Las historias de amor nunca pasarán de moda y esta nos demuestra que cuando el amor es real dura para siempre.
Después de más de 60 años, un romance adolescente frustrado tiene una segunda oportunidad.
Marina Lopes
tomado de The Washington Post Magazine
Un soleado sábado de abril de 2017, sonó el teléfono en casa de mi abuela, en São Carlos, Brasil. “Te he buscado por décadas”, susurró en italiano el hombre al otro lado de la línea. “Fuiste mi primer amor”.
Habían pasado más de 60 años sin que ella escuchara la voz de Aldo Sportelli, actualmente de 83.
Recordó su rostro juvenil y se preguntó qué aspecto tendría. La voz de Aldo temblaba mientras recordaba la última vez que la había visto en el sur de Italia. Tardó una eternidad en localizarla.
En diez minutos, se pusieron al tanto de sus vidas: ambos casados durante medio siglo, mi abuela viuda, la esposa de Aldo en la fase final de la enfermedad de Alzheimer, los hijos, los nietos y sus carreras profesionales.
“Nunca te pasa por la cabeza que algo así te puede llegar a ocurrir”, me dijo la abuela.
En 1951, cuando mi abuela Marilena tenía 14 años, se embarcó, con sus abuelos, en un viaje de un año a Italia. Su abuelo, Antonio Lerario, era hijo de un pescador analfabeto que, en 1885, a los 14, se marchó de Italia a Brasil como polizón. Se reunió con miles de migrantes italianos en las calles de São Paulo, donde vendían arroz. Con el tiempo, ahorró suficiente dinero para montar su propio granero y más adelante estableció un imperio multimillonario con la gramínea.
Después de la Segunda Guerra Mundial, decidió regresar a Italia e invitó a Marilena, su nieta mayor, a ir con ellos. En abril de 1951, el SS Conte Biancamano, un trasatlántico italiano, zarpó de Santos, un puerto brasileño. Ella era la pasajera más joven en primera clase, donde viajaban condes, miembros de la aristocracia brasileña y el arzobispo de Río de Janeiro.
El buque atracó en Génova. Marilena y sus abuelos tomaron un tren a Pulla, el talón de la bota que es la península italiana. Si bien la guerra había terminado hacía seis años, la destrucción perduraba. Sin embargo, ni los escombros lograban opacar la blanquecina belleza de Polignano a Mare, la ciudad natal de su abuelo. El pueblo está encaramado en los acantilados de piedra caliza a orillas del Adriático. Como magnate del arroz que volvía a su tierra, Antonio se hospedó con su familia en el Hotel Sportelli.
Este tenía tres plantas y una terraza con vista al mar. Debajo, engastada en las rocas, había una amplia cueva que albergaba el restaurante de lujo Grotta Palazzese. Personas del mundo entero llegaban ahí a comer.
A Marilena, que pasaba los días viendo a la gente desde la terraza del hotel, nunca le permitieron entrar a la cueva. Tras pescar a varios hombres de negocios mirándola con lujuria desde el restaurante, su abuela la despachaba a la cocina tan pronto daba la hora de la comida. Delgada, con una cintura diminuta, rezumaba la elegancia discreta y natural de una estrella de cine. Unos rizos oscuros enmarcaban su rostro. Tenía la boca en forma de corazón, una delicada nariz y una sonrisa intrigante.
Mientras ayudaba en la cocina, Marilena aprendió italiano y conoció a la familia Sportelli. Aldo Sportelli, un año mayor que ella, quedó prendado. Desgarbado, con una sonrisa tímida, rondaba por ahí al volver del colegio. “Fue mi primer amor”, me diría Aldo décadas después. Hablaban del futuro. Él quería ser ingeniero. Ella no tenía idea de qué le esperaba al volver a Brasil.
Después de clases, Aldo atendía a los elegantes comensales; mi abuela pasaba las noches escuchando la música que subía de la cueva. A veces, Aldo y ella se reunían en la terraza, siempre bajo la atenta mirada de un familiar.
Un día, mientras Marilena bajaba las escaleras, él se acercó a abrazarla. Sin saber qué hacer, Marilena salió corriendo.
La familia de mi abuela no veía con buenos ojos el floreciente romance. El hijo del dueño de un hotel no era lo que tenían en mente para la heredera de la familia. La madre de Aldo le dijo que la diferencia de clases era insalvable. “En ese entonces pensé que tenían razón”, recuerda Aldo.
Durante las últimas semanas en el pueblo, mantuvieron una relación amistosa, aunque incómoda. Antes de irse, ella le pidió que firmara su libro de recuerdos. “Marilena, si lo permites, una amistad puede ser una relación duradera”, escribió.
Cuando ella partió, él fue a la estación y vio al tren alejarse. Fue uno de los momentos más tristes de su vida, admite Aldo.
