“Mucha gente de la tercera edad tiene al menos una cuenta de Facebook y WhatsApp, pero cuando les pregunto qué hacen con sus contraseñas, la mayoría responde: ‘No lo sé, mi nieto abrió la cuenta’”.
CÓMO EVITAR LA INMORTALIDAD DIGITAL
“¿Encontró su contraseña de Facebook?”
Mi hermana, Louise, me miraba desde el otro lado de la mesa, por encima del iPad de nuestra madre, mientras yo leía la multitud de números telefónicos, direcciones y, ocasionalmente, algún nombre de usuario y su contraseña en las páginas de un pequeño cuaderno. “No”, respondí. “Aquí no está”.
El día anterior, nuestra madre nonagenaria, Miep, había fallecido de manera tranquila. Louise y yo, aún entumecidos, estábamos en su departamento de Purmerend, cerca de Amsterdam, organizando los pasos siguientes —sus tarjetas, el funeral— y tratando de borrar su presencia digital.
Su vida en línea no era mucha; desconfiada del mundo digital, solo jugaba con nosotros Wordfeud, leía las noticias, revisaba las ofertas de las tiendas locales y enviaba correos electrónicos a sus amigos y familiares. Únicamente usaba su cuenta de Facebook para mantenerse al día con las noticias de la familia. Registraba sus pocas actividades en línea en el pequeño cuaderno que mi difunto padre había estrenado 20 años antes. Pero Mamá no entendía la diferencia entre una URL, un nombre de usuario y una contraseña, y el cuaderno era tan indescifrable como una colección de jeroglíficos.
Decidimos abrir Facebook en mi laptop con el nombre de usuario de Mamá y dar clic en “¿Olvidaste tu contraseña?” Esto nos permitió reestablecer su contraseña por medio de su cuenta de correo electrónico, acceder a Facebook y seguir los pasos (“¿Está seguro?” “¿Seguro está seguro?” “¿Seguro está seguro que está seguro?”) y así cancelar su cuenta permanentemente.
Fue una importante lección, tanto para mí y como para mi hermana. “Cuando llegue a casa, haré una lista de todas mis cuentas”, dijo Louise. “Si algo me llega a pasar, mi hija tendrá acceso a ellas”.
Un par de semanas después, yo decidí organizar mi propia lista de contraseñas, las cuales tengo en una bóveda digital a la que tengo acceso a través de una aplicación en mi teléfono con una sola contraseña maestra. Aunque jamás he tenido una cuenta de redes sociales, sí tenía 140 nombres de usuario: tiendas, el gimnasio, servidores de páginas de internet, buzones de correo electrónico, mi banco, compañías de seguros, tarjetas de crédito y demás. Aunque todas están en un solo lugar, si mi esposa, que tiene mi contraseña maestra, tuviera que organizar la “bóveda” alguna vez, la tarea sería titánica. Y aún así, yo soy la excepción a la regla: la mayoría de la gente no tiene su información digital organizada.
“Es triste, pero casi nadie se ocupa de sus accesos digitales”, se lamenta WilJan Dona, de 75 años, un director de proyectos de telecomunicaciones retirado que ahora trabaja como voluntario en una organización holandesa llamada SeniorWeb, donde imparte seminarios de este tema. “Mucha gente de la tercera edad tiene al menos una cuenta de Facebook y WhatsApp, pero cuando les pregunto qué hacen con sus contraseñas, la mayoría responde: ‘No lo sé, mi nieto abrió la cuenta’”.
Este problema no es exclusivo de los mayores, según Dona, “yo tenía un amigo de cincuenta y tantos que tenía un pequeño negocio. Voy a llamarlo John. Estaba desarrollando algunos proyectos con sus clientes cuando le diagnosticaron cáncer. Era una forma agresiva y murió poco tiempo después”. Tras el funeral, uno de sus clientes llamó a su esposa. “Fueron muy comprensivos”, cuenta Dona, “pero en su computadora, John había dejado archivos que necesitaban con urgencia. Su esposa no tenía acceso. Y pronto recibió llamadas de más clientes”.
Desesperada, acudió a Dona, que pudo desbloquear la computadora. “Todo terminó bien, pero le causó mucho estrés además de la pena”, dice. “Y además tuvimos que organizar las cuentas personales de John”.
Fue fácil cerrar y cancelar las de su computadora, pero su iPhone, que estaba repleto de fotos que su viuda quería conservar, significó un problema técnico aún mayor: es particularmente imposible acceder a los teléfonos Apple si no tiene la contraseña o la huella digital del propietario. “La policía es la única que cuenta con las herramientas de software necesarias para desbloquear este tipo de teléfonos y nos dieron una mano,” cuenta Dona. Pero no es una ayuda con la que pueda contar.
Entre más activo es online, mayor es el riesgo. ¿Qué ocurre con las fotos que subió a Flickr? ¿Y los años de actividades, comentarios y tuits en redes sociales?
No van a desaparecer solos y, si uno no se prepara, esos mensajes aún serán públicos. Muchos seremos digitalmente inmortales, fantasmas virtuales. Los mensajes viejos desaparecerán solo cuando nuestros seres queridos cancelen nuestras cuentas.
“Hay que decidir qué se quiere hacer con la presencia digital. Es como decidir qué ocurrirá con el dinero”, advierte Dona.
Muchos no se ocupan de eso siquiera: una gran cantidad de personas no tienen testamentos registrados. Al no haber una central de registros, los números son escasos, pero en Alemania, por ejemplo, en un sondeo que hizo en 2018, el Deutsche Bank estimó que menos del 40 por ciento de los adultos tiene testamento.
Nuestra presencia digital nos preocupa aún menos, y casi no hay legislación alguna en ese campo que ayude a nuestros herederos. (De hecho, los Estados Unidos es uno de los pocos países donde se han introducido leyes que se encargan exclusivamente de los legados digitales). Pero los avances tecnológicos nos obligan a pensar qué pasará con “nosotros” si no hacemos lo posible por tomar nuestras propias decisiones. Por ejemplo, ahora hay aplicaciones de animación de fotografías que nos permiten “resucitar” a nuestros seres queridos difuntos. Quién sabe que será posible hacer con nuestras imágenes y nuestras voces en los próximos años.
A mí, por lo menos, no me gustaría que mi presencia digital sobreviviera. Dos días antes de morir, mamá, sabiamente, le dijo a mi hija: “No te preocupes. Estarás triste un rato, pero luego solo te quedarán los recuerdos felices”. Es todo lo que quiero y espero dejar: una fotografía y recuerdos felices.