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Los secretos de mi agenda

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La lista de contactos en un teléfono inteligente es útil, pero nunca guardará recuerdos como lo hace una libreta escrita a mano.

Mi nieta me visitó el fin de semana pasado. Le pregunté si tenía la nueva dirección de su hermano, ya que quería enviarle algo. Buscó en su teléfono y me maravillé de nuevo por lo cómodo que resultaba. ¿Un celular en lugar de una agenda? Aunque no soy una analfabeta tecnológica (escribo en una laptop), me cuesta trabajo captar los cambios que suceden con tanta velocidad.

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—Aquí está, abuela—me dijo Carly cuando encontró la dirección—. Te la escribo.

—¿La anotarías en mi libreta? —le pregunté, señalando la mesita del teléfono en el pasillo, mientras pensaba que quizá estos muebles ya no se usan.

Carly tomó la desgastada libreta de direcciones y la abrió. Había una expresión muy curiosa en su cara.

—Ya casi no queda espacio, —notó, riéndose, mientras escribía en un margen—. Y está llena de nombres que has tachado.

—Bueno, querida, esas son personas que ya se murieron —le expliqué.

—¿Murieron? —preguntó Carly.

—Murieron —repetí—. No hay botón de “Eliminar”, así que solo tacho.

—Ah —dijo algo horrorizada—. Eso es muy triste.

Cuando Carly se fue, tomé mi libreta de direcciones y una taza de té y las llevé conmigo al comedor. Me fui a las páginas del principio y encontré una fecha: 1955. Son muchos años, pensé. Y aunque jamás creí que esta libreta fuera triste, es cierto que nunca la había considerado como algo más que un espacio donde guardar información.

Pero, al repasar sus hojas, me di cuenta de las historias que guardan: era un gran repositorio de vidas ya vividas o perdidas, matrimonios, nacimientos, amistades, cambios. Tengo 91 años y he sobrevivido a todos mis hermanos: dos mujeres y cinco hombres. Allí estaba el historial completo de dónde vivían y cómo contactarlos, escrito con cuidado, y después, poco a poco, fui tachándolos conforme sucumbían a cualquiera de los males que se los llevó al otro mundo. Pero su descendencia aún perdu-ra, y las páginas de la K de Kirkpatrick, ya invaden las páginas de la L, pues hay muchos sobrinos y sobrinas, y sobrinos nietos y sobrinas nietas que llevan el apellido. Así que no queda ya espacio para los de la L; lo bueno es que casi no conozco personas para tales páginas. Aquí está mi hija menor… Ay, cómo sufrimos su papá y yo cuando ella se mudó a Nueva York. Apenas tenía 18 años, pero estaba decidida a incursionar en el teatro. Jay, mi esposo, viajó allá unos meses después para asegurarse de que estuviera bien, y llamó a casa para decirme: “¡Mi hija no va a vivir en un cuchitril lleno de ratas!”. Estoy segura de que lo de las ratas era una exageración, pero la calle 11 oeste se tachó, pues encontraron otro departamento; además, mi hija empezó a recibir un poco de dinero para que pudiera cubrir sus gastos. Después hay toda una página llena de tachones que registran sus mudanzas: a Hoboken, en Nueva Jersey (tachado); a Weehawken (tachado); a West Orange (tachado); a West Caldwell (tacha-do); a Lincoln, Massachusetts (tachado) y a Bedford, Massachusetts. Cada tachón, una historia. Al pasar las páginas encuentro a mi mejor amiga, June, que murió hace tres años y sigo extrañando todos los días. Nos divertimos muchísimo cuando éramos jóvenes y vivíamos en Vancouver, Columbia Británica (Dirección 1), así que cuando June se mudó a Salt Spring Island (Dirección 2), yo no estaba segura de cómo lograría vivir sin ella. Ese cambio es un manchón en mi libreta; quizás estaba llorando mientras escribía su nueva dirección. Por supuesto que recuerdo haberme sentido desolada. Como por designio del destino, también me mudé de Vancouver a Salt Spring tras la muerte de mi esposo, y June y yo compartimos otros diez felices años como amigas. Esto fue antes de que la Dirección 3 indicara su cambio a una casa de reposo y el final de la vida como la conocíamos. No hay registro alguno de los viejos amigos que hice en Vancouver. Supongo que es inevitable que alguien sea el último que siga en pie. Nuestra vida social fue muy activa, teníamos un gran círculo de amistades, pero ya nadie existe más allá de un recuerdo y un nombre tachado en una viejo agenda. Los últimos registros presagian un tipo de vida distinto: uno mucho más lento. Son un retrato de la comunidad que encontré en esta pequeña isla del Pacífico. Tal vez tengo menos amigos y son más jóvenes, aunque no me importa ser la mayor. Mi letra es más temblorosa que los trazos firmes que escribieron las direcciones hace 60 años (¿de verdad ha pasado tanto tiempo?), pero las historias siguen igual de vivas.

Cierro la libreta y toco la gastada cubierta de cuero. Un celular es útil—pienso comprarme uno si mis nietos tienen la paciencia de enseñarme a usarlo—, pero jamás reemplazará los recuerdos que hay en estas hojas.

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