Mi abuela conoció a mi abuelo en la universidad y para 1969, ella ya estaba casada y con cuatro hijos. Su matrimonio fue feliz, pero los celos de mi abuelo contuvieron su curiosidad por el mundo. Cuando salían a comer, ella siempre se sentaba de espaldas a los comensales a fin de evitar las miradas errantes.
Poco después de contraer nupcias, se mudaron a un pueblito en el sur de Brasil, a tres horas de São Paulo. Mi abuelo disfrutaba vivir en un lugar tranquilo; sin embargo, a ella le costó habituarse. Después de enviudar, empezó a pasar la mitad del año con mi madre en Miami.
Aldo, por su lado, estudió ingeniería. Durante casi toda su carrera, trabajó en la planificación urbana de comunidades aledañas. En 1959, conoció a Beatrice en una fiesta. Se casaron y tuvieron dos hijos.
Beatrice sufría de depresión y el matrimonio fue duro para él. Su círculo de amigos era reducido y rara vez viajaban. Tras la muerte de su madre en 1995, Aldo encontró entre sus cartas una foto de la boda de su adorada Marilena. Seguramente su abuela la había enviado.
“Pensé ‘¿Dónde está? ¿Qué será de ella?’”, recuerda. “Me atormentaba la idea de no volver a saber nada de la chica que había conquistado mi corazón adolescente”. Y así empezó su búsqueda.
Aldo intentó comunicarse con el fotógrafo de la boda, pero había muerto años atrás. Mandó un correo electrónico a la oficina del alcalde de São Paulo pidiendo información sobre Marilena Lerario. Le contestaron: “Somos una ciudad de 12 millones de personas. No podemos ayudarle”.
En 2012, a Beatrice le diagnosticaron Alzheimer y Parkinson. Al paso del tiempo dejó de hablar y apenas reconocía a sus hijos. Rechazó la atención de enfermeras a domicilio y dependía de Aldo por completo.
Por fin, tras dos décadas de investigar, Aldo se comunicó con la hija de una amigo de la familia que trabajaba en el fisco de Brasil. Ella encontró a Marilena y le pasó su número de teléfono a Aldo.
Cuando le llamó esa tarde, le dijo a Marilena: “Nunca te olvidé”. Mi abuela enmudeció.
al día siguiente, Aldo volvió a llamar. Le preguntó a qué se dedicaban sus hijos y ella.
—Ni siquiera sé qué aspecto tiene, pero hablamos todos los días —me comentó mi abuela.
—Busquémoslo en Facebook —le sugerí.
Puse en pantalla la foto de Aldo. Tenía el pelo canoso, pero los mismos ojos tristes y sonrisa tímida que a los 17.
—Es guapo —declaró la abuela.
Le propuse hacer una videollamada. El fin de semana hubo una reunión familiar y le mandé un mensaje a Aldo para organizar todo. Mi familia deseaba conocer al hombre del que la abuela no dejaba de hablar.
Ahí estaba Aldo en la pantalla de la computadora, radiante. “¡No eras rubia!”, exclamó. La abuela se echó a reír.
Semana tras semana, Aldo seguía llamando. “Es muy lindo que alguien se interese por mí otra vez”, me confió ella.
Pronto, los mensajes se hicieron más floridos: emoticonos de corazones y fotos de flores. “Para cuando te despiertes: buenos días”, decía un mensaje enviado en Italia de día, de noche en Brasil.
Mi abuela, que se había aislado, volvió a la vida. Empezó a arreglarse para sus citas virtuales, se maquillaba y se peinaba.
—¡Tienes que regresar a Polignano!”, exclamó mi madre un día.
—¡Está casado! —refutó, rechazando la propuesta.
Mi madre insistió. Poco después Marilena le dio la noticia a Aldo: “Iremos en septiembre, dos semanas”. A él le encantó la idea.
acompañada por mi madre, mi padre, mi tía, dos primos y yo, la abuela aterrizó en Bari, nerviosa pero sonriente. Un ramo de rosas la esperaba en el hotel. “Bienvenida a tu ciudad natal”, escribió Aldo en la tarjeta. “Ojalá no esperes otros 68 años para volver”.
A la mañana siguiente manejamos entre kilómetros de olivares retorcidos. Marilena suspiró y apuntó: “Qué curioso, ¿no? Una anciana saliendo con un anciano”.
Aldo nos pidió que nos encontráramos en la iglesia de San Vito, donde pronto empezaría la misa. Cuando nos detuvimos en la entrada, él nos estaba esperando. Con sus ojos azul cielo tras unos lentes Ray-Ban plateados, pelo engominado peinado hacia atrás y una chamarra café, me pareció el octogenario más genial que hubiera conocido. Mi abuela saltó del auto y caminó hacia él con los brazos abiertos.
