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Cómo ser un maestro inolvidable

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Un maestro inolvidable: algunos educadores continúan a nuestro lado mucho tiempo después de terminar el colegio.

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Axelle estaba de pie en silencio, abstraída por la historia de horror que contaban las flores. Cientos de ramos cubrían el suelo y formaban una especie de frontera floral vidriada por el celofán frente a la entrada de la escuela. Esa fría tarde de sábado, aquella niña de 12 años daba la sensación de estar descifrando, con sus labios sellados, algunos de los mensajes que allí habían dejado tantas manos desconocidas.

Una semana antes, el 16 de octubre de 2020, un joven terrorista de 18 años inspirado en el islamismo decapitó al profesor de historia y geografía Samuel Paty en esta escuela, Bois d’Aulne College, en Conflans-Sainte-Honorine, cerca de París. El docente dejaba la escuela luego de terminar su última clase del día. Su última clase. El asesino lo esperó a 300 metros de aquí, en una calle tranquila de este barrio calmo.

La brutalidad del asesinato excede la razón. “He venido porque todo esto es muy difícil de asimilar”, dijo Sabrina, madre de Axelle. “Tengo que compartir con los niños lo que ha sucedido. Sobre todo mostrarles cuánto nos importa”.

En el suelo, sujetos a los ramos, los mensajes se veían como miles de pequeñas notas listas para enviar al cielo en una suelta de globos. Expresaban mucho más que un tremendo dolor. Eran una oración sin religión, una declaración acerca de lo que somos. Las escuelas continuarán enseñando a nuestros niños a leer y a hacerlos libres, escribió Mélissa, de 35 años. Gracias a todos los Samuel Paty que ampliaron mis horizontes y me convirtieron en la persona que soy hoy, dijo Gaëlle, de 29. Cerca, sobre un ramo de dalias rojas, alguien llamado Pascal había garabateado con mano firme: ¡Larga vida a la libertad!

Con los ojos llenos de lágrimas, una mujer avanzó unos pasos y se inclinó para dejar allí un increíble ramo de rosas. Las dos mujeres que la acompañaban se inclinaron junto con ella como uniéndose en el mismo mensaje.

“Es increíble que este profesor haya muerto”, dijo Axelle muy suavemente. “Podría haber sido mi profesor de historia. En nuestro curso habíamos terminado recién la misma clase sobre las caricaturas”. Al igual que Samuel Paty, su profesor también quería enseñarles sobre las imágenes de la revista satírica Charlie Hebdo, motivo por el que ya muchos habían perdido la vida. Axelle contó que habían analizado una imagen en la que el Profeta se lamentaba y decía: “Es muy difícil ser amado por idiotas”. “Era solo una caricatura”, dijo Axelle, “algo que exagera lo que se busca criticar. Podría haber sido un dibujo sobre mí”.

“¿Qué es una caricatura?”, pregunta la hermana más pequeña de Axelle, de solo nueve años.

Su madre logró articular una explicación, luego me miró, y con un dejo de impotencia en la voz, dijo: “Cuando yo estaba en la escuela, no recuerdo que se hablara tanto de la libertad”.

SAMUEL PATY tenía 47 años. Tenía un hijo y una pareja estable. Le encantaba la música de U2 y jugar al tenis. Era un apasionado de la poesía y de sus alumnos. En la página de un cuaderno, tan solo una semana atrás, una de sus alumnas había escrito una señal: ¡Sr. Paty, nunca voy a olvidarlo! ¿Podía ella comprender cuánta verdad había en aquella frase? Todos tenemos un recuerdo de un maestro que iluminó algún momento de nuestro paso por la escuela. Un maestro que, a través de su talento, nos permitió dar un paso más hacia la autonomía, la independencia y la capacidad de pensar como hombres y mujeres libres. Algunos maestros permanecen a nuestro lado mucho después de terminar la escuela y de escuchar el último timbre de salida. Nos cuidan toda la vida.

Ciertos nombres vuelven siempre a nuestra mente. Nunca olvidaré sus rostros y sé que están secretamente a mi lado a medida que pasa el tiempo. Nunca olvidé a aquella maestra práctica y bondadosa a la que simplemente llamábamos “Mademoiselle” del primer año de la escuela primaria. Ni al profesor de literatura, con un talento especial para enseñar a adolescentes a amar a Ernest Hemingway y Émile Zola. Y, por sobre todas las cosas, siempre pienso en el Sr. Balmer.

Al igual que Samuel Paty, él era profesor de historia. Lo llamábamos “Señor” o “Sr. Balmer”. A comienzos de la década de 1970, en mi escuela de Porrentruy, en Suiza, cerca de la frontera con Francia, los alumnos no llamaban a los docentes por su nombre de pila. Ni siquiera estábamos seguros que el Sr. Balmer tuviera nombre de pila. Estricto con los horarios e insistente con la buena conducta, pertenecía a un mundo opuesto, al de los adultos. Teníamos 11 años y durante meses alimentó nuestra imaginación con sus relatos sobre las aventuras de Ulises, aquel héroe mitológico que viajaba de regreso a Ítaca desde Troya. Parado a un lado de su escritorio, cuando el Sr. Balmer abría los brazos para describir la embarcación que trasportaba a Ulises y a sus compañeros en la travesía, llevaba también abordo a todos los niños que componían esa clase.

Los dioses griegos me fascinaban. Poseidón castigaba, Apolo conspiraba y Zeus juzgaba, todos ellos con una eficiencia aterradora. Sin importar qué peligros enfrentara Ulises, siempre alguno de los dioses le presentaba alguna solución. En la cumbre del Monte Olimpo, hasta había una diosa dedicada al amor. Nos encantaba Afrodita. Aquellas deidades me resultaban tanto más deseables que el dios cuyo hijo sufrió un dolor sin igual en la cruz: “Sr. Balmer, ¿quién dice que aquellos dioses no son más reales que el cristiano?”.

Pregunté sin pensar demasiado, sin siquiera levantar la mano para pedir permiso para hablar. Esperé lo peor. El profesor interrumpió su relato, dejó el pizarrón y se acercó lentamente a mí. La clase estaba en completo silencio. Cuando llegó a mi lugar, se inclinó ligeramente hacia adelante, posó las manos sobre mi banco con los dedos separados y pronunció su veredicto: “Si crees que estás en lo correcto, entonces eres libre de creer en ello”.

El tono en que hablaba el Sr. Balmer era equilibrado, casi cálido. En una sola oración, mi profesor de historia había sintetizado siglos de lucha por la libertad de religión y expresión.

Ulises continuó su travesía a Ítaca y cada uno de los alumnos de aquella clase seguimos nuestro propio camino hacia la adultez, pero el Sr. Balmer nunca se fue de mi lado.

AXELLE se fue aquel día del Bois d’Aulne College completamente abrumada. Sin duda ella también tendrá un docente que la acompañará toda su vida. Antes de volver a meterse en el auto, su madre dedicó unas palabras de despedida: “Agradezco hoy a todos los docentes que aún nos trasmiten estos valores”.

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