Es uno de los polos que más atrae a turistas argentinos y extranjeros.
La límpida novela de Fausto Burgos, El Salar, publicada en 1935 retrata el mundo que supo ser el surumbio de la estepa salina.
“No pude aguantar más la curiosidad y le pregunté:
–¿En dónde tienen la casa?
–¿Ellos? ¡Lejos! Dicen que cerca del Salar Grande. Una bunta de leguas. Y ahora, marchante, ¿quién se anima a ir al Salar Grande?
¡El Salar Grande! ¡El inmenso mar blanco; la estepa helada, reverberante, que con el surumpio cegaba a los salineros! Yo, hacía algunos años, había cruzado una de sus cabeceras, por el camino de San Antonio de los Cobres a Susques. Me acordaba de su enorme extensión blanca, blanquísima. A una mano, a la otra, montes colorados y cerros azules”.
Así relata, en su novela “El Salar” el escritor argentino Fausto Burgos, cómo el porteño Carlos, partirá a convivir con una familia indígena y trabajar con ellos en las salinas. Es un mundo de dureza impensable para el afuerino:
“¿Comprendía ahora lo que costaban aquellos panes de sal que se llevaban a Buenos Aires?… Diez, veinte toneladas de sal. ¿Había pensado alguna vez en los hombres que cortaban con sus propias manos los gruesos panes de sal, en invierno, cuando quema el rápido viento de las cordilleras, cuando los caminos se ponen duros y blancos y blanquísimas las puntas de todos los cerros?”. Carlos no va de paseo. Quiere conocer y recuperar a un hijo que tuvo con Rosario, salinera, ocho años atrás, y por el cual nunca antes manifestó interés ninguno.
Burgos, tucumano de nacimiento y, más tarde, mendocino de adopción, conocía de primera mano la puña jujeña. Trabajó como profesor allí en la década de 1910. Después, fue un periodista prolífico. Además de escribir para publicaciones que hoy son clásicos de la Argentina, como Caras y Caretas, trabajó como corresponsal en Mendoza de La Nación y La Prensa (en la cual estuvo presente con sus columnas durante tres décadas).
A diferencia de la de Burgo, la historia de Carlos no será feliz. Es que ese sol vuelto cáscara marfil que es el surumpio, las salinas, no produce únicamente dolor y ceguera eventual; sino también ofuscamiento, obstinación, obcecación, desacierto: la fata morgana de los espejismos sociales. Más allá de los prejuicios, la piel se tuesta por partida doble: la luz que cae del cielo y la que sube, rebotando, desde los cristales del cloruro de sodio.
Burgos colocará en la mente de Carlos el impacto de trabajar en ese entorno: “Qué manos de salinero, santo Dios! Los dedos, partidos, mogotudos, sangrantes.
–¿Te duelen las manos, tatay?
–No me duelen, señor. ¡La costumbre!
–¿Y de qué las tenís así?
–De trajinar la sal, señor.
Sus ojos colorados, al mirar humildemente, decían: ‘Para trabajar, nacemos y trabajando en el Salar, poquito a poco, nos acabamos’”
Aparte de la sal común, que antiguamente se “hachaba” (se cortaba con hacha), hubo en los salares y sus cercanías yacimientos de boratos. Esto es, sales que contienen elementos metálicos, el más común, el boro mismo. Este posee propiedades muy útiles para la industria: hoy se utiliza en los reactores atómicos y en misiles, gracias a una densidad baja y dureza extrema dureza. En los tiempos de la novela, 1935, las explotaciones de estos compuestos se basaban en recogerlos con la forma de “nódulos algodonosos” en los bordes de las salinas.
Actualmente, los campamentos destinados a los miles de trabajadores que pasaron por la actividad están abandonados, y la explotación de la sal y boratos se realiza con maquinarias y otros procesos menos cruentos.
Lo que si pueden repetir los viajeros y turistas es el sentimiento de maravilla al presenciar por primera vez el portento:
“¿Cuántos días anduvimos en mula, por aquel altiplano de tolares y surillantes, de chillaguas y muñas, heridos por el viento de las cordilleras, hasta divisar el Salar Grande? No puedo precisar bien. Lo que refiero me acaeció hace años; aún no me había casado y no peinaba canas. Yo experimenté una gran alegría, en medio de aquella soledad, al ver la inmensa pampa relumbrante del Salar Grande. Era una estepa helada, casi completamente circuida de cerros morados, azules”. La corona fría y salina de una comarca transparente.
Salinas Grandes, en la provincia de Jujuy, es uno de los sitios favoritos para ser declarados Maravillas Naturales Argentinas. Vos podés votar en www.7mar.com.ar.