“Estás hermosa”, dijo él, temblando al abrazarla. Ella se sonrojó, y le presentó a la familia. “Es un momento histórico, un milagro”, proclamó él.
Más tarde, la abuela le dio dos regalos a Aldo. Uno era un iPhone nuevo, el suyo estaba viejo e interrumpía sus conversaciones. “Y esto es para Beatrice”, le dijo, señalando el segundo paquete. Él lo abrió y vio un chal gris. Aldo la miró con los ojos perlados y articuló en silencio: “Gracias”.
Lo invitamos a comer, pero tenía que volver a casa y relevar al ama de llaves que estaba cuidando a su esposa.
En la noche, Aldo le envió un mensaje: “Ahí estábamos tú y yo, como si hubiéramos sido buenos amigos desde hace 68 años, ayudándonos en las penas y alegrándonos en la dicha”. Agregó: “Doy gracias a Dios por haberme permitido estar contigo”.
Todos los días, se reunían a tomar café durante las pocas horas que él podía salir de casa. Mi abuela se negaba a estar a solas con él. “¿Qué pensará la gente si nos ve juntos?”, explicó. “Se vería mal”.
Al principio lo descartaba, riéndome del recato anticuado. Pero a donde íbamos, Aldo siempre se encontraba a algún conocido. “¡Aldo Sportelli!”, gritaba un amigo desde el otro lado de la calle, y Marilena se encogía.
A una de las citas vino con su hija y su nieto. Yo estaba preocupada por lo que dirían de mi abuela; sin embargo, la angustia se disipó en cuanto nos presentamos. Sabrina, hija de Aldo, abrazó con fuerza a Merilena, quien le había traído un collar; se lo puso enseguida. “Dale un abrazo a la abuela Marilena”, invitó Sabrina a Giorgio, su hijo de 12 años.
“Ha sido un regalo para papá”, me aseguró Sabrina más tarde ese día, al preguntarle qué opinaba de su relación. “Él es víctima de la enfermedad de mamá”.
Cuando no estábamos con Aldo y su familia, la abuela quería explorar Polignano. Aún era un caserío encantador con estrechas callejuelas de caliza que conducían a miradores panorámicos sobre el mar. Pero mucho había cambiado desde su última visita. Red Bull hizo del pueblo la sede de su competencia anual de clavados de altura y ahora estaba desbordado de turistas.
El restaurante de la cueva aún seguía abierto y mi abuela, que a los 15 solo podía ver a los comensales a lo lejos, quería conocerlo. Una de las últimas noches allá bajamos los 60 escalones para cenar.
Al salir a la terraza de madera, la vista me dejó sin aliento. Estábamos suspendidas unos 10 metros sobre el mar. El reflejo verde esmeralda del agua danzaba en la bóveda caliza de la cueva.
Aldo se negó a venir: los recuerdos de la pérdida del Hotel Sportelli por un litigio financiero 20 años atrás lo afligían. La abuela respetó su decisión.
“¡Es asombroso!”, dijo, mirando hacia el Adriático. “Solo la naturaleza sabe cuántos millones de años lleva esto aquí”.
Al día siguiente, en otra cafetería, Aldo sacó una foto familiar de 1934; la abuela la miró con calma.
—Los conocí a todos —dijo.
—¿No es fantástico? Hemos tenido toda esta vida en común.
Él la puso al tanto de lo que había pasado con cada persona.
—¿Cuándo te vas? —preguntó.
—Mañana —respondió ella.
Todavía quedaban 40 minutos antes de que Aldo tuviera que partir. Después de haberlos acompañado cada segundo, los dejé a solas con la intención de que disfrutaran el final de su última cita sin presiones.
A la mañana siguiente, Aldo, Sabrina y Giorgio vinieron al hotel. Les agradecimos por su hospitalidad y por haber hecho tan feliz a la abuela. “Su familia será una extensión de la nuestra”, dijo papá.
Me sorprendió ver lágrimas resbalar por las mejillas de Sabrina. “Cuídalo mucho”, le pidió la abuela, abrazándola. Ella asintió, sollozando.
Aldo tomó la mano de Marilena entre las suyas y suspiró:
—Ahora viene lo más difícil: darme la vuelta y alejarme.
Ella no se contuvo. Abrazó a Aldo por última vez y cuando nos íbamos, levantó su teléfono y dijo:
—Nos vemos mañana.
Aldo y Marilena siguen hablando a diario. Ella dice que podría viajar a Italia este año si goza de buena salud. La esposa de Aldo aún vive, pero sigue deteriorándose. Aldo le comentó a Marilena que cuando se conocieron, en 1951, él supo que ella era el amor de su vida y que volverse a ver ha sido “una bendición de Dios”.