacer yo para que él pensara que yo merecía esto?, se preguntaba. Mientras Molton intentaba reunir más información, estaba siendo testigo de otro problema. Incluso aunque pudiera encontrar la prueba para arrestar a Vallee, lo máximo de que podría acusarle sería de acoso, un delito menor que conllevaba una sentencia de menos de un año. “Para un par de esas niñas, se convirtió en su peor pesadilla durante un año y medio”, dice. “Pensé que las leyes de este estado eran insuficientes para ese tipo de miedo”. Así que Molton se puso en contacto con las autoridades federales. En octubre de 2013, los federales se enteraron de que una de las víctimas había estado a punto de suicidarse y acusaron a Vallee de extorsión. Sin embargo, en un breve plazo de tiempo, desestimaron el caso, optando en cambio por reunir más pruebas con el objetivo de arrestarlo de nuevo con cargos más firmes. Cinco meses después de que las autoridades federales asumieran el caso, una nueva experta asumió el mando: Mona Sedky, abogada del Departamento de Justicia especializada en delitos informáticos y piratería informática.
Unos años antes, había sido llamada para ayudar en un caso contra un hombre que había amenazado con difundir imágenes desnudas de una madre joven en Internet. El hombre se declaró culpable, pero poco después de su sentencia, la víctima se suicidó. Luego Sedky se enteró de que alguien de su propia y extensa familia había experimentado algo similar a la edad de 14 años. “No puedo volver atrás en su caso, pero puedo ayudar a conseguir que otras mujeres no pasen por lo mismo”, dice. Desde entonces, Sedky ha trabajado en una docena de casos de “sextorsión”. Aunque la sextorsión no es un delito federal, los fiscales pueden acusar a las personas de fraude y abuso informático. La mayoría de los estados han ilegalizado el intercambio no consentido de imágenes sexuales, pero generalmente conlleva sentencias mucho más leves que las leyes federales en las que Sedky confía.
Matthew O’Neill, agente del Servicio Secreto en New Hampshire, contactó con Sedky para obtener ayuda con el caso Vallee. (El Servicio Secreto investiga los delitos informáticos y la suplantación de identidad.) Sedky se involucró de lleno, emitiendo citaciones a Amazon, Skype, Yahoo, Google, Facebook, y otros. Fue encontrando el rastro que dejan los usuarios de Internet: las direcciones IP del registro, las fechas y las horas, y la información del registro. Los investigadores dieron luego un paso más, y se dirigieron a los proveedores de Internet para encontrar información sobre el suscriptor y su ubicación. Con estos detalles en mano, O’Neill y otros agentes mapearon las ubicaciones desde donde Seth había iniciado sesión. Todas tenían un vínculo plausible con Vallee: un restaurante cerca de la casa de su madre, un negocio de aire acondicionado perteneciente al ex novio de su madre. El wifi de una persona aleatoria en Gilford, New Hampshire, resultó pertenecer al vecino de su hermana. Estos eran fragmentos cruciales de pruebas circunstanciales, y los investigadores necesitaban tantas como fuera posible. “En estos casos cibernéticos, hay que derrotar la defensa SODDI (Some other dude dit it: Lo hizo otra persona)”, dice O’Neill. Al estudiar los intercambios, O’Neill descifró la manera en que Seth accedía a los relatos de sus víctimas. Cuando Seth tenía conversaciones con las chichas para hacerse su amigo, como cuando le preguntó a May cuál era su sabor de helado favorito y los nombres de sus mascotas, realmente estaba recogiendo pistas que luego utilizaría para responder a las preguntas de seguridad de sus cuentas. Finalmente, en 2016, los fiscales federales tenían suficientes pruebas para acusar a Vallee de amenazas interestatales, suplantación de identidad con agravante y fraude y abuso informático. La acusación formal enumeró a diez mujeres víctimas anónimas que habían sido convencidas para comparecer. Vallee fue puesto en libertad bajo fianza y se le ordenó no utilizar