Trasladada de una casa a la otra, una caja de adornos le recuerda a una familia los lazos que la rodean.
Mis hijos están sentados en la sala de Gee y levantan con respeto antiguos adornos de Navidad que sacan de una caja de cartón muy querida. Se quedan sin aliento al descubrir un gatito relleno en miniatura. Se ríen de la muñeca de trapo, juguete que casi no conocen. Gee está de pie detrás de ellos y les explica con tranquilidad qué es cada tesoro. Me cuenta que ella y Tom construyeron su colección de adornos de a una pieza por vez, año tras año, después de cada liquidación de Navidad. Sonríe cuando nos vamos con la caja. Sus preciosas reliquias, reunidas a lo largo de una vida, encontraron un nuevo hogar.
Conocimos a Tom y Gee en nuestros primeros años de casados. Había alguien que llevaba nuestros cestos de basura vacíos al garaje todos los días que había recolección de basura, y Jim y yo no sabíamos quién era. Luego, un día lo vimos: un hombre mayor que vivía enfrente.
Le cociné unas galletas y las dejé en un banquito fuera del garaje, con una nota de agradecimiento. Cuando regresamos a casa del trabajo ese día, una carta había reemplazado el regalo.
La carta era de Tom y explicaba por qué caminaba por el vecindario los días en los que se recolectaba la basura y devolvía a su lugar los cestos de basura de personas a quienes prácticamente no conocía. Años antes, cuando se había ido a pelear una guerra que yo no viví, su joven esposa, Gee, se había quedado viviendo sola. Los vecinos se habían tomado el tiempo de encargarse de los cestos de basura de ellos, para que no tuviera que hacerlo Gee, y él nunca lo olvidó. Ahora, de volvía el favor haciendo lo mismo por todos nosotros (y, de paso, fumaba a escondidas mientras Gee no lo veía).
Unos pocos años después de que nos mudáramos, Tom falleció. Fotocopiamos la carta y se la adjuntamos a una nuestra para Gee. Le dijimos qué especial había sido Tom para nosotros, cuánto lo sentíamos por ella y qué agradecidos estábamos por haberlo conocido… todas esas palabras que vienen con las condolencias y que nunca son suficientes. Ella nos contestó y nos dijo que seguía hablando con Tom día a día. Cuando Gee nos invitó a su casa a revisar los adornos navideños, me di cuenta de lo difícil que debía ser separarse de esa caja, una parte de Tom.
En estos días, nosotros estamos apilando nuestras propias cajas. Tenemos planeado mudarnos. La casa, que hace seis años parecía tan grande, está al tope de su capacidad con muebles y libros y juguetes y, por supuesto, personas. Sabemos que llegó el momento de irnos y, sin embargo, no conseguimos colocar el cartel de “Se vende” en el frente. Ganar una tercera habitación y, tal vez, un escritorio a veces no parece suficiente a cambio de todo lo que tenemos por perder.
No es solo Gee. Es el hombre que permite que nuestros hijos recolecten duraznos del árbol de su jardín delantero. Son las mujeres que llaman a Jim cuando se les rompe el filtro de la piscina y que dejan canastos repletos para nuestros hijos en Pascua. Es el oficial penitenciario que vive enfrente, que me sonríe y me saluda, y me hace sentir un poquito más segura cuando Jim no está.
Las cajas de la mudanza siguen prolijamente apiladas en el sótano, pero Jim y yo acordamos esperar unos meses más. Seguramente decoraremos la casa con los adornos de Gee, que están guardados en la caja que Tom etiquetó de puño y letra. Tal vez hable con él, como todavía hace Gee. Gracias, le diré. Por enseñarnos lo que significa ser vecino.