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Encontrar la paz por medio de un viaje familiar y elefantes

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Las sensaciones mágicas de pasar tiempo con los elefantes, hicieron que esta visita fuera una gran catarsis.

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En 2008, mi esposa, mi hija de cuatro años y yo decidimos tener la experiencia de montar en elefante, cerca de Luang Prabang, en Laos. Conocimos a nuestro vehículo viviente en un campamento en la selva. Les dimos de comer bananas a los elefantes antes de ensillarlos y partir hacia una aventura moderada. Como amamos los animales, nos gustó pasar tiempo con esos majestuosos y amables gigantes.

Los mahouts (entrenadores de elefantes) vivían en un campamento básico y sórdido, pero todos eran amables, y los elefantes no parecían disconformes.

Nos convencimos de que los elefantes casi no sentían el gancho puntiagudo que los mahouts les clavaban en el cráneo mientras andábamos. Los elefantes parecían delgados, pero nos pareció que era por la estación, o porque hacían mucho ejercicio y estaban en buen estado físico.

Como periodista, tenía motivos para investigar más sobre estas hermosas criaturas después de nuestro viaje. Y descubrí cosas que me hicieron sentir incómodo con nuestra experiencia turística. Lo que no sabíamos es que esos elefantes probablemente estaban infelices, tenían hambre y sufrían abusos.

Me sentí enfadado y avergonzado de haber formado parte de ese horrible teatro de maltrato, y me decidí a hacer algo al respecto.

Aprendí que los elefantes asiáticos llegan a medir seis metros de largo y pesar hasta 5000 kilos. En la naturaleza, pueden vivir hasta 70 años. Son animales con un alto grado de evolución social y suelen vivir en manadas de entre 20 y 100 hembras y jóvenes; los machos viven solos o en grupos de machos dispersos al madurar. Un elefante maduro camina hasta 10 kilómetros por día en busca de los 150 a 300 kilos de alimentos que necesita. Un día cualquiera, los elefantes están en movimiento unas 18 horas y duermen solo unas pocas horas por lo general.

Es difícil satisfacer semejantes necesidades para muchos operadores turísticos. Entonces, se coloca a los elefantes en pequeños rediles o en algún tipo de corral, se les niega la interacción social necesaria, se les da poca cantidad de alimentos de baja calidad y no se les permite hacer ejercicio.

A medida que la vida y la familia me fueron absorbiendo, se me disipó la indignación y olvidé a los elefantes para turistas de Luang Prabang durante muchos años.

Sin embargo, en 2019 regresé a Luang Prabang, decidido a investigar cómo trataban a los elefantes en el sector del turismo y a ver si las cosas habían mejorado. Supuse que todo seguiría igual, pero me alegré al percibir que la situación había cambiado para mejor. Once años antes, había letreros en la calle Sisavangvong Road ­
—la arteria turística principal de Luang Prabang— para invitar a los visitantes a montar en elefante. Ahora, muchos tenían políticas de “no montar” y promovían experiencias sustentables. Parecía que el sector había hecho avances; al menos, eso se veía.

Yo había encontrado un informe de un grupo de derechos animales que identificaba a los operadores de turismo que mejor trataban a los elefantes. Uno quedaba en Luang Prabang, así que lo busqué y me anoté para participar de la siguiente experiencia con elefantes.

Este operador tiene ocho animales adultos y uno joven en una propiedad en las afueras de la aldea Ban Xieng Lom. Los animales consumenn la mayoría de los alimentos mientras circulan con libertad por la naturaleza y su dieta se suplementa con una variedad productos naturales locales: “golosinas”, como árboles de ananás y de bananas. Está prohibido colocarles cadenas que los restrinjan durante el día, pero, al parecer, a veces se encadena a los elefantes durante la noche por cuestiones de “salud”.

El día de mi experiencia con elefantes diluviaba. Manejamos durante una hora aproximadamente —chapoteando en caminos llenos de barro, pasando aldeas de paja con la jungla que asomaba por todos lados­— hasta llegar a nuestro destino. En el campamento, nos subimos con cautela a unas balsas de río con motor y cruzamos un río amarronado y agitado para llegar al área donde se alimentaban los elefantes. Los animales no están rodeados por turistas “mirones”, sino que se acercan cuando quieren. 

Los visitantes que no tienen suerte tal vez no vean ningún elefante o deban caminar un poco para ver alguno. Por lo general, aparece alguno que otro para disfrutar las jugosas delicias que se le ofrecen.

Pese al mal tiempo, dos fieles bestias grises asomaron para darnos un vistazo y comer algo. No había cadenas a la vista, ni se les restringía el movimiento a los animales de ninguna manera, salvo por los amables empujones o gruñidos de los mahouts.

Nos habían advertido de antemano sobre los comportamientos y las actitudes que debíamos tener ante los elefantes, como nunca acercarnos a un elefante por detrás, o reconocer que, si sacuden las orejas con suavidad, están alegres y relajados, mientras que sacar las orejas hacia fuera y tenerlas rígidas significa todo lo contrario.

Nos permitieron mezclarnos con los elefantes mientras masticaban lo que parecían árboles de bananas enteros, gruesos como postes. 

Fuimos a buscar otros de la manada, mientras los dos elefantes a los que acabábamos de alimentar caminaban lentamente a nuestro lado.

Me encantó que los elefantes estuvieran bajo control aquí. Debimos ir nosotros hacia ellos y, solo si ellos querían, se acercaban a nosotros. Me di cuenta de que así debía ser una experiencia en la naturaleza. Nosotros debemos hacer el esfuerzo y conocer a las criaturas en su hábitat natural.

Aunque no todos los operadores turísticos tienen estándares tan altos, es obvio que la última década trajo mejoras importantes al sector del turismo; por lo menos, en lo que a la vida de los elefantes respecta.

Tener la posibilidad de volver a visitar lo que, para mí, había sido un punto de inflexión emocional, y poder rectificar algo sobre lo que me había negado a pensar fue una gran catarsis. Hizo que se cerrara el círculo de una experiencia incómoda. Estos hermosos animales no merecen menos que eso. 

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