Internet. Aunque las pruebas eran sólidas, Sedky estaba preocupada; sabía por experiencia que poner a las víctimas vulnerables en la posición de testigos en los tribunales podría ser enormemente angustioso, “Así que nos ofrecieron incentivos para que intentáramos que se declarara culpable para evitar un juicio”. Pero Vallee se mostró inflexible diciendo que no había sido él, que algún otro lo habría hecho. DESPUÉS DE GRADUARSE en la escuela secundaria de Belmont en 2011, Mackenzie se mudó a Carolina del Norte. Su madre le había prohibido usar las redes sociales en la escuela secundaria, así que “se volvió un poco loca”, dice. Cuando Seth se puso en contacto con ella, respondió. Pero luego Seth tomó el control de varias de sus cuentas y le exigió una foto de sus pechos. “No te voy a enviar ninguna. No me amenazarás”, le escribió Mackenzie. Mackenzie, quien dice que fue víctima de abuso cuando era más joven, estaba decidida a no acobardarse. Imprimió sus intercambios con Seth y los llevó a la policía de su pueblo. La policía le dijo que no podía hacer nada. Un año más tarde, en 2013, Seth comenzó a usar la página de Facebook pirateada de una alumna de Belmont para acosar a Mackenzie. Mackenzie le envió un mensaje a la chica, que le habló de la investigadora policial Molton. Mackenzie le pasó fechas y capturas de pantalla, para seguir engrosando el ya extenso expediente. Cuando el equipo de la fiscalía llamó a Mackenzie, ella les dijo que Seth había dejado de molestarla por un tiempo, pero que en los últimos meses se había puesto en contacto con ella de nuevo, utilizando la misma página de Facebook hackeada de la alumna de Belmont, identificada en los papeles del tribunal como M.M. Esta información era esencial: significaba que Vallee estaba de vuelta en Internet, rompiendo los términos de su fianza. Si los agentes pudieran pillarlo con cualquier dispositivo que estuviera utilizando, tendrían su historial de navegación y mensajería. Con pruebas tan sólidas, podrían eludir la defensa SODDI de Vallee.
El gobierno recibió una orden que requería a Facebook entregar informes diarios de las direcciones IP y horarios de inicio de sesión de la Página de Facebook de M.M. Mientras tanto, el agente del Servicio Secreto O’Neill se hizo cargo de la cuenta de Facebook de Mackenzie. Copiando la jerga de la mensajería instantánea que había aprendido de sus hijas adolescentes, O’Neill se hizo pasar por Mackenzie en Facebook Messenger. Alternativamente coqueteó, flirteó de la manera loca que lo hacía “Seth”, quien, según los informes de Facebook, accedió a la aplicación desde un teléfono móvil. Los investigadores estaban decididos a atraparlo. En una mañana ventosa de marzo, agentes del Servicio Secreto aparcaron sus SUV negros junto a la casa de la madre de Vallee y el departamento de su hermana. Se imaginaban que Vallee se alojaba en uno de ellos. O’Neill, haciéndose pasar una vez más por Mackenzie utilizó Facebook Messenger para ponerse en contacto con el hacker de la página de Facebook de M.M.
Justo después de que O’Neill entrara en Facebook, Vallee salió del apartamento de su hermana. Los agentes del servicio secreto lo siguieron. Cuando se detuvo en un semáforo, los oficiales saltaron de sus SUV, empuñando las armas. Vallee salió disparado, zigzagueando entre el tráfico. El Servicio Secreto y la policía local lo siguieron hasta un callejón sin salida. Cuando salió del auto, un oficial de policía le gritó que se tirara al suelo. En el coche había una mochila. Dentro de la mochila había un teléfono. Cinco meses después, Vallee se declaró culpable de 31 cargos, incluyendo suplantación de identidad con agravante, piratería informática y ciberacoso.
UN juez condenó a Vallee a ocho años de prisión. “Debe servir de advertencia para otras personas de que esto no se puede hacer”, dijo la Asistente del Fiscal Federal Arnie Huftalen. “Esto es un delito real. Verdaderamente daña a la gente y causa heridas que durarán toda la vida”.